SAMARKANDA

SAMARKANDA
Bienvenido al karavansar. No por casualidad he llamado así a mi blog, puesto que en alguna lengua de Oriente se llama de este modo a la posada, la pensión, la fonda, donde descansar antes de seguir el camino. Decir que la vida es un tránsito no es descubrir América (que también se hizo en un tránsito, pero por mar), pues ya muchos autores lo expresaron. Pero sí quiero señalar la provisionalidad, el azar, la hospitalidad, el descanso, la cercanía que produce "pasar" por un sitio desconocido a algo más seguro, que es el fin del viaje. Desde Jorge Manrique hasta Antonio Machado se ha plasmado la imagen del hombre como viajero. Y este blog pretende que nos encontremos, "ligeros de equipaje", en esta parada y fonda virtual, que no virtuosa. Hasta pronto.

domingo, 30 de junio de 2013

REVELACIONES PORTUGUESAS (y III)


Uno de los descubrimientos poéticos fue Sofía de Mello Breyner, aristócrata y católica, que evolucionó desde sus simpatías monárquicas hasta oponerse a la dictadura salazarista y optó por la Revolución de los claveles. Elegida diputada a la Asamblea Constituyente por el Partido Socialista, fue la primera mujer que obtuvo el más importante premio de la literatura lusa: el Camoens (1999) y, en España, el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (2003). Desde una cosmovisión humanista cristiana, su poesía se muestra comprometida con las realidades sociales de su tiempo. Su mirada gira hacia el mar, ámbito del mundo clásico y la búsqueda de la justicia por encima del mundo en que vivimos. Su estilo es austero: "en un poema es preciso que cada palabra sea necesaria. Las palabras no pueden ser decorativas, no pueden servir sólo para ganar tiempo hasta el final del endecasílabo, las palabras tienen que estar ahí porque son absolutamente indispensables."


ANTINOO

Bajo el peso nocturno del cabello
O bajo la luna diurna de tu hombro
Busqué el orden intacto del mundo
La palabra no escuchada

Largamente bajo el fuego o bajo el vidrio
Busqué en tu rostro


La revelación de dioses que no conozco. 



ESCUCHO 

Escucho sin saber si estoy oyendo
El resonar de las planicies del vacío
O la conciencia atenta
Que en los confines del universo
¡Me mira y me descifra

Sólo sé que camino como quien
Es mirado amado y conocido
y por eso en cada gesto pongo
Gravedad y riesgo.


Pero la auténtica revelación poética la tuve cuando Arturo puso en mis manos una antología poética de Fernando Pessoa, del cual no había escuchado ni el nombre hasta ese día. Comencé a leer, impactado y sin descanso, aquellos versos en portugués:


AUTOPSICOGRAFÍA

 El poeta es un fingidor.
Finge tan completamente
Que hasta finge que es dolor
El dolor que de veras siente.

Y quienes leen lo que escribe,
Sienten, en el dolor leído,
No los dos que el poeta vive
Sino aquél que no han tenido.

Y así va por su camino,
Distrayendo a la razón,
Ese tren sin real destino


Que se llama corazón.


Pessoa tuvo una vida bastante gris, la tópica de un funcionario. Sin embargo, no sólo se convirtió en el buque insignia de las vanguardias portuguesas, sino en algo mucho más importante: en uno de los más grandes escritores de la literatura universal del siglo XX. Varias veces escondió su nombre detrás de heterónimos (Alvaro de Campos, Ricardo Reis,  Alberto Caeiros), fenómeno también frecuente en otros poetas del país. Y entre sus numerosos traductores al castellano, figuran Octavio Paz y Angel Crespo.



SI MUERO PRONTO    

Si muero pronto,
Sin poder publicar ningún libro,
Sin ver la cara que tienen mis versos en letras de molde,
Ruego, si se afligen a causa de esto,
Que no se aflijan.
Si ocurre, era lo justo.

