En artículo anterior expliqué cómo llegaron a mis manos los testimonios del actor Juan Espantaleón Torres (1885-1966) sobre su padre, también actor, y sobre él mismo. La autobiografía va precedida de la carta que escribió a López Rubio. Sobre María Victorero, su esposa, no tengo nada. O no la envió o se extravió el texto. Como se verá, Espantaleón se centra preferentemente en sus recuerdos del teatro, tal vez por el destino que tenían sus notas para una enciclopedia del género. Llama la atención porque participó como profesional adulto en más películas que comedias. Fue muy popular como actor secundario, por su aspecto apacible y bonachón. Tampoco menciona que él fue miembro de la compañçia que estrenó la obra Cena de Navidad, de José López Rubio. Y por eso, incluyo una foto. Aquí va la transcripción sin quitar, poner y cambiar nada.
CARTA A LÓPEZ RUBIO
[Texto manuscrito en cuartilla apaisada con membrete del
autor de la misma en relieve en el extremo superior izquierdo]
Madrid, 27 de noviembre de 1959
Sr. D. José López Rubio
Distinguido y admirado amigo: Adjunto le envío a usted las
notas biográficas de mi padre, de mi mujer María Victorero y la mía propia
según su amable indicación de tener en su fichero nuestros nombres. No tengo
que hacerle presente mi falta de costumbre de escribir y por lo tanto las
infinitas faltas que usted encontrará.
Yo he procurado reunir todo lo que mi memoria alcanzaba y
usted puede entresacar lo que juzgue interesante para su obra.
Con mis saludos más cariñosos y el recuerdo de mi mujer a
tan excelente amigo, queda siempre de usted atento servidor y sincero admirador
Juan Espantaleón
[Cuadernillo primero compuesto de 17 cuartillas
mecanografiadas en vertical]
JUAN ESPANTALEÓN TORRES
“HISTORIA BIOGRÁFICA”
Madrid 1959
Nací en Sevilla el 12 de marzo de 1885, en el barrio de San
Lorenzo, y soy hijo del que fue gran actor del mismo nombre y de Luisa Torres.
A los quince días, me sacó mi padre en brazos en la comedia
de Vital Aza y Ramos Carrión, “El padrón municipal”. Según avancé en edad fui
ganando puestos en esta comedia, representando cada año un niño de los cuatro
que figuran en el reparto. Luego, interpreté el Ángel Gabriel de “El Nacimiento
del Mesías”, en el Teatro Martín, y más tarde el “Tionliqui”, del sainete de
Javier de Burgos “Los valientes”. Mi camino estaba trazado. No podía ser más
que cómico.
Estudié en Sevilla las primeras letras, en el colegio de San
Luis, teniendo por compañero de clase a Rafael Gómez –más tarde “El Gallo”-, a
Fernando Díaz Giles, célebre maestro compositor, y a Miguelito Gómez, que
también fue luego cómico. Pasé luego a San Estanislao de Koska y más tarde al
Instituto.
En unas vacaciones fui a Granada, donde estaba actuando mi
padre, con la oportunidad que el segundo apunte de la compañía, Ricardo
González del Toro –más tarde actor y luego autor aplaudidísimo-, cometió la
“pampirolada” de escaparse con una muchacha y dejar colgada la función, y he
aquí el porqué tuve yo que coger el ejemplar y encargarme del segundo apunte,
sin saber -¡pobre de mí!- que aquella broma, que creí que no tenía importancia,
era la cadena que había de arrastrar hasta el fin de mis días. Desde 1897 hasta
el 1904, fui traspunte (hoy regidor) de las compañías dramáticas y líricas en
que figuraba mi padre, siéndolo además en las de Antonio Perrín y Rafael
Ramírez; en las de los teatros de Santander y Bilbao, empresa Ruiz Vivancos, y
en el Teatro Alhambra, con Ruiz de Arana, en Madrid.
Una tarde me fui a buscar a mi hermano Ángel al Teatro
Novedades, donde estaba de segundo apunte, en donde se representaba “Los pobres
de Madrid”. Al llegar, me dijo mi hermano que se había puesto malo un actor,
que hacía un papelito en el prólogo de la obra, y me pidió que hiciera el favor
de sustituirle. No tuve inconveniente y pedí el ejemplar, para enterarme de lo
que tenía que decir.
