SAMARKANDA

SAMARKANDA
Bienvenido al karavansar. No por casualidad he llamado así a mi blog, puesto que en alguna lengua de Oriente se llama de este modo a la posada, la pensión, la fonda, donde descansar antes de seguir el camino. Decir que la vida es un tránsito no es descubrir América (que también se hizo en un tránsito, pero por mar), pues ya muchos autores lo expresaron. Pero sí quiero señalar la provisionalidad, el azar, la hospitalidad, el descanso, la cercanía que produce "pasar" por un sitio desconocido a algo más seguro, que es el fin del viaje. Desde Jorge Manrique hasta Antonio Machado se ha plasmado la imagen del hombre como viajero. Y este blog pretende que nos encontremos, "ligeros de equipaje", en esta parada y fonda virtual, que no virtuosa. Hasta pronto.

viernes, 23 de noviembre de 2018

EL BALNEARIO DE TOZEUR


Alguien dijo que no es lo mismo ser turista que viajero. Creo que fue Paul Bowles. El primero llega a los sitios, los contempla, los retrata y se va. El segundo llega, se impregna de los ambientes, se interesa por ese mundo, intenta hacerse uno con los nativos, llega hasta los límites de lo desconocido y vuelve distinto. Pero hay un tercer tipo: el fugitivo. Este huye por alguna razón que le impulsa a dejar atrás su vida y construir una nueva identidad, desconectado del origen. Pero el pasado pesa y siempre vuelve.


   En este último grupo habría que situar al protagonista narrador de El balneario de Tozeur (2018), la reciente novela de Ángel Marqués Valverde. Veinte años de matrimonio con Luisa. Una vida corriente y moliente hasta el encuentro con la pasional Olvido, el adulterio por parte de ambos y la trágica muerte de Luisa, de la cual resulta culpable la amante, sumen a José en la depresión hasta que un día decide romper con todo y elegir un destino geográfico, al azar, sobre un mapa del mundo. Unas ochenta páginas previas para justificar al lector el porqué y el adónde de la novela.
Y ese nombre desconocido será el verdadero marco geográfico que da título al libro: Tozeur, la pequeña capital del sur tunecino, en el corazón bereber del mapa, cerca de la frontera argelina y en el paisaje más misterioso del país: el desierto puro y duro, con las olas cambiantes de arena y los oasis, cuyos palmerales, ríos, manantiales, evocan un paraíso perdido, la cercanía del lago salado Chott el Jerid,
donde es muy sencillo contemplar un espejismo (yo mismo quedé estupefacto ante una pequeña ciudad con su arboleda), la vestimenta negra tradicional de sus mujeres, las construcciones ocres  de ladrillos dispuestos en formas geométricas como los diseños de sus alfombras y tapices propios de la artesanía bereber.
No puede tocarle en suerte mejor destino a José para sacarlo de su apatía. Una de sus primeras frases en el aeropuerto de Túnez al policía que lo cachea, dicha en broma, “yo no llevo armas”, suena a premonición, así como la avería del coche que le traslada desde la capital hasta su destino, narrada con precisión de mecánico.


   La estancia de José en Tozeur se convertirá en una tela de araña que lo va envolviendo lentamente con su propia aquiescencia o inconsciencia, su participación activa, sin temor a los riesgos no sólo económicos sino afectivos y vitales. Ni escucha las advertencias del solitario y viejo inglés ni escucha la incomprendida plegaria del almuecín desde el alminar. Tal vez sea el destino de todo extranjero en un país del norte de África, serlo siempre como Monsieur Meursault, de Camus, como los bohemios de Bajo el cielo protector o como el “alter ego” homónimo de Manuel Chirbes en esa pieza maestra que es Mimoun.
Y en la medida en que el balneario local rehabilitado, el amor, la aventura del tráfico de armas se van haciendo presentes, la acción de la novela se precipita a modo de thriller psicológico y cautiva al lector. Siempre sucede algo inesperado, como en un serial de televisión, referido con brío, pasión y altísima calidad descriptiva. Se diría que José va plasmando en palabras lo que él era capaz de diseñar en sus pinturas de arena. Posiblemente el mayor mérito de la novela, en mi opinión, sea tejer la acción con la reflexión del protagonista.
    Este nuevo libro de Ángel Marqués no es una guía para turistas pero sí una obra imprescindible para viajeros, tal vez también para fugitivos. Su lectura resulta amena, atractiva, ágil gracias a su distribución en secuencias breves. El universo de la novela reúne en el paisaje a los cuatro elementos: la tierra, el aire, el agua y, finalmente, el fuego. Cuando las pasiones ardientes se desbordan no queda otra que las llamas borren un pasado pero también purifiquen, antes de escribir un nuevo futuro, como en Cumbres borrascosas.