Aunque nadie imprima mis versos,
Si fueron bellos, tendrán hermosura.
Y si son bellos, serán publicados:
Las raíces viven soterradas
Pero las flores al aire libre y a la vista.
Así tiene que ser y nadie ha de impedirlo.
Si muero pronto, oigan esto:
No fui sino un niño que jugaba.
Fui idólatra como el sol y el agua,
 Una religión que sólo los hombres ignoran.
Fui feliz porque no pedía nada
Ni nada busqué.
Y no encontré nada
Salvo que la palabra explicación no explica nada.

Mi deseo fue estar al sol o bajo la lluvia.
Al sol cuando había sol,
Cuando llovía bajo la lluvia
(Y nunca de otro modo),
Sentir calor y frío y viento
Y no ir más lejos.

Quise una vez, pensé que me amarían.
No me quisieron.
La única razón del desamor:
Así tenía que ser.

Me consolé en el sol y en la lluvia.

Me senté otra vez a la puerta de mi casa.
El campo, al fin de cuentas, no es tan verde
Para los que son amados como para los que no lo son:
Sentir es distraerse.



La mayor parte de sus obras se publicó una vez fallecido. Pessoa no es un autor: es toda una literatura. Considero su Libro del desasosiego el más completo "corpus poético" que conozco.
Cuando Arturo concluyó que mi viaje poético por los autores de su país ya estaba suficientemente ilustrado, puso en mis manos una antología de poesía brasileña, donde descubrí a nuevos nombres del nuevo mundo, entre los que recuerdo a Carlos Drumnond de Andrade y a Cecilia Meireles. Esta última, forma una santa trinidad femenina, en mi opinión, junto a Gabriela Mistral y a Juana de Ibarbourou. Tiempo después de aquel viaje escuché un bello poema de Ceciclia Meireles, en la voz de Amalia Rodrigues:



Puse mi sueño en un navío,

y el navío sobre el mar;
abrí el mar con las dos manos
y lo hice naufragar.

Tengo las manos mojadas

de azul y olas entreabiertas.
El color fluye entre mis dedos
tiñendo las arenas desiertas.

El viento vino de lejos,

la noche se curvó de frío.
Bajo el agua va muriendo
mi sueño en su navío.

Lloraré sólo lo necesario

para hacerla mar crecer;
el navío se irá al fondo,
con mi sueño a desaparecer.

Luego será todo perfecto:

playa lisa, aguas calmadas.
Mis ojos secos como piedras,
y mis dos manos destrozadas.