“Señor, la señorita llora y grita, no quiere dejarse vestir
por el aya y se empeña en que vaya usted”. Lo repetí varias veces, hasta que
llegó el momento de salir: “Señor, la señorita llora y grita y…” y se me borró de la
imaginación lo que continuaba. Entonces mi hermano me apuntó desde la caja, con
la mejor intención del mundo, la siguiente incongruencia: “Y no se quiere poner las zapatillas”, que nada tenía que
ver con lo que tenía que decir. Me dio risa de la estupidez que me apuntaba mi
hermano, y entre la risa, las zapatillas y lo que hubiera debido decir, largué
un “camelo” inconmensurable. El público lo recogió y largó un meneo gordo.
Entonces me volví y les dije: “Hombre, muchas gracias; encima que he salido a hacer un
favor!”- y entonces sí que fue grave la cosa, porque fue tal el pateo que
levantó polvo, y me increpaban desde las butacas, llamándome “maleducado”,
“sucio”, “indecente” y otras lindezas por el estilo hasta que, avergonzado y
humillado, salí de escena… y del teatro, para no volver más en la vida a poner
los pies ni en las calles próximas al Teatro de Novedades.

En un terrible lapso en que, por distintas causas, estuvo mi
padre sin trabajar casi dos años, por distraerme, entré de meritorio en el
Teatro Lara de Madrid, bajo la dirección de don Julián Romea, y las primeras
figuras de doña Balbina Valverde, José Santiago, Manolo Rodríguez, Conchita
Ruiz, Clotilde Domus, Leocadia Alba y Pepe Calle. También era meritorio conmigo
Perico Zorrilla, que luego fue notabilísimo actor cómico. Estando en cartel la
comedia de don Jacinto Benavente, “El automóvil”, murió casi repentinamente el
actor cómico Manolo Rodríguez, y tuvo que salir a sustituirlo un actor de la
compañía don Antonio Pérez Indarte, y al pobre señor le daban unos “meneos” que
imponían, y era muy gracioso, porque cuando ocurría tal percance, nos decía por
lo bajo a los que teníamos la desgracia de estar con él en escena:
“- ¡No azararse, niños, no azararse, tranquilidad que os
están meneando!”
Al tratar de buscar la sustitución para el pobre Manolo
Rodríguez, buscaron a don José Rubio, pero este se encontraba en América, creo
que con la compañía de la
Comedia, y para terminar la temporada en Lara tuvieron que
contratar a un primer actor, al ver que el señor Pérez Indarte no daba juego, y
este actor fue mi padre, que cubrió la ausencia hasta que el señor Rubio se
incorporó a la compañía. Debutó con “Los Hugonotes” y, gracias a Dios, tuvo un
éxito muy grande, haciendo luego todo lo estrenado con anterioridad, “El nido”,
“Pepita Reyes”, “El automóvil” y otras, estrenadas en el transcurso de la
temporada, “La matadora”, “Ciencias exactas” y “El intérprete”. Al terminar la
temporada en Madrid, salimos a provincias, yo sin sueldo, ya que únicamente me
pagaban los viajes, y gracias a mi padre podía comer.
Cuando acabó la excursión veraniega, volvimos a Madrid;
ingresó don José Rubio y su señora, Matilde Rodríguez, magnífica cómica, y don
Julián Romea, ya muy enfermo, dejó la dirección y al poco tiempo murió. Se
estrenó “Al natural”, de don Jacinto, y en esta obra tuvo un éxito mi compañero
de meritoriaje Perico Zorrilla, que estrenó un papel, y le pusieron un duro de
sueldo.
Como mi padre firmó para el Teatro Martín y yo había de
pasar otro año en Lara de meritorio, me fui de Lara, ingresando de galán joven
y figurando ya en la lista de la compañía, y debuté en Martín con “Lo que vale
el talento” y “Ciencias exactas”. En la primera hice un viejecito que, a pesar
de mi falta de costumbre, salió regularmente y en el juguete cómico de don
Vital un estudiante.
