SAMARKANDA

SAMARKANDA
Bienvenido al karavansar. No por casualidad he llamado así a mi blog, puesto que en alguna lengua de Oriente se llama de este modo a la posada, la pensión, la fonda, donde descansar antes de seguir el camino. Decir que la vida es un tránsito no es descubrir América (que también se hizo en un tránsito, pero por mar), pues ya muchos autores lo expresaron. Pero sí quiero señalar la provisionalidad, el azar, la hospitalidad, el descanso, la cercanía que produce "pasar" por un sitio desconocido a algo más seguro, que es el fin del viaje. Desde Jorge Manrique hasta Antonio Machado se ha plasmado la imagen del hombre como viajero. Y este blog pretende que nos encontremos, "ligeros de equipaje", en esta parada y fonda virtual, que no virtuosa. Hasta pronto.

viernes, 30 de diciembre de 2016

PRESENTACIÓN DE "LA UVA NÚMERO TRECE"

Este relato apareció por primera vez en la revista "BUEN HUMOR" en los últimos días del año 1923. José López Rubio contaba veinte años justos cumplidos el día 13 de diciembre. Se trata, pues, de un relato muy juvenil en la misma línea que había firmado otros en dicha publicación como colaborador. En su calidad de secretario de redacción, abrió las puertas a sus nuevos amigos Edgar Neville y Enrique Jardiel Poncela, al tiempo que conocía a dos dibujantes extraordinarios: TONO (Antonio de Lara) y Miguel Mihura, quien con el tiempo se decantaría hacia sus propias revistas ("LA AMETRALLADORA" y "LA CODORNIZ"). La revista y las tertulias lo pusieron en contacto con otro gran nombre, Ramón Gómez de la Serna, amplio paraguas vanguardista bajo el que se cobijaron los jóvenes autores en sus inicios, influencia que se advierte en imágenes, metáforas, situaciones insólitas de sus primeros escritos, personajes de un mundo no visible...
   Aquellos primeros cuentos del joven narrador iban ilustrados por los mejores dibujantes no sólo de la revista, sino del momento: por Paco López Rubio (hermano mayor del joven escritor), Bartolozzi, Barradas, Sileno, K-Hito, Bagaría, Barbero, Xaudaró, Sancha, Tovar, Díaz Antón, Robledano, Sirio, Bon, Pellicer, TONO, Areuger, Alonso (autor de las correspondientes a este cuento), Aristo Téllez, Ramírez y Basilio. 
                                         (Fotografía de José López Rubio, en Madrid, 1924)
Al año siguiente, es decir, en 1924, José López Rubio reunió veintiuno (¿tal vez por la cifra de su edad?), en un volumen que tituló CUENTOS INVEROSÍMILES, que nos evoca siempre el de Gómez de la Serna, EL DOCTOR INVEROSÍMIL (1914). Apareció este primer libro suyo en el sello Rafael Caro Raggio, editor casado con Carmen Baroja, cuñado de Pío y Ricardo y padre del futuro historiador Julio Caro Baroja. También con Caro Raggio publicaría su segundo libro, en este caso novela, ROQUE SIX. La relación de López Rubio con los Baroja se consolidó con su participación en el grupo teatral que ellos crearon con el nombre de "EL MIRLO BLANCO". Con ellos representó DON JUAN TENORIO, función en la cual el papel de Brígida lo desempeñó nada menos que Valle-Inclán, y los primeros textos teatrales del jovencito Edgar Neville.
    CUENTOS INVEROSÍMILES volvió a aparecer en 2007 en MENOSCUARTO EDICIONES, con un amplio prólogo de Fernando Valls. Al celebrarse el centenario del nacimiento del autor, en 2003, el ayuntamiento de Motril, su ciudad natal, me pidió un texto suyo, y yo elegí este por tratarse precisamente del mes de diciembre. Y fue editado en un folleto por la corporación municipal. Un texto estupendo para felicitar el nuevo año, tomándolo en el enlace
   http://joselopezrubio.blogspot.com.es/2016/12/la-uva-numero-trece.html