Otro día, con toda humildad, Arturo comenzó a regalarme libros suyos, todos dedicados. Dos de sus obras: As muralhas da Sortelha / A sacra pastoricia, fueron editadas en un solo volumen, unidas por su contracubierta y, por tanto, al revés. Dos títulos complementarios: uno, donde se evoca un pasado histórico y glorioso. El otro, la visión trascendente de una vivencia junto a pastores de la montaña. Su libro Salmos & Oraçoes, que había sido publicado en francés como La Torche (=La antorcha), y prologado por el hispanista francés Jean Cassou, venía a ser el breviario existencial, religioso, casi místico del poeta. Me entretuve en traducirlo al español y por alguna carpeta mía debe de andar aún el mecanoscrito.
Con la ausencia de luz eléctrica en aquel caserón, las veladas nocturnas eran casi inexistentes. Nos retirábamos pronto. Por eso, yo pasaba en la cama, sin conciliar el sueño, bastante rato. No me importaba escuchar el ladrido de un perro en la finca, el chillido de algún murciélago, el aullido lejano de un lobo por los montes cercanos. Una noche me desperté y pude escuchar unos ayes o quejidos muy tenues pero ciertamente próximos, que venían de la habitación contigua a la mía. Me extrañó porque, teóricamente, nadie vivía en ella. O al menos, Arturo no me la había nombrado cuando me indicó que, dos puertas más allá estaba la habitación de Diamantina y, tras volver la esquina, estaba la suya propia. Cuando me levanté por la mañana, aprovechando que los dos estaban fuera de la casa, intenté inútilmente abrir la puerta. Estaba cerrada con llave. No dije nada y aguardé a la noche siguiente, pero ya sin pegar ojo. Efectivamente, a un tiempo que yo calculé en una hora, volví a escuchar lo mismo. Como si un ser humano, pero no un niño, ¿quizá una mujer? se quejara procurando no ser escuchado. Me entró un miedo pavoroso. Y el miedo es ingobernable, ilógico, incontrolable, especialmente de noche. Me levanté y cerré con llave mi puerta, no fuese que la abuela de Arturo (muerta treinta años atrás) hubiera cambiado la mata de dalias, donde su nieto decía verla, por mi habitación. Decidí que el tiempo de volver a España había llegado o que llegase cuanto antes. Pero, ¿cómo hacerlo sin parecer descortés o asustado?
Una mañana, al bajar al desayuno en el jardín, encontré el ambiente de la casa algo alborotado. Las empleadas domésticas limpiaban alfombras, ventanales, muebles, dirigidas por una Diamantina absolutamente nerviosa. Arturo iba de un lado para otro, también inquieto, ordenando rematar mejor el brillo de un dorado o dónde colocar jarrones con flores. "Mi madre viene mañana a almorzar", me dijo. Desconozco cómo llegó el aviso (¿por paloma mensajera?), pero llegó. Por indicación de Arturo, me vestí de traje y corbata, como él. Y efectivamente, a media mañana del día siguiente se detuvo un automóvil negro hasta abrirse los portones. Entró majestuosamente, se detuvo, bajó un chófer negro y uniformado, y abrió la puerta trasera quitándose la gorra. Doña Mariana, así se llamaba la matriarca, descendió erguida, miró en torno, dio un par de besos a su hijo y, en nuestra presentación, me tendió su mano enguantada, que yo estreché haciendo una leve inclinación de cabeza. Doña Mariana vestía un traje de chaqueta de seda negro y lucía sobre el cabello plateado recogido en moño, un tocado  de gasa muy discreto. Componía una figura anticuada bajando de un coche anticuado pero el conjunto resultaba de una enorme dignidad. Todo, salvo el joven y exótico conductor, resultaba como de la posguerra española. Era una mujer culta, hablaba español (aparte de otros idiomas) con cierta soltura. Me preguntó muchas cosas sobre El Escorial, que ella había visitado. Aunque no gesticulaba ni su rostro expresaba interés o sorpresas, pronto descubrí que yo le causaba una muy buena impresión. Y entonces se me encendió la luz. Dejé caer que yo debería regresar a España en uno o dos días, pues se acercaba el cumpleaños de mi madre y quería acompañarla. Mi mentira piadosa causó un efecto excelente en doña Mariana, quien apoyó mi idea. Incluso sugirió que podría adelantar ese regreso para que, tras dejarla en su casa ese mismo día, el conductor me llevara hasta Salamanca y allí yo pudiera tomar el tren. Acepté de inmediato, ante el desconsuelo de mi anfitrión y mientras su madre reposaba en un sofá del despacho tras el almuerzo, hice rápidamente mi maleta que Castro Faztudo (original apellido el del mecánico) la bajó y la introdujo en el coche. Arturo me preparó una bolsa de libros, incluyendo unos bellísimos dibujos a tinta, realizados por él y que estarán en alguna de mis muchas carpetas  conservadas en el pueblo.
Me despedí de Arturo, de Diamantina, de las empleadas, que me decían adiós en la puerta con leves inclinaciones de cabeza y partimos en aquel automóvil, un Ford antiguo, tapizado por dentro en cuero granate un tanto deteriorado. A unos treinta kilómetros llegamos a casa de doña Mariana, donde ella bajó y al despedirnos, me dijo: "que Castro le lleve a Salamanca o al Escorial, si gusta. Le doy dos o tres días de permiso. Y usted, vuelva cuando quiera." De nuevo en carretera, Castro y yo decidimos quedarnos en Salamanca un par de días y que él conociera esa espléndida ciudad.
Al cabo de un par de años, Arturo y Diamantina se trasladaron a la calle Brieva, de Ávila, donde fui a visitarlos. Él dibujaba miniaturas maravillosas, que expuso en una sala de la ciudad. Me explicó que había legado la finca del Paço a su hijo Federico, quien inmediatamente instaló la luz eléctrica. Arturo y yo discutíamos mucho sobre política y religión. Me decía, riéndose: "Te veo de un progresismo descabellado". Sobre la Unión Europea, ya me confesó entonces: "Portugal y España se ufanan de pertenecer a un reino de taifas que, algún día, será un cadáver enterrado por China". Y yo me reía mucho.