En 1906 me contraté con don Francisco A. de Villagómez, y
posteriormente con don Luis Echaide. Mi primera llamada a escena fue en el
Isabel la Católica,
de Granada, con el “Tonny” de “Como las hojas secas”, de Giacossa, traducida
por Luis París. ¡Feliz recuerdo! Emocionan, ya en la vejez, añoranzas, aunque
el tiempo enfría el corazón y enseña lo perecedero y mentiroso de las glorias
teatrales; pero que en aquel momento fue un desvanecimiento de felicidad.
Al acabar con Echaide, este nos debía bastante dinero a mi
padre y a mí, y el período de mis quintas se aproximaba. Con la protección de
don Fernando Díaz de Mendoza y de doña María Guerrero, se celebró un beneficio
en el Teatro de la Princesa,
en el que trabajaron Chicote y Loreto Prado, don Emilio Thuiller y la Ferry, y don Fernando y doña
María, con sus respectivas compañías; pero el beneficio dejó muy poco dinero, y
entonces mi padre se marchó a Málaga, ¡siempre Málaga, como paño de lágrimas de
todas nuestras desdichas! Y allí, con la cooperación de Casimiro Ortas y
trabajando mi padre en “El monaguillo”, se llenó el teatro y al aparecer éste
en el escenario, le dieron una gran ovación hasta hacerle derramar lágrimas de
agradecimiento.

Por cierto que la compañía se portó con una gran
generosidad, pues cedió su sueldo a favor del objeto caritativo, y la tiple,
cuyo nombre ignoro, hizo una gran propaganda, movilizando todas sus amistades y
pagándole a mi padre el viaje de Málaga a Madrid, para que no tocase el ingreso
total recaudado. ¡Dios se lo pague!
Libre ya del fantasma del servicio militar, se formó una
compañía para el Teatro Lara de Málaga, en la que era empresa Luisa Rodríguez,
con mi padre, y figurábamos en ella Mercedes Sanpedro de primera actriz, la que
luego fue mi mujer María Victorero y un servidor de usted, amigo lector, y
estuvimos muchos años en esta formación, logrando un gran conjunto y estrenando
todo lo que eran verdaderos éxitos en Madrid. En Sevilla y a los quince días
aproximadamente de su estreno, lo hicimos nosotros con un extraordinario éxito
en el Teatro Imperial, de “Los intereses creados”, obra a la cual debo el
modesto nombre de que disfruto uniendo mi persona a tan gloriosa producción
benaventina. Nos autorizó don Jacinto a llevar su obra por toda España. En mi
profundo agradecimiento a la memoria del insigne autor, está su juicio sobre mi
interpretación del personaje “Crispín”, manifestada a Valentín Gutiérrez de
Miguel, al que dijo que el mejor de todos los intérpretes de su personaje era
yo el que más se ajustaba a la idea creadora.

Estando trabajando en Málaga, me propuso don Guillermo
Darosa el pasar de primer actor a la compañía de la eminente Rosario Pino, a la
sazón descansando en Málaga, y en varias noches me vio representar distintas
comedias, y pensó incorporarme a su compañía. Lo consulté con mi padre, y éste
me aconsejó que lo hiciera, pues representaba un gran paso en mi carrera.
Se terminó la temporada, consiguiendo contratar a la mayor
parte de los actores y actrices de la formación propia en la de la señora Pino.
Me llamó el señor Darosa a su hotel, me examinó, me talló,
me midió, para ver si mi perímetro correspondía a la señora Pino y me jorobó,
porque el final fue que no nos arreglamos y me dejó fuera de su elenco, después
de despedir al mío, por el pintoresco motivo de haber trabajado a precios
populares y ¿cómo iba a trabajar la señora Pino con un actor al que se le había
visto trabajar a cinco pesetas la butaca?
Era un tío pintoresco el señor Daroca. Total, que nos
reventó, nos dio el timo del portugués y nos vinimos a Madrid, después de
despedirse mi padre en el Teatro Cervantes del público malagueño con “La ducha”
y “El intérprete”.