viernes, 16 de noviembre de 2018

"CERDA", DE JUAN MAIRENA


Las críticas a la Iglesia católica en nuestro país están presentes en todas las artes y abarca siglos y géneros. Unas veces en el propio tema central y otras, accidentalmente en situaciones o personajes episódicos. La lupa, incluso el microscopio, ha observado comportamientos censurables según cada época: el poder político o económico del clero, la avaricia, la soberbia, la hipocresía, la lujuria… En España contamos con nombres señeros en la narrativa desde el XIX (Galdós, Clarín, Pérez de Ayala…), en el ensayo (Azaña), en el cine de Almodóvar (cuyo título Entre tinieblas fue llevado a la escena por Fermín Cabal) y en el teatro de forma más o menos directa con títulos como Electra del propio Galdós, el desgarrador Monólogo del Papa, de Max Aub con un Pontífice que no cree en Dios, Pelo de tormenta, de Francisco Nieva, Columbi lapsus, de Els Joglars, Yo, Satán, esperpento teológico de Antonio Álamo,  y otros nombres que han de quedar fuera en estas pinceladas sin afán de catálogo.


   La elaboración de una obra teatral con el instrumento de la sátira requiere, a mi entender, tres ingredientes: uno, conocimiento del medio para reflejar con cierta verosimilitud ambiente y personajes, incluso su vocabulario; otro, la importancia o la actualidad del tema tratado y, por último, una intención ética, ejemplarizante, aunque el propio autor ni lo exprese ni sea consciente de ello. Digo “ética” y no moral pues el autor puede ser perfectamente ateo, agnóstico o creyente, siempre y cuando sí sea sensible a lo que denuncia. De lo contrario, su obra quedaría en mero panfleto. Por poner un ejemplo, La Regenta es una novela profundamente cristiana, aunque anticlerical, precisamente porque el clero que refleja ha abandonado la nave del evangelio. Independientemente de que Clarín fuera o no un católico convencido.


   Yo no llegé a ver Cerda en escena, la obra de Juan Mairena, que obtuvo reconocimiento de público y de crítica desde su estreno en La Casa de la Portera, de Madrid, el 4 de julio de 2013, bajo dirección del propio autor. La he conocido a través de su texto editado por Antígona dos años más tarde.
   A través de medios de comunicación, por denuncias e investigaciones, hemos conocido cómo fueron sustraídos bebés recién nacidos a sus madres a quienes hacían creer que su hijo había nacido muerto. La operación tenía como fin dar esos bebés (gratuita o mediante pagos) a familias. Y tal mercadeo clandestino era llevado a cabo por médicos y enfermeras (seglares y religiosas) de modo anónimo e impune en varios países, especialmente en los años posteriores a la guerra civil hasta bien entrados los años ochenta por lo que a España se refiere. El escándalo ha sido mayor al demostrarse como participantes en él a monjas, alguna ya fallecida. El fenómeno es tan insólito y condenable que se prestaría a escribir un guión en forma de drama. Algo similar a lo realizado por John Pielmeyer en su obra Agnus Dei.

   Juan Mairena, en cambio, realiza un difícil ejercicio de parodia llevado al límite. Cerda se desarrolla en el convento italiano del Santo Membrillo donde una comunidad de excéntricas religiosas (sólo llegamos a conocer a cuatro de ellas) conviven entre sus insólitos ritos, sus extravagantes personalidades, sus vicios inconfesables y sus desvariados caprichos, bajo la férrea autoridad de Sor Leona, la priora. Todo un muestrario de neurosis dignas del más acreditado psiquiatra. Si alguna vez fueron niñas inocentes, esa vida de reclusión y paranoia las convirtió en lo que son: “Tal vez una vez lo fuimos. A veces… durante la noche… me despertaba un llanto. ¡No! Un aullido. Era el grito de los inocentes. Santos inocentes. Arrancados de los brazos de sus madres y abandonados a su suerte.” Son mujeres secuestradas en el “castillo de irás y no volverás” cuya única evasión, si así puede llamarse, son sus mitos musicales (Madonna, Renato Carsone, Mina…) o del cine (Bette Davis, Al Pacino). Ni el suicidio (Sor Bette) ni ser un hombre atrapado en cuerpo de mujer (Sor Cosetta) puede liberar a esos seres errantes del conflicto cernudiano entre realidad y deseo, al que apunta Sabrina hacia el final de la obra.

    En mi opinión, Cerda está llevada por su autor al terreno del absurdo en las situaciones y el lenguaje, a propósito para evitar el tratamiento naturalista del fenómeno, que habría generado un drama. En cambio, opta por deconstruir la realidad y darle un tratamiento carnavalesco, en el sentido que estudió Mijail Bajtín. Al elevarla a la zona del surrealismo con un humor aún más disparatado que el del propio Mihura, consigue el efecto doble: la condena de los secuestros reales de niños sin servir de indignación a nadie que tenga un sentimiento religioso sincero y serio. Esas monjas sólo representan, distorsionadas, a quienes cometieron delitos contra  mujeres indefensas. Un dificilísimo equilibrio que sólo se logra cuando se manejan el teatro, la cultura y el lenguaje con una muy habilidosa maestría. Obra brillante cuyo comentario más completo, que suscribo, es el prólogo de Miguel Pérez Valiente al libro. Yo no alcanzo a ir más allá.