sábado, 15 de junio de 2013

REVELACIONES PORTUGUESAS (II)



Llegamos a la heredad de Arturo, a unos tres kilómetros de Paço de Sousa, en un taxi. Era poco antes del mediodía y nos esperaban con el almuerzo preparado. Desconozco cómo mi amigo les avisó porque en este lugar tan apartado no había teléfono. Se accedía a la finca por un camino lateral desde una carretera secundaria, hasta un enorme portón. El taxi nos dejó allí mismo. En un rincón de la entrada al primer patio, se veía un antiguo landó, recuerdo de una época pretérita, y que sería nuestro cercano testigo de los desayunos al aire libre cada mañana. El caserón formaba un ángulo recto en cuyo vértice se levantaba un enorme torreón de piedra con almenas. Los dos lados del ángulo, construidos muy posteriormente y enjalbegados en blanco impoluto, lo formaban dos pabellones. Uno, el principal, daba a los salones de la planta baja, incluidos el despacho y la biblioteca de Arturo. El otro era donde se ubicaban la cocina y la vivienda de los sirvientes y "finqueiros", hombres y mujeres vestidos con trajes de faenas agrícolas y ellas, de negro con pañuelo a la cabeza, con los que nunca hablé. Subimos las escaleras de la entrada como si nos rindieran honores los grandes tiestos de hortensias que adornaban los extremos de cada escalón. Allí mismo me contó Arturo que cierta anciana aristocrática, amiga de su madre, le visitó una vez. Y cuando se preparaban a bajar la escalera, ella comentaba lo bonito del paisaje con frases muy poéticas. Nadie sabe cómo resbaló y cayó rodando escaleras abajo, arrastrando varios tiestos.
La gobernanta dio instrucciones para que se ocuparan de nuestras maletas. Se trataba de una mujer en torno a los cincuenta años y un rostro enigmático, de color cobrizo, peinada con moño. Inmediatamente me recordó al famoso "Toro Sentado", el líder de los indios siux. Pero la expresión de su cara cobraba una leve dulzura dosificada que se hacía más visible cuando hablaba al "patrón", tal como ella llamaba a Arturo. Diamantina, ese era su nombre, lo idolatraba, quizá lo amaba platónicamente en silencio. Nos sirvieron el almuerzo en el comedor, una amplia habitación que, según calculé, ocupaba todo el piso bajo del torreón. Cuatro columnas de piedra parecían hacer guardia a la mesa toda de granito, apta para seis cubiertos, y  cuyo tablero se cubría con una losa de mármol negro brillante. Nos sentamos a comer, él en un extremo y yo en el otro, como si lo hiciéramos sobre un catafalco. A mi derecha y a mi izquierda podía ver dos armaduras antiguas, rogando al cielo que dentro no encerraran los esqueletos de ningún antepasado del barón de Ansede. No había nadie más de la familia de Arturo en la casa. Sus dos hijos estudiaban lejos, tal vez en Porto o en Coimbra. Tampoco recuerdo si su esposa había fallecido o estaban divorciados. Sus padres, los marqueses de Lambert, vivían en la región, en una casa enorme de piedra tapizada por hiedra, según la foto que me enseñó.
Pronto me comentó mi anfitrión que no había querido instalar corriente eléctrica. Sin teléfono y sin electricidad, me comencé a imaginar por la noche con candelabros, quinqués, y palmatorias. Todo un logro de ambientación. Mientras no tuviéramos que recurrir a las antorchas...
Tras una breve siesta, tomamos el té en el despacho-biblioteca de Arturo y, seguidamente, salimos a dar un paseo por la finca. El camino nos llevaba hacia una ermita rodeados de toda clase de árboles y plantas. Arturo se detuvo ante una gran mata de dalias.
- Aquí me encuentro muchas veces con mi abuela, me comentó.
- ¡Ah!, ¿es que ella vive también aquí?
- No, no. Ella murió hace treinta años.
Lo dijo con tanta naturalidad, y me quedé tan sorprendido, que ya no me atreví a preguntar nada más. Por lo visto, lo que a mí me parecía insólito, para él era lo más natural del mundo.
Al atardecer, Arturo bajó a la zona del servicio para rezar el rosario con los "finqueiros".
La calma, el silencio, la tranquilidad de aquel espacio hubieran llevado indefectiblemente al aburrimiento si no fuera porque la conversación y la biblioteca de Arturo eran variadas e inagotables. Me refirió sus viajes a Formosa, en Asia, y su asistencia a bienales poéticas en Bélgica. Me iba mostrando libros de poetas portugueses, muchos de ellos dedicados, seleccionando los más interesantes para que les echara un vistazo. Yo aproveché durante aquellos días para leerlos y, así, descubrí textos de una grande e inesperada belleza, nombres hasta entonces desconocidos por mí: Eugenio de Andrade, también traductor de García Lorca al portugués ("Ser joven no es fácil. Algunos me buscan para que les dé certezas, y yo no tengo ninguna ni siquiera para uso personal. Por eso no dejo de decirles que la única cosa en que estoy interesado es en perturbarlos. La poesía es subversión, y esta pasa por el cuerpo, naturalmente"):