Al retirarse mi padre de la escena, después de sesenta años
de actuación y alcanzar un gran nombre y una gloria indiscutible, pasé al
Teatro Álvarez Quintero, donde estrené un vodevil francés, titulado “Un aviso
telefónico”, que se sostuvo dos años en dicho teatro, y saliendo luego a
provincias con Teodora Moreno y Ramón Gatuellas, donde tuve el honor de
compartir con el admirable actor don Enrique Borrás varios días de actuación.
Luego entramos en la compañía de Concha Catalá, al
fallecimiento de don Juan Balaguer, encargándome de todo su trabajo y pasando
la compañía a la nueva titular Catalá-Tornor. Ocurrió un grave discurso íntimo,
a consecuencia del cual se disolvió la compañía y pasé al Infanta Isabel a
estrenar la comedia de Felipe Sassone –con sólo varias horas de preparación-
“La princesa está triste”, en el beneficio de Ernesto Vilches, y que gracias a
la protección celestial no sólo salí airoso, sino que me llamaron a escena en
un mutis, me aplaudieron en un parlamento y sirvió para que me contratara don
Tirso García Escudero para el Teatro de la Comedia.
Por cierto, que los veinte o treinta días que estuve en el
Infanta Isabel, don Arturo Serrano (padre), por un olvido que todavía no he
podido comprender, no me pagó un céntimo de todas las representaciones que hice
de “La princesa está triste”. Y lo que es más triste todavía, no se mostró
nunca agradecido del favor que yo creí hacerle. Ernesto Vilches me regaló un
alfiler de corbata, que era un mono de oro con una perla en la mano (que al día
siguiente hube de vender para comer, así estaban las cosas); pero don Arturo,
ni las gracias. Y lo más salado del caso es que el actor Arturo Díaz Adame, que
fue al que sustituí por gravísima enfermedad, dejó de saludarme después.

De mi labor en la
Comedia, al lado de las eminentes figuras de Mercedes Pérez
de Vargas, Irene Alba, Juan Bonafé, Manolo González, Perico Zorrilla, mi
antiguo compañero de meritoriaje en Lara, está en el recuerdo de los buenos
aficionados al buen teatro, en estrenos memorables en donde los lunes se
representaba una alta comedia para el abono, y luego en la semana una comedia
cómica, de un éxito como “El verdugo de Sevilla”, “Los cuatro Robinsones”, “La
casa de la Troya”,
“La venganza de don Mendo”, etc., etc. Cinco años de feliz recordación y en
honor a la verdad, yo no he tenido compañeros más maravillosos como personas y
artistas.
Luego pasé a las compañías de Valentín Vargas, y después a
la de don Francisco Morano, el gran actor y arbitraria persona, y regentando
esta compañía don Antonio Navarro, que yo había conocido en Málaga de
periodista hacía bastantes años, en aquella inolvidable redacción de
queridísimos amigos de “El diario de Málaga”, con Carballeda (Manolo) y Pepito
Orozco, hijo del célebre ganadero del mismo nombre, que conocí en la opulencia
y llegó a la ruina más espantosa, hasta el punto que el único patrimonio que le
quedó eran dos cabras, cuya leche vendía por las calles él mismo y ordeñaba en
las puertas de las casa de los clientes.
Pues en esa redacción, donde todo se tomaba a broma, conocí
a Navarro, hombre gordo y simpático, que le sacaba un duro al lucero del alba,
literato en agraz, se trasladó a Madrid y consiguió que Morano le estrenase una
comedia y luego entró de director artístico y mangoneador de la compañía de
Morano, que por su nombre y conocimiento teatral no necesitaba mentor de
ninguna clase. En el tiempo que estuve en la compañía tuve que lidiar con los
dos, y mi don Antonio de mis culpas fue el culpable de que se rompieran las
relaciones, siempre cordiales con el eminente actor, cuya soberbia le cegaba y
le hacía cometer grandes injusticias. La que cometió conmigo fue gorda. Leyó en
un periódico de Madrid que la empresa de Lara contaba conmigo para la temporada
próxima, y sin llamarme ni preguntarme, me echó de su compañía
ignominiosamente, dejándome en la calle aquel mismo día y descontándome la
totalidad del préstamo, y dejándome sin medios para pagar la casa de huéspedes
ni poder regresar a Madrid. Fui a hablar con Navarro, explicándole que era
incierta la noticia, pero no me hizo caso y, por lo visto, no le dijo nada. Lo
cierto es que si no me encuentra en San Sebastián de croupier en una casa de
juego Aurelio González Rendón, que me prestó el dinero necesario para volver,
me quedo en San Sebastián pescando en la Zurriola para los restos.
