SAMARKANDA

SAMARKANDA
Bienvenido al karavansar. No por casualidad he llamado así a mi blog, puesto que en alguna lengua de Oriente se llama de este modo a la posada, la pensión, la fonda, donde descansar antes de seguir el camino. Decir que la vida es un tránsito no es descubrir América (que también se hizo en un tránsito, pero por mar), pues ya muchos autores lo expresaron. Pero sí quiero señalar la provisionalidad, el azar, la hospitalidad, el descanso, la cercanía que produce "pasar" por un sitio desconocido a algo más seguro, que es el fin del viaje. Desde Jorge Manrique hasta Antonio Machado se ha plasmado la imagen del hombre como viajero. Y este blog pretende que nos encontremos, "ligeros de equipaje", en esta parada y fonda virtual, que no virtuosa. Hasta pronto.

domingo, 15 de marzo de 2020

EMILIO: ENHIESTO SURTIDOR


Derecho y esbelto como un mástil, austero como un claustro románico, disciplinado como un guardia civil (su padre lo había sido), puntual como un reloj suizo, discreto como un     cartujo, ordenado al milímetro en sus asuntos personales, en sus costumbres y en su trabajo, hasta la exasperación de los demás, cabal como la palabra de un hidalgo… son algunos de los rasgos que definían a Emilio Cuesta Alonso, al que tuve como Secretario durante bastantes años en el Colegio Mayor Elías Ahúja. Ya estaba operado de laringotomía y, gracias a su tesón, se podía conversar perfectamente con él sin apenas notarle esa deficiencia. Las camisas blancas hechas a medida, siempre anudadas con corbata, no solo le ocultaban su fallo sino que le daban ese porte distinguido y correcto. Parecía un lord inglés (aunque su cultura era de lengua francesa). Sin necesidad de reloj, uno podía saber la hora exacta del día sabiendo lo que él hiciera. Si salía de mañana con el coche, eran las 9.30, para ir al archivo provincial del que era responsable. Si se le veía paseando por el jardín leyendo el ABC del día anterior (“los periódicos hay que leerlos un día después”, solía decir), eran las cinco en punto de la tarde. Si la cena era a las 21.30, solía pasar dos minutos antes por mi despacho para invitarme a ir al comedor. Por sus limitaciones de laringe y por su carácter discreto, Emilio era un observador muy sagaz. Su talante le ganó simpatías entre colegiales, decanos y subdirectores, también colegiales. Recuerdo muchas anécdotas suyas, muchas, con esa gracia humorística que imprimen a sus dichos las personas muy serias. Podría mencionar opiniones, sentencias, episodios suyos aunque será mejor guardar todo eso en el recuerdo, ya que los mejores afectan a otras personas y a él no le gustaría. Era obediente a los superiores, riguroso consigo mismo pero tolerante y comprensivo con los demás, especialmente con la vida privada ajena y con las debilidades humanas. Una cualidad poco frecuente entre frailes y monjas, donde la murmuración y la maledicencia encuentran cobijo en almas mediocres.


   Se conformaba con poco, en la comida, en su habitación y hasta en sus creencias. Comentando con él algunas novedades religiosas o litúrgicas, solía decirme: “Con el catecismo Astete yo tengo bastante”.

   Pasó años difíciles a consecuencia de su gusto por el alcohol (tal vez un método de evasión), pero no era un alcohólico al uso pues se guardaba muy bien de consumirlo en los periodos lectivos para no dar mal ejemplo a los universitarios. Algunos veranos se ponía al volante del coche (le encantaba conducir) y se iba a las playas de Huelva, a respirar la brisa marina y comer pescaditos. En sus últimos años ya no bebía ni gota de vino, quizá alarmado por su estado de salud. El cáncer de laringe se le reprodujo. Le salió otro en la garganta y, fatalmente, otro en el páncreas. Se conformaba con poco. Prácticamente no podía tragar ningún alimento y, a duras penas, solo líquidos y papillas. Su altura de 180 cm. quedó en 50 kilos de peso. Como yo ya no estoy en el Colegio Mayor, seguía muy de cerca su evolución y fui a visitarlo hace pocos días. Caminaba a pasitos apoyado en un bastón y apenas se le entendía lo poco que hablaba. Quedé tan impresionado de su deterioro que no quise volver para conservar su imagen lo mejor posible. Cuando su estado empeoró, lo trasladaron desde el hospital a la sección de paliativos de los Hermanos de San Juan de Dios. A pesar de esas estupendas instalaciones y cuidados, él pidió ser llevado a la Residencia de mayores de Salamanca, pues “nunca he vivido en una comunidad que no sea de agustinos”, dijo. Lo cual indica su perfecto razonamiento y que era conocedor de sus últimos días en este mundo. Ha fallecido a última hora de la tarde del sábado 14 de marzo, en Salamanca. Día de la semana y hora en que, a veces, él, Abel, Pedro y yo íbamos a tomar unas gambas (que tanto le gustaban) a un bar próximo. En vez de cerveza, él pedía un albariño.


   Emilio había vivido la infancia sin el afecto de una madre, pues la suya murió dejando diez hijos en manos del viudo guardia civil, quien se esmeró en darles una educación y    unos principios cristianos. Varios hermanos suyos le han precedido en su marcha, todos ellos víctimas de la misma enfermedad tumoral.  
Seguro que al llegar a la casa eterna le habrán encomendando el archivo celestial. Y harán muy bien porque será un alarde de pulcritud. Algunas veces me comentaba: “Al paso que van las vocaciones, a mí me enterraréis en sagrado. Pero a ti… no sé yo qué harán contigo”. Como estará bien situado en la burocracia celestial, espero que tache algunas hojas de mi informe para el día en que me presente ante el Padre.

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