"Ahora vivo más cerca del sol, los amigos
no saben el camino: es bueno
ser así de nadie
en las altas ramas, hermano
del canto exento de algún ave
de paso, reflejo de un reflejo,
contemporáneo
de cualquier mirada desprevenida,
solamente este ir y venir con las mareas,
ardor hecho de olvido,
polvo dulce a la flor de la espuma,
eso apenas."

Miguel Torga cuya vida (sirviente, seminarista, médico, escritor) es tan variada como su propia obra (novelista, articulista y poeta), sufrió persecución y cárcel por parte del régimen de Salazar, a causa de su obra La creación del mundo (1939), donde refería un viaje por la España guerra-civilista. En sus Diarios desfilan casi todas las personalidades políticas, religiosas, literarias del siglo XX. Era un admirador incondicional de Unamuno. Un iberista moderado: "Soy un portugués hispánico. Nací en una aldea trasmontana, pero respiro todo el aire peninsular... Celoso de mi patria cívica, de su independencia, de su historia, de su singularidad cultural, me gusta, sin embargo, sentirme gallego, castellano, andaluz, catalán, vasco".  Arturo me obsequió su libro Bichos, que aún conservo en algún lugar de mi dispersa biblioteca. José Regio, cuya lírica me cautivó por su lucha entre contrarios, su equilibrio desequilibrado entre Dios y el Diablo, entre los demás y él mismo. Fue un poeta en la estela de Pessoa pero no un seguidor. Su voz suena única en ese segundo modernismo portugués que tanto aportó:

—«¿Dónde hay una doctrina

que pueda poner de acuerdo
toda mi propia grandeza
con toda mi desgracia?

¿Qué Dios humano me dirá esa parábola divina?

¿Quién me hará ese milagro?
¿Quién me abrirá esa puerta?