miércoles, 14 de diciembre de 2016

UNA POSADA DEL MADRID ETERNO



Los mesones y posadas han mantenido constante relación con nuestras letras. No es preciso gran esfuerzo para recordar numerosos alojamientos de novelas y comedias. Desde el Quijote hasta la deliciosa comedia Alesio, de García May, pasando por El sí de las niñas moratiniano (sin olvidar algunas zarzuelas), las posadas españolas han sido precedentes ilustres, y bastante desenvueltos, de los moteles de carretera actuales. Por ceñirnos al repertorio de los corrales, en los fondos de la Biblioteca Nacional pueden encontrarse más de veinte títulos parecidos a estos: Lo que pasa en un mesón, La hija del mesonero, La casa de posadas, Posadas de Madrid, Venta y ventero en una pieza, Fonda del Escorial, La posadera chasqueada, La posadera y el arriero, El soldado tullido y la posadera, etc., etc.




   La posada del Arenal se ambienta en un hospedaje madrileño del siglo XVII, "época de contradicción -escriben los autores en la nota previa-, entre los sueños imperiales de la España heroica y guerrera y la mísera realidad de hambre y desengaño que padece el pueblo". No obstante, la comedia carece del pesimismo que tal aviso podría despertar al que leyere, no al que la contemplare, porque los ingenios que firman la obra, han interpretado el tema de la codicia humana en clave de disparatado y divertido juguete. Don Lope, dueño de la posada, es también custodio de la fortuna de un amigo fallecido, cuyo testamento exige la boda de Francisco, hijo del difunto, con Casilda, su prometida, para que ambos puedan recibir la herencia en calidad de dote matrimonial. Pero uno y otra tienen sus respectivos amantes en la bella Beatriz y el estudiante Mateo. Y cada uno de los cuatro jóvenes acude a la posada por distintos modos y vías, aunque coincidentes en el deseo de hacerse con el baúl de los tesoros, que don Lope guarda celosamente en su aposento. Y es que el posadero no está dispuesto a perder lo que considera suyo, para lo cual pide el concurso de Petra y Luzmán, el matrimonio que le sirve, con el fin de impedir el casamiento del heredero. El avispado Luzmán contrata a Zósimo, un famoso delincuente, para que quite de en medio a Francisco, sin suponer que el truhán ya se ha vendido al mejor postor. Una suerte de azares, engaños y tretas se suceden vertiginosamente. Una mujer se disfraza de hombre y un hombre se viste de mujer, vivos que simulan muertos y vivos que se parecen entre sí, baúles distintos pero semejantes, una soltera que finge ser viuda, un matarife que, en realidad, es un simple fanfarrón y, como guinda, una criada que se deja bañar por una señora que es un hombre. De todos estos alguaciles alguacilados se burla el poderoso caballero don dinero, viéndoles correr tras un arca volátil hasta las mismas orillas del Manzanares.

   Cierto es que los autores no precisaban el siglo XVII para escribir una obra sobre el desmedido afán de lucro o sobre pasiones amorosas desatadas. La España de hoy, vista por un diablo cojuelo, aporta sobrados temas de ambos asuntos. Lo que ellos han pretendido es, más bien, un homenaje a la comedia áurea con sus tipos, pasiones, comportamientos y lenguaje. Conscientes del efecto hilarante que aún provoca la comedia antigua en los espectadores y de la crisis que afecta a nuestro teatro cómico (y al no cómico, obviamente), parece inspirarles un efecto de nostalgia, casi elegíaca, por aquel tiempo perdido. Ese sentimiento de amorosa veneración por el teatro cristalizó en la colaboración entre un profesor de Literatura, autor de numerosos libros y piezas teatrales (Eduardo Galán) y un joven actor que conoce los ritmos del diálogo y el zapateo de los escenarios (Javier Garcimartín). Juntos se habían documentado sobre el siglo XVII para otra obra anterior, La sombra del poder, inspirada en el conde de Villamediana, con la que ganaron el accésit del Premio Calderón de la Barca en 1989. Por ello, en La posada del Arenal algo se respira de La Celestina, del Lazarillo, de Quevedo, de Lope, del Calderón menos filosófico.

