En la mayor parte de las ciudades, las procesiones de Semana Santa concluyen con la del Santo Entierro. Después de ella, volverán a sus altares las imágenes de Vírgenes Dolorosas, de Jesús Nazareno, Crucificados y Cristos yacentes. Los tronos, palios, mantos, túnicas... regresan a sus armarios, hasta el año próximo. Por eso, la Semana Santa, así contemplada, refiere en las calles de modo iconográfico la historia de un fracaso. Un rebelde que paga con su vida un mensaje de salvación. No hay más horizonte. Por mucha imaginación que le pongamos, por todas las saetas, lágrimas conmovedoras y penitencias que añadamos, no tiene vuelta de hoja. Y, sin embargo, religiosamente, evangélicamente, no es así. Sin la Resurrección, la Semana Santa no tiene sentido. Nos pasa como a los discípulos que, desde Getsemaní hasta el Calvario, lloran, se esconden, temen, se conmueven por su Maestro. Será a partir del tercer día cuando comiencen a comprender, cuando el Resucitado dé un giro de ciento ochenta grados a todo lo que creyeron y entonces, ellos mismos estén dispuestos a predicar y dar testimonio con sus propias vidas.
Por ello, bastantes cofradías se han creado ya y sacan sus imágenes el Domingo de Resurrección, con o sin la compañía de imágenes de la Virgen vestida con un manto blanco o azul. Porque Jesús, ya sin sangre ni escupitajos, sin corona de espinas, sin clavos, sin vendajes y sudarios de muerto, debe manifestarse ante los fieles desnudo, en su plenitud hermosa, inocente, liberada, exultante de vida de quien ha triunfado sobre la muerte y el pecado. Como un héroe olímpico de aquellos que sublimaban los griegos en sus estatuas. "¿Dónde está, muerte, tu victoria?", pregunta San Pablo a los Corintios en su primera carta. Jesús ha vencido en combate a la muerte perpetua, a la que todos estábamos condenados. Jesús ha resucitado ¡Aleluya!.