SAMARKANDA

SAMARKANDA
Bienvenido al karavansar. No por casualidad he llamado así a mi blog, puesto que en alguna lengua de Oriente se llama de este modo a la posada, la pensión, la fonda, donde descansar antes de seguir el camino. Decir que la vida es un tránsito no es descubrir América (que también se hizo en un tránsito, pero por mar), pues ya muchos autores lo expresaron. Pero sí quiero señalar la provisionalidad, el azar, la hospitalidad, el descanso, la cercanía que produce "pasar" por un sitio desconocido a algo más seguro, que es el fin del viaje. Desde Jorge Manrique hasta Antonio Machado se ha plasmado la imagen del hombre como viajero. Y este blog pretende que nos encontremos, "ligeros de equipaje", en esta parada y fonda virtual, que no virtuosa. Hasta pronto.

viernes, 17 de abril de 2009

SEÑAS DE IDENTIDAD

Hubo un tiempo en que las congregaciones religiosas mostraban muy visibles señas de identidad: hábitos, escudos, dedicaciones apostólicas, siglas tras una firma, etc. Bastaba cruzarse por la calle con un fraile o una monja, o llegar a las puertas de un convento en cuyo dintel lucía un escudo, contemplar las imágenes de un retablo, presenciar una liturgia o ver la portada de un libro en la que, tras el nombre se leía: S.J., O. S. A., O. C. D., O. P., para saber que te hallabas ante jesuitas, agustinos, carmelitas, dominicos, y así sucesivamente. Las órdenes religiosas fueron precursoras de lo que, en lenguaje empresarial, hoy se denomina “identidad corporativa”. Con el Concilio Vaticano II y sus consecuencias llegó la desaparición progresiva de todos esos signos: hábitos, siglas, emblemas, y todo cuanto sirviera para distinguir a unos de otros se arrinconó al desván de las instituciones. Eran señales que, en muchos casos, habían quedado huecas, ostentosas, vacías de contenido. Comenzaba una etapa en que el clero (religiosas incluidas) se acercaba a la sociedad, suprimiendo aquellos capisayos, tocas, velos y cogullas que, aparte de incómodos, anacrónicos, caros y complicados , creaban un sentimiento de rechazo o de “casta al margen de” la propia sociedad. El diseño de muchos hábitos era fruto del tiempo fundacional, de modo que, a través de ellos, de sus capuchas, plisados, baberos, almidones, también se adivinaba la vestimenta en Edad Media, el siglo XVIII, el XIX, etc. Esos trajes talares sirvieron para “uniformar” y, también, para ocultar deficiencias culturales y educativas de origen infantil. Porque los seminarios y noviciados enseñaron mucha “urbanidad” y compostura a jóvenes provenientes del ámbito rural sin medios, que aprendieron a desenvolverse en sociedad bajo un hábito que les marcaba conductas, posturas, conversaciones. La supresión de los hábitos preconciliares produjo una cierta “catástrofe” estética. Aparecieron nuevos atavíos en forma de guardapolvos, las complejas tocas de antaño fueron sustituidas por pañolones a la cabeza tipo” empleadas de limpieza”. Después vinieron socorridas “rebecas” y faldas grises y los cortes de pelo sin gracia alguna. En los frailes, comenzaron a verse cazadoras, camisas de franela o jerseys “cuello de cisne”, pantalones vaqueros o de pana de “mercadillo”, que servían lo mismo para ir en el metro que para un banquete de bodas. No faltaron clérigos que, en un frenesí de puesta al día, se vistieron de los modos más sorprendentes. Recuerdo a un venerable canónigo mallorquín que conjuntaba camiseta turquesa con pantalón amarillo, ambos ajustadísimos, para una cena medio oficial en casa de Camilo José Cela. Ver a una religiosa vestida como una señora de su tiempo (con un discreto traje de chaqueta o un vestido estampado en colores) o a un fraile con chaqueta y corbata, en vez de esos “sweters” cuello de cisne, resultaba inimaginable. Nadie había enseñado a tiempo a esos buenos consagrados que si el “hábito no hace al monje”, vestirse como un seglar (sin dejar de lado la vocación y el servicio), requiere adaptarse a los lugares. Que andar por las “favelas” de Río de Janeiro no es lo mismo que andar por despachos oficiales, por poner un caso. Y esa estética (o falta de ella) era el indicio de algo peor aún: el espacio vacío, del que hablaré en otro momento.

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