   Esta comedia que aquí véis enseña a comprender nuestra comedia lopesca, valor didáctico que Galán ha enfatizado en alguna ocasión, con más brillantez que nuestra clases de Literatura, pero también enseña a reir con los trucos siempre antiguos y siempre nuevos del teatro y del cine de humor, desde la comedia del arte hasta Woody Allen: acrobacias, trampas, dobles sentidos, alusiones a nuestro tiempo, tipos humanos, ingeniosidades..., Luzmán, esa mezcla de arlequín y figura del donaire, el viejo verde don Lope, el fantasmón Zósimo, la liberal y pragmática Petra, las trotamundos Beatriz y Casilda... todos nos resultan más próximos que nuestros propios abuelos.



   El 7 de julio de 1993, el diario EL PAÍS comentaba el estreno de la obra en la Plaza del Rollo, junto a la Casa de la Villa de Madrid, añadiendo: "La presentación de este espectáculo que se estrenará hoy, uno de los programados dentro de Los Veranos de la Villa, estuvo anoche amenizada por la breve disertación del profesor José María Torrijos sobre el Madrid de los corrales de comedia y La posada del Arenal, por canciones españolas para chelo, guitarra, y flauta y por música de los siglos XVII y XVIII interpretada por el dúo Aerófonos. Entre numeroso público, asistieron a la presentación Amparo Larrañaga, Millán (Martes y Trece), José Luis López Vázquez, Manuel Galiano, Carlos Hipólito, María Luisa Ponte y Juanjo Menéndez, entre otros."
   La posada del Arenal ha cumplido con creces su destino: divertir al público, según lo avala su largo y exitoso itinerario por diferentes coliseos de toda España. También por escuelas, facultades, colegios mayores, como así sucedió en 2011 en el escenario del Colegio Mayor Elías Ahúja (donde años antes tuvo lugar el estreno mundial de La amiga del rey, de Eduardo Galán) Desde la noche de su estreno, el 16 de febrero de 1990, coincidieron tres augurios favorables a La amiga del rey: ser estrenada en el Teatro Cervantes de Alcalá de Henares, ser interpretada y dirigida por Fernando Rojas, cuyo nombre y apellidos ya traen evocaciones clásicas pero que interpretó un Luzmán inolvidable, y porque los autores no olvidan aquel consejo de Lope de Vega en El Rey don Pedro en Madrid:



              "Sabed al pueblo agradar

              y con eso acertaréis".




sábado, 3 de diciembre de 2016

RECUERDO DE LUIS HERNÁNDEZ

Hoy recupero el texto que escribí cuando falleció este compañero y amigo.