¡Sea quien fuere,
(Dios o Satán, poco importa)
quiero llamarle mi señor,
abrazarme a sus pies como un esclavo!»

Pero en vano
lanzo al silencio mi pregón,
lo arrojo a la multitud que pasa:

—«¿Dónde hay una doctrina
que pueda poner de acuerdo
toda mi propia grandeza
con toda mi desgracia?»

Mario de Sá-Carneiro, el gran amigo de Fernando Pessoa (su introductor en los círculos literarios), quien a pesar de suicidarse a los veintiséis años en París, dejó una obra interesantísima como narrador, poeta y corresponsal de su mentor.

Y más y más nombres: José Regio, Guerra Junqueiro y tantos otros que ahora no me vuelven a la memoria. Poco a poco me iba acostumbrando  a leer en una lengua, que ni siquiera ahora domino, a unos escritores, hermanos y paralelos de la literatura gallega, y primos del resto de los peninsulares. Con razón, a la poesía portuguesa del siglo XX se la considera, con razón, el Siglo de Oro portugués. Un catálogo aún más numeroso que nuestros poetas del 27, pero lamentablemente poco conocido aún (salvo excepciones) en nuestro país.





lunes, 10 de junio de 2013

REVELACIONES PORTUGUESAS (I)


Nos conocimos por azar en la Real Biblioteca del Escorial. A primera vista me pareció un tipo bastante cursi y relamido en su forma de hablar, de vestir y hasta en su nombre: Arthur Lambert da Fonseca, barón de Ansede y, como su nombre indica, portugués por los cuatro costados. Yo era un joven aficionado a escribir y él ya había publicado varios libros, según fui descubriendo, de poesía y de relatos fantásticos. Me invitó a ir a su casa en tierras lusitanas y acepté encantado: Salamanca, Oporto, Amarante... En esta pintoresca y pequeña ciudad, bañada por el río Támega, nos detuvimos un par de días, alojados en el caserón de la familia de Joaquim Pereira Teixeira de Vasconcelos (1877-1952), poeta más conocido por su seudónimo literario Teixeira de Pascoais o, simplemente, por "Pascoais". En la casa aún vivían una hermana anciana y dos sobrinas maduras que tributaban a la memoria del escritor un culto reverencial.  Una de éstas, María Manuel, decía ser lejana descendiente del infante español don Juan Manuel, conocido por sus escritos, sus amplias posesiones y su mal genio. No sé si será verdad, dada la tendencia de los portugueses a las genealogías enredadas como hiedras y hasta inventadas como códices medievales, pero siempre rimbombantes. Mi primera sorpresa fue cuando la hermana (creo recordar que se llamaba Amelia) me llevó a mi habitación y, al mostrarme la cama con baldaquino, musitó: "Es la habitación que ocupaba don Miguel cuando nos visitaba". Don Miguel no era otro que Unamuno. Y me corrió un escalofrío pensando que su espíritu se me podía aparecer en plena noche reclamando su lecho. El espejo ovalado y enorme, pero torcido, colgado en la pared, me produjo una sensación inquietante. Cenamos en la terraza cubierta con una pérgola trenzada de enredaderas, dama de noche y jazmines, que daba al jardín, atendidos por una doncella con guantes algo deteriorados y nos acariciaba las piernas con sus roces un perro cojo con tres patas. Tras la cena, tomamos el té en un salón contiguo con cortinajes de terciopelo granate que parecían ir a desplomarse sobre nuestras cabezas de un momento a otro. La misma camarera nos sirvió la infusión destilada en una tetera extrañísima con aspecto de samovar ruso. Todo en aquella casa parecía como de otra época, incluso la conversación, que versaba sobre los males que había traído la revolución de los claveles hacía ya diez años. No era preciso ser un lince para deducir que aquellas personas pertenecían a una especie de aristocracia rural venida a menos y que seguían viviendo en otro tiempo. Parece ser que, hoy día, la casa está mejor conservada que cuando yo la visité. Así