miércoles, 8 de abril de 2015

TATUAJE DEL ALMA



La literatura universal posee un largo catálogo en el género epistolar, ya sea de cartas reales o  imaginarias. Es ese género donde el yo biográfico encomienda al yo narrativo la transmisión de hechos o sentimientos. Y es en este marco donde se sitúa Cartas al cielo, de Manuel Montalvo, publicado por Sial Pigmalión, en 2014. El libro viene saludado por Luis Eduardo Aute (prólogo) y despedido por Ana Delgado Mayordomo (epílogo). Son veinticuatro cartas que un niño escribe a su madre desaparecida. A través de esos pedazos de alma, vamos descubriendo la desazón, la nostalgia, el vacío que él va descubriendo ante la marcha (poco a poco comprendida como definitiva), de una madre que no responde a esas cartas. Son veinticuatro estaciones de vía crucis, veinticuatro plegarias en el sentido que Lope de Vega, dirigiéndose por escrito a su amigo el Duque de Sessa, describe la carta como “oración mental a los ausentes”. El autor vagabundea en pos de la nada: “camino en paralelo a tu inexistencia”. La esperanza de recibir una respuesta materna en forma de carta o de llamada telefónica se va diluyendo (“¿Qué lugar es ese en el que no hay teléfonos, ni carteros, ¡ni internet!”) hasta que el niño descubre el significado de la palabra “muerte”, el estado del no retorno, con todo el manto de dolor y desesperanza. La etiqueta “muerte” que le ayuda a consolar a su compañera de escuela, comprender el dolor de su padre, a vislumbrar un futuro sentimental con muletas. En la medida que descubre la verdad de las mentiras, la infancia feliz va quedando atrás (“he perdido una de las cosas que jamás hay que perder, la sonrisa”, “Un beso de tu hijo, que, al parecer, murió el mismo día que tú”), el niño va desapareciendo. La “lamentatio” va dando paso a la “consolatio”, propias de la elegía clásica. El tono ingenuo del lenguaje y de lo narrado se sostiene en expresiones infantiles e ingenuas, como el uso abundante del prefijo “super”, vocablos como “guay”, giros drásticos “a la gente que se moría la enterraban y ya está”, “hazte fotos donde estés y mándanoslas” o el modo delicioso de describir su primer viaje en avión. Ya será al fin del libro cuando el narrador y el lector descubran a dónde fueron a parar aquellas lágrimas escritas de ese Bambi huérfano.


Tras la lectura del libro, nos queda un retrato difuso de la destinataria. En cambio, sí una fotografía del narrador más auténtica aún que las ilustraciones de sus páginas. El maestro Pedro Salinas escribió en El defensor: “El primer beneficio, la primera claridad de una carta, es para el que la escribe, y él es el primer enterado de lo que quiere decir por ser él el primero a quien se lo dice […] Todo el que escribe debe verse inclinado –Narciso involuntario- sobre una superficie en la que se ve, antes que a otra cosa, a sí mismo. Por eso, cuando no nos gusta el semblante allí duplicado, la hacemos pedazos, es decir, rompemos la carta [….] Hombre que acaba una carta sabe de sí un poco más de lo que sabía antes; sabe lo que quiere comunicar al otro ser. Nosotros dirigimos una misiva a una persona determinada, sí; pero ella, la carta, se dirige primero a nosotros. Cuántas veces se han dejado caer pensamientos en un papel, como lágrimas por las mejillas, por puro desahogo del ánimo, enderezados más que al destinatario, al consuelo del autor mismo. Es esta la forma esencialmente privada de la carta, la privadísima.”
Quizá sin saberlo, la mejor definición de esta joyita literaria sea la frase que, como dedicatoria autógrafa, escribió el autor en mi ejemplar: “Para José Mª, la declaración de amor más sincera que existe”. Todo un tatuaje en el alma.