Yo nací en un pueblo de Castilla-La Nueva (entonces se llamaba así la región), Villanueva de los Infantes, en la provincia de Ciudad-Real. Allí la Semana Santa tenía un especial relieve dada la cantidad y calidad de imágenes y pasos. Comenzaban los desfiles el domingo de Ramos, con la cofradía del “borriquillo”, junto a la casa donde entonces vivíamos. Era un bosque de palmas, portadas por cofrades que vestían túnica roja, y capa y capuchón verde (muchos años después, al conocer la bandera vasca, siempre pensaba en esa cofradía). Era una procesión simpática, porque muchos niños llevaban palmas y ramos de olivo y la música sonaba con un discreto aire triunfal. Y como todas las procesiones recorrían un largo trayecto, aquel pueblo manchego se sentía una “Jerusalén” local de piedras y escudos nobiliarios. Era costumbre, antes de esta semana, haber asistido a alguna charla cuaresmal o ejercicios espirituales, adaptados a las diferentes edades. Y yo, por voluntad propia, iba a esas sesiones porque ya, desde antes de la adolescencia, pertenecía a la Adoración Nocturna y no me era ajeno asistir a dichas reflexiones. Por tanto, para mí la Semana Santa no era solamente (tal como después vi y ahora observo) una exhibición de arte o de turismo. El marco histórico-artístico de mi pueblo, la religiosidad de mis paisanos, invitaban a vivir la Semana Santa, desde que en Cuaresma se acudía los viernes a besar el pie de “Jesús Rescatado”, de la que hablaré después.
Por otra parte, mi padre era un hombre profundamente religioso. No beato ni practicante más allá de su misa dominical o su participación en las cofradías de la Patrona y la Virgen de la Soledad. Pero conocía bien la Biblia (que a veces leía) y tenía una equilibrada práctica de la religión como justicia social. Por ejemplo, íbamos en Jueves y Viernes Santo a los “Oficios” litúrgicos y, la noche del Jueves Santo, visitábamos los “monumentos” en las iglesias, recordando al Jesús cautivo.
Una de mis procesiones preferidas era la del Jueves Santo al atardecer. Un cortejo de cinco o seis imágenes entre las que destacaban, para mí, Jesús orando en el huerto, arrodillado frente a un olivo, con un juvenil ángel al lado. La Virgen de la Vera-Cruz, con sus brazos abiertos y mirando al cielo, tal vez implorando al cielo un auxilio desde sus ojos llorosos. Decían que era una copia de Salzillo, pero de todas formas era una mujer joven y bella, desvalida, que me emocionaba por su actitud. Como un rey esclavo, como un soberano preso desde su alto trono, la precedía “Jesús Rescatado”. Esta imagen era la más querida de todo el pueblo: una escultura completa de Jesús maniatado (cuando conocí el de Medinaceli me pareció menos hermoso), su pelo natural mecido por el viento, su túnica morada bordada en oro que caía por detrás formando una amplia cola, le daba una majestuosidad que impresionaba, especialmente cuando pasaba a la altura de los balcones y podía observarse de cerca su mirada triste y serena. Era la perfecta encarnación del soberano apresado pero también del ser humano desvalido. Muchos hombres y mujeres, cumpliendo alguna promesa (de curación o de trabajo) iban detrás de él alumbrando con velas y descalzos, como un cortejo de menesterosos agradecidos en absoluto silencio.
El Viernes Santo, muy temprano por la mañana y tras escuchar un sermón en la iglesia de Santo Domingo, salía otra procesión. Sus figuras principales eran, como es natural, Jesús y su Madre, esta vez precedidos por pasos e imágenes que representaban a María Magdalena, la Verónica, San Juan, etc. Un paso de cuatro figuras lo constituía Poncio Pilato, sentado sobre su trono, lavándose las manos desde el agua de un cuenco que le ofrecía un joven esclavo negro. Jesús con la cruz a cuestas, seguido por la Dolorosa de larguísimo manto y protegida por un enorme dosel negro, llenaban toda la mañana de ese viernes. Y por la noche, la procesión del “silencio”, acompañando el entierro de Jesús yacente que entonces llevaba a hombros la Guardia Civil y que, más recientemente, sobre un trono más grande y pesado, llevan los jóvenes estudiantes del pueblo. Para esta procesión, como cofrade de la Virgen de la Soledad, que cerraba esta procesión, se vestía mi padre cada año con su túnica y su capuchón negros, colgando de la cintura el rosario de nácar que le había llegado de sus antepasados y que ahora yo poseo todavía con más devoción, porque este mismo rosario lo tuvo entre sus manos cuando estaba muerto, hasta el momento del entierro. (Yo me encargué de que su traje de penitente le acompañara en la tumba, guardado bajo su cadáver). Él era muy devoto de la Virgen, pero sin exageraciones ni aspavientos. La Virgen en sus advocaciones más próximas: la patrona (Virgen de la Antigua) y la Soledad de Viernes Santo. Mi padre se tomaba todo muy en serio: su trabajo, su familia, sus ideas políticas, su religión. Y esos aspectos formaban un todo absoluto de naturalidad, justicia, paz y libertad para todos, independientemente de sus creencias, su religión, su raza o su sexo. Las amigas de mis hermanas lo consideraban un hombre muy moderno y alguna lo llamaba “el héroe”. Era muy poco dado a devociones pero en cambio le gustaba leer de vez en cuando pasajes de la Biblia y yo creo que se sentía un tanto asfixiado cuando lo invitaban, sin conseguirlo, a pertenecer a congregaciones, obras pías o cursillos de cristiandad, muy en boga por entonces. Ni siquiera era de la Adoración Nocturna, como yo. Pensar en Semana Santa me lleva, inevitablemente, a recordar a mi padre.
Cuando muchos años después contemplé algunas “semanas santas” de otras ciudades, me asombraba por la riqueza artística y decorativa de pasos, estandartes, palios, doseles, peanas, flores, candelabros, mantos bordados, bandas de música y de romanos, etc. Pero no me invitaron nunca a sentir más profundamente el recuerdo y el sentido de esa semana de reflexión, como en los años de mi infancia. Por eso, cuando llega este período, prefiero recluirme en silencio y soledad, escuchar música sagrada, especialmente las Cantatas, de Bach (cada año, en Viernes Santo me siento para oír completa su Pasión según San Mateo, la más hermosa obra musical de todos los tiempos). Y no sé por qué, como me pasa en Navidad, durante estos días el pensamiento me lleva hasta países y continentes donde el hambre, el abuso, la desigualdad nos convierte a todos los seres del primer mundo en centuriones y fariseos de esos otros “jesucristos” de ojos rasgados o de piel negra que nos miran interrogantes. Si mi padre levantara la cabeza me daría toda la razón desde sus ojos intensamente azules.