LUIS HERNANDEZ: LIBER USUALIS, “FINALE MODERATO”
Cuando el papel en blanco nos evoca un lienzo mortuorio, el escritor no tiene ganas de escribir. Y cuando el folio en blanco se prepara para envolver a un amigo, a recordar a alguien querido y admirado, menos todavía. Harían falta muchos ríos de tinta negra (que no van a dar en la mar sino en la imprenta) para dibujar letras que contaran y notas musicales que cantaran al amigo que se fue. Y, como dice la copla, “algo se muere en el alma/cuando un amigo se va”. En mi última visita a Luis Hernández, que yo consideraba en mi corazón como despedida, le dije que venía recordando en el coche tantas anécdotas suyas que yo había presenciado. Y me respondió con una sonrisa: “Qué barbaridad; esto parece una necrológica”. Me quedé mudo. Y hoy sigo mudo frente a este documento Word en blanco, vacío de palabras, helado por la pena.
Conocí a Luis Hernández como mi profesor de música en aquellos fríos inviernos de Salamanca. Nos hacía ensayar gregoriano y polifonía con minuciosidad exasperante. Se sulfuraba por un do sostenido convertido en re bemol en nuestras inexpertas gargantas. Quedamos exhaustos pero vencedores de un concurso musical con aquel Stabat mater dificilísimo, interpretado en el convento de la Purísima, ante una Inmaculada de Ribera, que a estas horas (si es que en la eternidad se cuentan horas) habrá envuelto a Luis Hernández en su manto azul.
En aquellos años formativos, yo era el delegado de teatro del seminario y tuve la oportunidad de colaborar con Luis en un espectáculo que resultó bellísimo. Él seleccionó varias canciones populares salmantinas y  yo las engarcé en un texto dialogado a modo de opereta, que interpretaron las mejores voces y actores de seminaristas mayores y menores. Parece que veo aún en el escenario a Luis García, haciendo de afilador, rodeado de un corro de niños saltarines y cantores, la delicada canción de cuna que Gonzalito interpretó desde un palco (ese niño y esa voz prodigiosa que poco después fueron arrebatados a la vida, sumiendo a Luis Hernández casi en una  depresión psicológica), y la canción final La campana grande de la catedral, con todo el elenco en el escenario, para la que habíamos grabado (con un rudimentario magnetófono), aquellas campanadas solemnes del templo salmantino.

Luis Hernández era, como tantos agustinos de su generación, un hombre cabal y cumplidor de sus obligaciones. Lo único que le distinguía de otros era su obsesiva dedicación para cumplirlas con decoro, dedicación y esfuerzo, siempre orientado a una estética elegante y austera. La elegancia no era otra cosa que armonía aprendida en tantas partituras musicales y la austeridad, como quien aprendió a mirar al mundo desde su Escorial de la infancia, ante ese Monasterio imponente y severo, en unos años de la España más estricta. Hasta caminando hacia las aulas, mientras apretaba sus carpetas de clase parecía sumido en esa “música callada y soledad sonora” de quien lleva un rico mundo en su almario.
Al ser erigida como Parroquia de Santa María de la Esperanza la capilla del Colegio Valdeluz, fue nombrado su primer párroco, cumpliendo con espíritu de servicio un cargo difícil, especialmente intramuros de su propia Comunidad. Sorteó incomprensiones, soportó reticencias, navegó por las aguas turbulentas de los primeros años para una parroquia que hoy es honra del conjunto Valdeluz y ejemplo diocesano, al menos en la Vicaría. Todo ello, sin dejar de dar unas clases magistrales de música, haciendo escuchar a los alumnos fragmentos de sinfonías, adagios, coros, todo lo que un alma adolescente puede captar de humano y formativo en el patrimonio musical. Seguro estoy que muchos antiguos alumnos suyos, al saber que Luis ya participa en la coral del cielo, no sólo sentirán nostalgia, sino pena por este desastre de educación secundaria y segundona en que se ha convertido la pedagogía española.
Tras el Capítulo Provincial del verano de 1982 es nombrado Director de la revista L.E.A.(La escuela agustiniana), que asume con esa mirada de resignación con que los grandes hombres obedientes renuncian a mucho de su tiempo libre. El primer número de su etapa lucía en la portada un lienzo de la pintora Pepi Sánchez, a quien Juan López Gajate, el propio Luis Hernández y yo mismo profesábamos admiración y amistad. Esa portada y los primeros balbuceos de sus páginas, ya revelaban el vuelo de alta calidad que Luis le iba a imprimir. Se empapó de técnicas impresoras (maquetación, nombres de tipografías, catálogos de colores, etc.), comenzó un ir y venir, entonces sin Internet, a la imprenta de la calle Argos, cuidando hasta los mínimos detalles de cada página para exasperación de los impresores. Pero a la vez, escribía el editorial, el artículo, la reseña de un libro, el poema espontáneo o de homenaje, la entrevista, realizaba fotos… nada dejaba al azar, como si cada número de L.E.A fuera un soneto. Me sentí honrado de participar en aquel su primer Consejo de Redacción, consejo que no tenía necesidad de reunirse, pues estábamos en constante diálogo sobre la revista: un desayuno, una sobremesa, un recreo entre clases, se convertía en un diálogo de folios, fotos, ideas, maquetaciones. Luis era así. Se tomaba la revista como si fuera el New York Times (broma que Zaragüeta y yo solíamos gastarle).
En 1980 publicó en L. E. A. su primer poema, el espléndido soneto “Tiempo primero”, inspirado en un Concierto de Brandemburgo de J. S. Bach y que a mí me dejó de un aire por su belleza, musicalidad y perfección. Tanto le insistí que siguió escribiendo y publicando en la revista, uno tras otro, mientras compraba libros de poetas contemporáneos hasta reunir una importante colección. Los poemas se hicieron más constantes, como si el trato con la palabra escrita robara un tiempo a la partitura musical. Iban editándose versos hermosos, espléndidos, redondos, delicados, llenos de una sensibilidad poco frecuente, cerrados con el tino de un maestro, mirando al mundo como los poetas saben verlo: en su belleza inaprehensible. Y los reunió en su libro Nudos del viento. El poema es sólo un boceto de lo que el poeta siente. Coplas, décimas, romances, sonetos, versos libres, guirnaldas donde el lector descubre la mano de Dios en la naturaleza, en la bondad profunda del ser humano. Por eso, los dedicados a su hermano Felipe, a sus hermanos agustinos vivos o difuntos (Edelmiro Merino, Vicente Peral, Alfonso García Gómez, a mí mismo) tienen ese aroma de cercanía, esa certera descripción humana y humanística. Por haberlo animado desde el primer endecasílabo, me honró en haber sido testigo y presentador de su libro Nudos del viento (Valdeluz, Madrid, 1990), espléndido poemario por el que desfilan figuras familiares, paisajes, momentos, amistades, hermanos de hábito, viajes, obras de arte… en una raro equilibrio de ternura, fuerza plástica, emoción contenida, sensibilidad pero sin sensiblería. 