Claro que como Dios es muy justo, al poco tiempo salió
Navarro también de mala manera.
Estuve parado cerca de tres meses, y al fin me contrataron
en Lara, causa de mi injusta salida con Morano, realizándose lo que entonces
era incierto y acabó siendo verdad. Figuraba en dicha formación, como director,
don Ricardo Simó-Raso, un gran actor al que no le hizo justicia el público.
El 24 de diciembre falleció mi padre en esta temporada de
1920. Luego, con María Gámez, una gran compañía. Empresa Orbe, Teatro Español y
provincias.
Al formar Mercedes Pérez de Vargas con la empresa
Ferrándiz-Foronda, ingresamos en ella mi mujer y yo, y es una de las temporadas
más gratas de mi vida de teatro, por tratarse de una gran persona y una gran
artista. ¡Qué dolor que la muerte nos la arrebatara de una manera tan
fulminante y dolorosa, de cuya pérdida nunca nos consolaremos! Fueron dos años
en su compañía en el Teatro Cervantes, y tres en el Rey Alfonso, posteriormente
con Carmen Muñoz Gar de primera actriz.
Y con Vilches e Irene López Heredia estrenamos el Teatro
Infanta Beatriz, pero en esta fusión no se hacía más que teatro extranjero. Las
únicas comedias de autores nacionales eran “Rosas de otoño” y “Lo cursi”. Al
final se estrenó “Nada menos que todo un hombre”, de Unamuno. Con esta
formación fuimos a Portugal y luego a América, Habana, Guatemala, Méjico (un
año en distintos teatros), Panamá, Colombia, de donde regresé por milagro de la Divina Providencia.
Luego se separó la razón social, y ya con Irene sola, otra temporada en el
Infanta Beatriz, provincias y luego Buenos Aires, de donde guardo un gran
recuerdo de agradecimiento por el cariño que me demostró prensa y público en
las dos temporadas que hicimos en el Teatro Maipú, que inauguramos después de
su reforma, y en el Odeón, donde realizamos la temporada oficial. Debutamos con
“Rosas de otoño”, y fue tan extraordinaria la actitud del público conmigo, que
aún recuerdo con sincera emoción sus aplausos. Yo tenía apalabrado con Irene un
beneficio para el cual desde España, antes de embarcar, había señalado una obra
que me lucía lo suficiente para justificar mi “serata d’onore”. Pues bien, esa
obra la montó para que se luciera el galán que llevaba y me dejó sin obra para
mi beneficio. Aunque nuestras relaciones, aparentemente, eran cordiales, nunca
me perdonó el éxito que yo había logrado de la manera más pura, pues no se me hizo
propaganda de ninguna clase y yo no conocía a nadie de prensa en Buenos Aires.

Al final me quiso cobrar la diferencia en el pasaje de mi
hija, a pesar de que Anita trabajaba sin sueldo ni gratificación en varias
comedias. “El proceso de Mary Dugan”, “Caballitos de madera”, “Para el cielo y
los altares”, etc. En la última nómina me descontó el pasaje de Anita, y yo
entonces reclamé ante el delegado del Sindicato los sueldos a bolos, de las
representaciones que llevaba hechas mi hija. Yo, en honor a la verdad, no culpé
a Irene, sino a alguien muy allegado a ella, que era el que la empujaba a estar
enfrentada contra mí.
Y al volver a España, teniendo que pagarnos los viajes de
regreso, nos contratamos con isabelita Barrón para el Teatro Español, donde
debutamos con “La moza de cántaro”. Hicimos asimismo un estreno de Unamuno, la
reposición de “Mariquilla Terremoto” y el estreno de “Casa de naipes”.
Artísticamente fue una buena temporada, aunque pecuniariamente dejó mucho que
desear. Y en Barcelona se terminó.
