SAMARKANDA

SAMARKANDA
Bienvenido al karavansar. No por casualidad he llamado así a mi blog, puesto que en alguna lengua de Oriente se llama de este modo a la posada, la pensión, la fonda, donde descansar antes de seguir el camino. Decir que la vida es un tránsito no es descubrir América (que también se hizo en un tránsito, pero por mar), pues ya muchos autores lo expresaron. Pero sí quiero señalar la provisionalidad, el azar, la hospitalidad, el descanso, la cercanía que produce "pasar" por un sitio desconocido a algo más seguro, que es el fin del viaje. Desde Jorge Manrique hasta Antonio Machado se ha plasmado la imagen del hombre como viajero. Y este blog pretende que nos encontremos, "ligeros de equipaje", en esta parada y fonda virtual, que no virtuosa. Hasta pronto.

sábado, 20 de marzo de 2010

MI GENTE (V): JUAN CARLOS


Cuando Juan Carlos Pérez de la Fuente supo que Su Majestad el Rey le había concedido la Medalla de Oro de las Bellas Artes, por su trayectoria profesional, primeramente se quedaría patidifuso. Eso de que a alguien lo premien por hacer lo que más le gusta en la vida sería, para él, algo insólito. Después, pensaría en sus padres, en la patrona de su pueblo La Virgen de la Fuentesanta, en sus profesores del internado de los escolapios, en sus colaboradores y amigos… en todos, menos en sí mismo. Y luego se echaría a llorar. Juan Carlos llora fácil pero sentidamente. No es una lágrima fingida, ni una “furtiva lacrima”, sino un derrame acuoso de su corazón tan sencillo como honesto.
Conocí a Juan Carlos allá por los primeros años noventa, en las circunstancias más adversas como para entablar amistad. El autor Eduardo Galán, amigo común, me invitaba al estreno de un espectáculo sobre el poema La leyenda de Alvargonzález, de Antonio Machado, en el Centro Cultural de Las Rozas. Ni el texto machadiano me entusiasma ni tenía yo ganas de conocer a ningún joven valor de la dirección escénica. Pero el trabajo de voz que vi en aquellos actores, un primoroso bordado sobre el texto, me convenció de que Pérez de la Fuente no era solamente un joven valor, sino un artista singular con un futuro solvente como director de escena. "Llegará lejos, me dije, si le dan ocasión en este campo de minas y nido de víboras que es el teatro en nuestro país". Aquella misma noche comenzó una amistad en la que yo pongo mucha admiración hacia su talento, mucha confianza en su valor como ser humano.
Tenía veinte años cuando fundó su primera compañía teatral en el pueblo. Su vida profesional (internado en el Colegio calasancio de Madrid, compañero de Emilio Butragueño) comenzaba en las oficinas del Banco de España, pero no iba a quedarse quieto en las cuatro paredes de una oficina. “Me presenté en el despacho de Mariano Rubio- me cuenta Juan Carlos entre sorbos de café-, que entonces era Subgobernador del Banco de España, a decirle que estaban destinando muchísimas partidas a deporte, pero que éramos 3.000 empleados y yo sabía que había gente que le gustaba el teatro, pero que no dedicaban ninguna partida. Se quedó muy sorprendido y me dijo: "Bueno, pero es que hacer teatro es algo muy especial. Necesita usted un teatro. Hay que alquilarlo y no hay dinero para tanto". Y me volvió a dar esa cifra que parece que me persigue siempre de 300.000 pts. Alquilé el teatro del Colegio Calasancio e hicimos la primera obra, Una noche de primavera sin sueño, de Jardiel. Las mañanas eran maravillosas en el Banco porque conseguíamos que en oficinas como el archivo histórico o los servicios jurídicos del banco, todo el mundo de alguna manera rompiera un poco lo tedioso de sus trabajos para todos participar del hecho teatral y seguíamos jugando.”