viernes, 2 de noviembre de 2018

NUNCA ES TARDE PARA ÁNGEL MARQUÉS


Cuando al cabo de los años, uno se reencuentra con un antiguo alumno que, además ha publicado dos novelas, se siente alegría y satisfacción. No todos mis antiguos estudiantes son ingenieros o abogados. A Ángel Marqués Valverde no lo había vuelto a ver desde que él terminaba sus estudios en la RESAD, una tarde en que me presentó a otro joven aspirante a actor: Carmelo Gómez. Si el segundo ha seguido su carrera escénica, Ángel ha desempeñado trabajos que le han permitido vivir en varios países, acumular experiencias y, al fin, poder dedicarse a su última y más gratificante vocación: la escritura. Me ha regalado con sendas dedicatorias cariñosas sus dos primeras novelas: NUNCA ES TARDE (2014) y EL BALNEARIO DE TOZEUR (2018).


   Al día siguiente comencé la primera de ellas con bastantes precauciones. Más aún cuando su autor la había calificado de “modernista”, sin más aclaración. Y di por sentado que me encontraría ante una novela “primeriza”, tal vez con ecos del Modernismo, tal vez con aires de experimentación narrativa. Pero al cabo de diez o doce páginas ya me había olvidado de sus consideraciones y me hallaba atrapado en la trama. Las peripecias de Jon Sinkar, su protagonista, hijo natural y huérfano de la actriz Raquel Sinkar, desde sus doce años de picardía infantil hasta su madurez anarquista coinciden en el tiempo con el reinado de Alfonso XIII en una España que estaba hirviendo y que saltaría por los aires, después, en República, guerra civil y franquismo. Esa España que vamos conociendo a través de personajes inconformistas, misteriosos, revolucionarios, conspiradores… todos ellos cercanos de un protagonista que va recorriendo ambientes cosmopolitas o rurales en búsqueda de un ideal aunque vaya, paralelamente, arrastrando la mochila de un pasado desconocido que tardará en descifrar: desde Mateo Morral, el anarquista que arrojó la bomba al paso de la comitiva nupcial del rey, convertido en tutor-protector del huérfano Jon. Una protección que heredará Paulina, la maestra libertaria que lo cuidará en adelante, personaje importante de la novela pues ella lo introduce en el amor por la literatura y el teatro, también depositaria, testigo y partícipe en el pasado biográfico del muchacho. El admirado y misterioso Francisco, Honorio, el compañero de juegos infantiles camarada que reaparece en las páginas finales. Blanche, la muchacha que pudo significar un futuro sentimental interrumpido. Karim Al Brahim, un personaje siniestro que para mal o para peor interfiere en su vida y decide en el útimo instante. Angustias, la vieja del carromato como una “madre coraje” de todos los desfavorecidos, la mujer “que se alejó de la vida para poder permanecer en ella”. Todos los personajes son los “auxiliares del héroe” (en el sentido de Vladimir Propp) en una típica “novela de aprendizaje” de Jon. Sus dotes teatrales aprendidas junto a Paulina le permitirán sobrevivir gracias al transformismo desde el cabaret del Arab Bazar, debutando como la “china Manolita” hasta sus camuflajes como perfecto soldado, pasando por su sincera interpretación en el proyecto de una revolución bolchevique comarcal, pues la capacidad camaleónica de Jon es inagotable: sabe desenvolverse por igual en un palacio que en una alquería de Jaén. Un héroe que va teniendo cierta suerte en la vida (“nunca es tarde” será su lema) hasta que llegue su treinta y dos de diciembre. Jon y los demás personajes se encuadran en la “intrahistoria”, aquella cuyos nombres no han pasado a los manuales ni las enciclopedias. Mimbres de una España en ebullición: la guerra de África, la Gran Guerra Europea, la Dictadura de Primo de Rivera, cuyo atentado fallido viene a cerrar una obra abierta con otro magnicidio (también frustrado) contra Alfonso XIII.


    ¿Novela modernista? La definición que el autor me hizo al dármela, yo la puedo atribuir a los rasgos de familia que tiene su escritura con los autores de principios de siglo, quienes sin abandonar un estilo brillante y cosmopolita, reflejaron también un compromiso social, a veces en sus entrelíneas: Eduardo Zamacois, el primer Felipe Trigo o el decadente y sagaz Álvaro Retana. En la búsqueda de la plástica descriptiva, el autor se permite músicas literarias: “el cigüeño campanario aledaño”, “almohadillada barandilla”, en la concreción periodística como una ametralladora de palabras (las movilizaciones en las calles de Barcelona por la guerra de África), en inopinadas greguerías: “En la barra las almas solo cabían de lado. Más de una copa derramó su alegría en alguna pechera”, “se pegó a la pared como un cartel”. En la composición narrativa, el autor no deja ningún hilo suelto como tampoco deja que se le escape el nuevo amigo en que se convierte el lector, con toda seguridad, desde la primera página hasta el epílogo, una reflexión de nuestros días.