Volví a Madrid, donde don Antonio Navarro nos contrató a mí
y a mi mujer, para el Alcázar, con Hortensia Gelabert de primera actriz. Al
ocurrir el rompimiento con Morano, don Antonio puso una agencia teatral, a la
que acudían empresas y cómicos, porque era inteligente y simpático cuando
quería y se llevaba de calle a la gente. Ignoro cómo pudo tomar el Teatro
Alcázar ni con qué medios económicos lo hizo, porque pensar que Hortensia le
diese dinero para el negocio, eso, ni soñarlo. Lo cierto es que formó con Paco
Gallego, Pedro Fernández Cuenca, Fernández de Córdoba, Joaquina Almarche, La Nieva, Purita Martínez. ¡Ya
se necesita derrochar simpatía y labia!

Yo fui víctima de esa simpatía, que pagué con bastantes
miles de pesetas. A pesar de sus carnes (las de Navarro, no las de Hortensia),
complicó a ésta amorosamente; le formó una gran compañía entre los cuales
tuvimos la desgracia de ser favorecidos mi mujer y yo, porque desde el primer
momento no cobramos una nómina limpia. ¡Nunca! Siempre quedaban restos de una
para otra, y así se fue haciendo una pelota que no la movía ni Kubala. Y ya
llegó un momento, en los dos años que estuvimos con ellos, que nunca pudimos
averiguar con exactitud cual era el débito. Hasta que al terminar en Bilbao nos
la perdonamos mutuamente convencidos, yo de que nunca me lo pagaría y él de que
jamás me podría pagar.
La inopia de que llegamos a disfrutar fue de tal magnitud,
que algunos elementos de la compañía, entre ellas Purita Martínez y Asunción
Nieva, se desmayaron después de terminar la función de la noche, y eso porque
yo, algo más adinerado en la miseria, les pagaba el café con tostada que
tomábamos.
En la profesión era muy odiado y en los sucesos de la guerra
civil un día lo sacaron de su casa y lo asesinaron ignominiosamente. ¡Pobre
hombre! ¡Que Dios le perdone como yo le perdoné!
Otro año, dirigiendo la compañía de Carmen Ortega, en el
Poliorama de Barcelona, luego entré a sustituir a Perico Sepúlveda por
enfermedad de éste, y con Salvador Mora hicimos la función, cuando Sepúlveda se
separó definitivamente, quedando constituida la compañía Mora-Espantaleón con
Irene Barroso de primera actriz, y después Mercedes Prendes y María Victorero
de actriz de carácter, hasta el fallecimiento de mi compañero en Alicante.
Estuvimos trabajando cinco años con un gran éxito, porque Salvador era muy
gracioso y llevábamos una buena compañía y un trabajo muy cuidado. Yo desde el
primer momento me sacrifiqué en el trabajo, dejando lo más florido a Salvador,
por el respeto natural y por el mucho cariño que yo sentía por él y, además,
porque él era muy celoso de su puesto. Yo me concreté a la dirección. Cuando
murió tuve que encargarme de todo su trabajo y cumplir los contratos
pendientes, y al terminar en Valencia, disolví la compañía por no encontrar
colaboración en el representante señor Malleu y en la señora Prendes, que
quería otra estructura a la compañía.
Y ya estamos en enero de 1936.
La guerra nos sorprendió en Madrid. Yo tenía una película
firmada con CIFESA, “La casta Susana” que debía rodarse en París en dos
versiones, la francesa con Raimu y la española con Imperio Argentina y yo. El
18 de julio debí yo salir para Francia, pero por los sucesos ocurridos en el
Cuartel de la Montaña,
la mitad de la expedición quedó bloqueada en la capital, siendo imposible
nuestra incorporación al equipo. Y henos aquí en pleno bochinche, ¡y qué
bochinche! Sin dinero y sin saber qué iba a ser de nosotros. Los sindicatos se
incautaron, al cabo de tres meses, de todos los teatros y espectáculos, y a mí
me mandaron a dirigir el Teatro de la Comedia, con María Mayor, Mercedes Prendes,
Guadalupe Muñoz Sampedro y otros notables elementos. Al cabo de tres años
“cuyos recuerdos espantan”, como diría Don Juan Tenorio, se verificó la Liberación, y cuando se
pudo normalizar la situación, empezaron a abrir tímidamente algunos teatros. A
pesar de mi labor en el Teatro de la
Comedia, en la primera etapa y durante la guerra, me dejaron
fuera de la compañía y además en las formaciones que se hicieron en otros
teatros nadie me hablaba para ellas, y mi situación económica era horrible.