Le he seguido la pista por todos sus ensayos y estrenos. Lo he visto quedarse a dormir en una sala de ensayos inhóspita (la sala Jorge Juan, de Madrid, propiedad del Centro Dramático Nacional), rodeado de trastos y con la sola compañía de una rata. Lo he visto angustiado durante las funciones de El abanico de lady Windermere, porque sobre las cabezas de los actores colgaba más de una tonelada: dos decorados, uno de ellos con suelo. Lo he visto arrastrado pintando un decorado (La viuda es sueño, de Tono) porque el presupuesto se agotó, barriendo una sala o repintando un escenario deteriorado. No se le caen los anillos que no lleva. Lo he acompañado en procesiones de Semana Santa y visitas a los monumentos de las iglesias madrileñas de Jueves Santo. Su fe no es una “pose” (como en otros puede ser el agnosticismo), sino una vivencia interior, una inquietud a veces unamuniana, sin certezas, una valoración del “otro” como ser semejante. Lo he visto hablando con las figuras más grandes y populares del teatro en despachos y escenarios: Antonio Buero Vallejo, Francisco Nieva, Fernando Arrabal, Lauro Olmo, Antonio Gala, Amparo Rivelles, Alberto Closas, María Jesús Valdés, Ana Diosdado, Concha Velasco, José Sacristán, Rosy de Palma, Xabier Elorriaga, Chete Lera, Calixto Bieito, Fernando Cayo, y una lista tan larga como el número de jóvenes universitarios que acuden a él en cursos sobre teatro impartidos en el Colegio Mayor Elías Ahúja o con electricistas y técnicos de diferentes coliseos de España, dejando en todos un recuerdo amistoso de sencillez y profesionalidad. Lo he visto extasiado contemplar las procesiones madrileñas del Viernes Santo, los interiores conventuales del Real Monasterio del Escorial en una noche de luna, le he ayudado a pasear el perrito que le regaló Ana Diosdado, sumirse en reflexión en una iglesia anónima, pasar y repasar catálogos de telas hasta elegir la adecuada para un fondo escénico, discutir con los mejores iluminadores (el pobre Josep Solbes, tempranamente fallecido), escenógrafos (Alfonso Barajas, Oscar Tusquets, Xavier Mascaró, Ana Garay), diseñadores (Javier Artiñano). Sin embargo, no se entendería el trabajo de nuestro artista sin su pie, ojo, oído y mano derechos que es Rosario Calleja, quien fue Directora adjunta en el CDN, y ahora es su Jefe de producción y su ángel tutelar.
Desde que lo conozco jamás ha tomado vacaciones, ni siquiera un “puente”. Como mucho, un día libre para ir a Talamanca a visitar a sus padres o a buscar la maqueta con la que se licenció en la Real Escuela de Arte Dramático para regalarla al Colegio Mayor Elías Ahúja. Ha pasado más de una noche en blanco y más de un día de turbio en turbio, sin dormir, preparando funciones, elaborando repartos, pintarrajeando bocetos, viajando en autobuses, trenes o aviones, para asistir a un estreno o una conferencia. Porque uno de sus defectos es que no sabe decir que no, ni siquiera cuando sabe que se están aprovechando de él. El verbo literario se hace carne teatral en sus manos. “El teatro nace cuando la letra se desprende del texto y se hace carne”, ha dicho más de una vez.