La colosal obra de Modesto González Velasco, Autores agustinos de El Escorial (1996), recientemente ampliada en un segundo volumen (2006), recoge un centenar de entradas de obras en prosa, casi treinta de obra poética y varias fotografías. Al repasar los contenidos de tantos escritos, tan variados y siempre certeros, no resulta inadecuado calificar a Luis Hernández como uno de los grandes polígrafos que la Provincia Matritense cuenta en su haber desde la guerra civil hasta nuestros días.
Sería muy difícil resumir la obra de Luis Hernández, y no es el momento de realizarlo en esta breve crónica, pero cabría destacar, en primer término, sus estudios sobre la liturgia y la música en tiempos de los monjes jerónimos de El Escorial, así como del culto divino restaurado con los religiosos agustinos. En este sentido, sus semblanzas varias sobre la figura del P. Samuel Rubio, son pequeñas joyas de su bibliografía. No obstante, numerosas veces se acercó Luis Hernández a la vida y a la historia de la propia Provincia Matritense y de sus religiosos, en lo cual cabe destacar el volumen coordinado por él Los agustinos en el Monasterio del Escorial, 1885-1985, que si bien resulta de desigual interés en los artículos que lo componen, su elaboración fotográfica y maquetación constituyeron, una vez más, un ejemplo de obra primorosamente preparada.

Por ello, al repasar estas notas mal hilvanadas por mi teclado tartamudo de tristeza, siento una enorme vergüenza. Si Luis está leyendo esto desde el cielo (y lo creo capaz), me reprochará el elogio, que siempre consideraba desmedido, y fruncirá el ceño tras las gafas por la escasa calidad de mi retrato, para quien supo sintetizar en una imagen los profundos sentimientos de un corazón hipersensible.