podemos ver en la foto que ilustra este apunte. Al día siguiente, acudió un amigo de la familia: el conde Taroca. Se trataba de un hombre bien parecido, de mediana edad, que se ayudaba en su notoria cojera con dos muletas. Hablaba un español perfecto y me contó, entre otras muchas cosas, que era primo de Cayetana de Alba. Se ofreció a darme una vuelta en su coche por los alrededores, invitación que no pude declinar y me senté a su lado en aquel automóvil blanco, de marca SAAB,  con todos los mandos en el volante, dispuesto al riesgo. Y el riesgo nos llevó por carreteras de sierras entre pinos y curvas, encomendándome a todos los santos en mi fuero interno. De dicha peripecia sin mayores incidentes, "Çeca" (diminutivo de José María, su nombre), me llevó a visitar la finca y mansión de un amigo suyo cosechero de vino. Fue la primera vez que vi las vides suspendidas en alto y recuerdo los ojos más verdes que he visto en mi vida. Sería de tanto contemplar viñas y uvas. De allí, mi amable conductor me condujo de nuevo a la ciudad, para recorrer el Museo de Amadeo de Souza Cardoso, pintor vanguardista nativo de allí, muerto a los treinta años de edad, que dejó una valorada obra vanguardista. Sin esa prematura muerte, habría sido el Picasso portugués. El museo, instalado en un antiguo convento de dominicos, me lo enseñó su propio director. Y al término de la visita me obsequió con una medalla de bronce, grande y pesada, conmemorativa del pintor y que aún conservo. Al almuerzo nos acompañó la poetisa Maria Eulalia de Macedo ("Lalinha" la llamaban), quien muy amablemente me regaló un libro suyo dedicado. Supe después que murió nonagenaria hace pocos años. Se había relacionado con los grandes autores lusitanos y conoció personalmente -¡cómo no!-, a "don Miguel", al cual mencionaban como si fuera a aparecer de un momento a otro. En uno de nuestros ratos a solas en aquel jardín de la familia, Arturo me comentó que otra sobrina del poeta, experta en la obra de su tío, fue invitada a dar una conferencia en la Sociedad Geográfica de Lisboa sobre él, y la buena señora se quedó dormida mientras leía sus folios. El público,  en un gesto delicado y conmovedor, fue abandonando la sala de puntillas y en silencio para no despertarla, dejándola a la atención de un bedel. A mí, a esas alturas, todo me parecía como de película de Visconti rodada por Almodóvar.
Antes de abandonar Amarante, Arturo, Maria Manuel y yo fuimos en coche a la finca de la familia Vasconcelos, que además de ser extensa, tenía una enorme mansión blanca con doble escalinata de piedra, material que igualmente enmarcaba puertas, ventanas y adornos sobre el tejado. El poeta "Pascoaes" pasaba aquí largas temporadas, atendido por un joven matrimonio de caseros. En un enorme salón-cocina con chimenea observé un hueco en el suelo, del tamaño de una persona. María Manuel me aclaró:
- Aquí se bañaba mi tío.
Y salió un momento del salón.
Al ver mi cara de perplejidad, Arturo me comentó por lo bajo:
-"Pascoaes" tenía una relación, diríamos que polivalente, con el matrimonio de caseros.
No pregunté en qué consistía exactamente esa polivalencia. María Manuel volvió con una caja de latón bastante grande y de donde yo pensaba que sacaría magdalenas, mantecados, rosquillas o cualquier cochura casera, me fue mostrando un buen número de cartas manuscritas e inéditas, cada una en su sobre, dirigidas a su tío por Unamuno, Ortega y Gasset, Ramón Pérez de Ayala, Joan Maragall, así como de muchos escritores portugueses. Aquello era un tesoro que, según he visto después buscando en las redes, los investigadores han ido publicando.
Y al día siguiente, después de los protocolarios agradecimientos y cortesías, Arturo y yo partimos en un taxi hacia su casa, en las cercanías de Paço de Sousa.