En 1996 fue nombrado Director del Centro Dramático Nacional (Teatros María Guerrero y Sala Olimpia, de Madrid), tras una etapa turbulenta de despilfarro en el equipo anterior, con la consigna de la austeridad económica dada desde el Ministerio de Educación y Cultura, pero también siguiendo la divisa que siempre ha seguido Juan Carlos: presencia del autor español en sus montajes, respeto al texto, respeto al actor, respeto al público en montajes que no derrochan pero no escatiman medios. Emprendió una reforma absoluta del Teatro María Guerrero (prácticamente minado de termitas) y una reconstrucción del Teatro Olimpia peleando cada euro del presupuesto, para hacer un conjunto que ha sido inaugurado por el equipo directivo sucesor, muy ufano de engalanarse con flores ajenas. La gestión de Juan Carlos al frente del Centro Dramático Nacional dio preferencia a los autores españoles, y ningún escritor, ningún actor, fue marginado o no invitado por razón de sus creencias ideológicas ni su militancia en partidos políticos. Por eso, cuando leí cierto capítulo de las supuestas memorias de Pilar Bardem, sentí vergüenza ajena de adónde puede llevar el fanatismo militante y el propio interés disfrazado de ideología. Porque cuando uno publica memorias, olvida que los demás también tenemos recuerdos. La lista de autores llevados al María Guerrero resulta sorpendente: un Francisco Nieva al que la izquierda tenía arrinconado, un Max Aub al que seguramente ni conocían, un Buero Vallejo del que ni se acordaban, embarcados en montajes fastuosos de escritores amigos o extranjeros. Y, desde luego, el que más autores españoles vivos y jóvenes ha llevado a la escena.
Son muchos los momentos de triunfo artístico que he presenciado en la trayectoria de Juan Carlos y que han quedado grabados en mi retina: de El abanico de lady Windermere, su impecable interpretación “a la inglesa” y su aparatosa escenografía. Ese montaje, en Londres, hubiera sido todo un acontecimiento. De Pelo de tormenta, su arriesgada puesta en escena (con ella abría su etapa al frente del CDN), convirtiendo todo el Teatro María Guerrero en corrala, plaza mayor, coso taurino, desfile procesional para representar esa reópera de Paco Nieva (ni el propio autor podía imaginar un montaje de ese calibre), con el arte plástico de José Hernández y 400 focos derramando 500.000 watios de luz. A la salida del ensayo general, dos noches antes del estreno, el Subdirector General me dijo ya en la calle: “Juan Carlos es, sencillamente, un genio”. Tampoco olvidaré jamás el San Juan, de Max Aub, convertido todo el escenario en un barco a la deriva hacia el patio de butacas, con su naufragio final. O la venganza en rojos de La visita de la vieja dama, con una María Jesús Valdés esplendorosa, la misma actriz, nuevamente dirigida por él, que mereció y obtuvo los premios Max de Teatro y Mayte con ese monólogo de Fernando Arrabal, Carta de amor (como un suplicio chino). Precisamente esta gran dama del teatro había regresado a los escenarios, ya viuda, en los primeros años noventa, de la mano de Juan Carlos. De Arrabal, un autor tan incómodo para muchos en España como aplaudido en toda Europa, representó Pérez de la Fuente El cementerio de automóviles, un Cristo actual que el destino quiso se estrenara en el local de una antigua iglesia, de La Abadía. Una noche que jamás olvidaré fue la del estreno de La Fundación, de Antonio Buero Vallejo (para mí, la mejor obra del autor), en el María Guerrero, con la asistencia de Sus Majestades los Reyes, y todo el teatro en pie aplaudiendo al maestro Buero, de la mano de Juan Carlos. O la recuperación de Historia de una escalera, del mismo autor, un texto emblemático que tantos habrían leído sin verlo nunca representado. “En esa obra coral, ¿el verdadero protagonista es la escalera”, le pregunté a Juan Carlos mientras se fumaba un Camel en la puerta del Colegio Mayor Elías Ahúja: “Sí, así es. La escalera es, para mí, el personaje casi más importante de la obra. Es muy coral. Los personajes son vitales; sobre todo, porque hacen un friso humano donde nos sentimos reconocidos o nos reconocemos. Pero pasa el tiempo, la escalera sigue ahí, inmutable, envejeciendo con ellos, símbolo del “tic-tac”, símbolo de la inmovilidad de estos personajes. Mucho se escribió sobre este texto y sobre el montaje, lo que te puedo decir es que hablamos de un clásico, una obra que tiene 57 años, que, paradójicamente, se conoce más por la lectura que por el hecho escénico. Es una obra donde se recupera la memoria. Es muy importante que el teatro tenga esta faceta. Los españoles, a veces, decidimos vivir de espaldas a nuestra memoria y considero que no es bueno. A nuestros jóvenes les tenemos que decir que la conozcan, que la reconozcan porque de ahí venimos, que en estos 18 personajes está su pasado, pero también su futuro, porque la obra, al final, de lo que habla es de nuestro comportamiento, de las veces que tropezamos en los escalones de nuestras vidas y la gran pregunta que lanzamos es si será posible cambiar un poco ese destino y que esos jóvenes logren romper la escalera y vivir felizmente y en plenitud. Es una tragedia esperanzada, como fue todo el teatro de Buero”.