Entonces me presenté en Falange y pedí mi depuración, que me fue hecha,
autorizándome a trabajar en todas las actividades, y firmada por el Jefe Román
Escohotado. Me enteré entonces [de] la persecución de que yo era objeto por
parte de un … no me atrevo a poner compañero, diremos actor, que llevó su odio
hasta denunciarme por hechos y delitos tan fantásticos, que era cosa de reírse
si la situación no hubiera sido tan grave en aquellos momentos.

Por fin, CIFESA me contrató para el Teatro Cómico, con
Gaspar Campos de director, María Gámez, Carmen Carbonell, Esperanza Ortiz,
María Cuevas, Julio Francés y Carlos Llopis, que en la excursión a provincias
le estrenamos su primera comedia y luego había de convertirse en autor
aplaudidísimo.
Cuando terminó Gaspar Campos en el Teatro de la Zarzuela, donde con
repertorio solamente hicimos una gran temporada, nos contrató Josita Hernán
para su compañía, con Armando Calvo de galán, y salimos a provincias, haciendo magníficos
negocios por el nombre que traía Josita del cine. Y también volvimos a la Zarzuela, donde
estrenamos varias obras, de Antonio Quintero, de los Cueva (don Jorge y don
José), de Paso (hijo) y de Pilar Millán Astray. Anoto, para mi recuerdo, varios
éxitos que obtuvo mi hija Anita en varias obras que representamos y por ser la
primera compañía en que figuró en nómina. Salimos nuevamente a provincias y
surgió un disgusto colectivo, por no querer pagarnos Josita un sueldo al que
teníamos derecho, y nos castigó disolviendo la compañía.
Nos contratamos con Carlos Lemos y Mercedes Prendes, que
formaron una buena compañía, y estuvimos trabajando en Barcelona y otras
capitales, con éxito muy lisonjero en todos sus aspectos, y en Madrid, Infanta
Isabel. Pero… surgió lo del cine, y he estado nueve años (desde 1941) haciendo
películas de lo que no me arrepentiré nunca lo bastante, a pesar de haber
alcanzado éxitos muy estimables. Pero el cine español es el camelo mejor
organizado que yo he conocido.
Un gran desengaño, recibido por partida doble de los que yo
creí mis amigos, Rafael Gil y Juan de Orduña, me hizo reflexionar y volver a lo
que nunca debí abandonar.
Posteriormente hice revista en el Lope de Vega, con América
Imperio. Volví a la Comedia
con Fernán Gómez y Conchita Montes después, sin perder el favor del público en
los dos años que trabajé en mi antiguo y querido teatro. Y, por último, dos
temporadas con Amparo Rivelles, en el Calderón, provincias y Teatro Reina
Victoria.
Soy el actor que con más actrices empresarias he actuado.
Sólo me han faltado en mi lista numerosa Lola Membrives e Isabel Garcés,
eminentísimas actrices las dos. ¡Qué dos hermosas rosas para mi bouquet!
En Canarias, una noche de mal humor de la señorita Rivelles,
me tuvo una gran desconsideración, que no merecía ni como actor ni como
persona. Fue una gran injusticia que me apenó hondamente, por tratarse de quien
yo quería como de mi familia. Esto me decidió a pensar seriamente en retirarme,
para no soportar malos humores, histerismos y mala educación de primeras
actrices empresarias, que su amabilidad fluctúa según va el negocio.
Me he acogido a la Mutualidad del Estado y de ella vivo, con la
tristeza de añorar constantemente lo que fue la ilusión de mi vida: el Teatro.
Olvidado y oscurecido, pero con la conciencia tranquila por creer que he
cumplido siempre con mi deber y el haber trabajado con todo entusiasmo.
Y si es prolija la historia, perdón; pero son muchos años de
camino. Y de esto sí que yo no tengo la culpa.
J. E. T.