Ya como empresa privada, puso empeño en no regatear medios para sus montajes, tanto en los elencos como en decorados, atrezzo, etc. El mágico prodigioso, de Calderón de la Barca, obra tan compleja que muchos directores españoles han evitado representarla (aunque sí lo ha sido reiteradamente en Alemania) sorprendió como espectáculo, tan antiguo y tan moderno a la vez. A muchos les descubrió la riqueza teatral de un Calderón de la Barca tan heterodoxamente sutil nada menos que en un “auto del Corpus”. Un periodista le preguntó de forma displicente a Juan Carlos en una rueda de prensa en Almería: “¿Y por qué una obra sobre Dios? A lo que el director le respondió: “¿Y por qué no?”. Por ese espectáculo, figuró con este título, como finalista del premio Valle-Inclán. Los ensayos de dicha obra los simultaneó con otro montaje: ¿Dónde estás, Ulalume, dónde estás?, de Alfonso Sastre, que resultó un éxito inesperado para mí mismo y que Chete Lera ganó los aplausos de todos con su interpretación de Allan Poe. Presencié el entusiasmo de Sastre la noche del estreno. El león en invierno, la famosa comedia que todos hemos visto en cine, y a pesar del costoso montaje y de algunos premios recibidos, no corrió la misma suerte en las giras por España. El teatro tiene eso incierto de riesgo y aventura.
Luego vino La vida es sueño, también de Calderón, que preparó concienzudamente durante meses estudiando toda la obra del autor. Realizó un montaje escénico aplaudido por toda España, en Milán, en Berlín, pero que fue vetado para el Festival de Almagro por esas pequeñas miserias de la política (luego el tiempo se ha vengado de ese director miserable del festival). Fernando Cayo interpretó el mejor Segismundo que he visto en mi vida.
Esta dirección artística hubo de simultanearla con un montaje encargado por la Comunidad de Madrid para conmemorar el centenario del 2 de mayo. Y Juan Carlos encargó a Jerónimo López Mozo la adaptación de Episodios de Galdós, con el nombre de Puerta del Sol, una obra colosal de elenco y medios, que la misma Comunidad sólo programó 15 días en el Teatro Albéniz de Madrid, ante el escándalo de crítica y público. Tantos medios para tan pocos días.
Y, hasta ahora, Pérez de la Fuente ha dirigido Angelina o el honor de un brigadier, de Jardiel Poncela, un acercamiento respetuoso pero innovador a la interpretación de las comedias de aquel gran humorista.
Se ha escrito, y con razón, que Juan Carlos Pérez de la Fuente dota sus montajes de un sentido de ceremonia, de celebración casi litúrgica, más aún, de concelebración participativa de técnicos y público con los actores. Vuelvo al principio, a los primeros años noventa. Estoy subiendo las escaleras del Centro Cultural de Las Rozas, mientras Eduardo Galán me dice que voy a conocer la obra de un joven director de escena que llegará lejos. El interior del edificio hasta el propio teatro tiene el suelo cubierto de tomillo y romero. Y por todas partes, encendidos, cirios y velas, hasta el escenario. Este chico llegará lejos, dije entonces y sigo diciendo. Si Dios quiere.