La incorporación del sonido sincronizado con la imagen, cuyo primer estreno reconocido fue la película El cantor de jazz (Nueva York, 1927), significó un terremoto en la industria cinematográfica mundial. No era un milagro sino el final de muchos intentos que se venían realizando tanto en Europa como en América desde finales del siglo XIX. En 1923 se había estrenado, en Nueva York, Concha Piquer, una película con la cantante española recitando y cantando en español y en portugués. (Hora sería de resaltar el papel de los españoles en todo ese mundo creativo, como fue el protagonismo de los hermanos Elisa y Eduardo Cansino, bailarines españoles, tía y padre de la que luego sería estrella mundial Rita Hayworth, en el primer corto sonoro de la historia (Fiesta, 1927).
Concha Piquer, en el documental de su nombre 1923
A nivel
artístico, las empresas productoras se encontraban con una papeleta, aparte de
resolver problemas técnicos: ya no bastaba que los actores fueran guapos ni que
hicieran aspavientos. Ya no eran necesarios los rótulos de sus frases a pie de
la escena con el texto en diversos idiomas para tantos países. Ni siquiera se
necesitaba el pianista que acompañara la proyección en la sala. ¿Cómo sonarían
las voces de los idolatrados Charles Chaplin, Buster Keaton, Harold Lloyd,
Fatty Arbuckle, (quien se hundió él solito a consecuencia de un escándalo), de
la pareja Laurel y Hardy, Douglas Fairbanks, Rodolfo Valentino, Ramón Novarro, de
las hermosas Greta Garbo, Mabel Normand, Bebe Daniels, Pola Negri, Gloria
Swanson, Marion Davies, Mary Pickford y todo un larguísimo etcétera?
De izquierda a derecha: Eduardo Ugarte, Stan Lauesl, Oliver Hardy, José López Rubio y Edgar Neville (1930)
Muchas
estrellas se apagaron del firmamento porque su voz no correspondía a su físico,
su forma de actuar tampoco se adaptaba a la nueva contención gestual. Otras,
sobrevivieron a las exigencias del cine sonoro. Habrá que recordar Sunset Boulevard (El crepúsculo de los
dioses, 1950), donde Billy Wilder reflejaría como nadie el declive de una
estrella, Gloria Swanson haciendo de sí misma. Posteriormente realizó Fedora (1978), intento frustrado de
volver al mismo asunto.
Pero con el
cine sonoro, surgía otro problema: ¿cómo mantener el mercado mundial de habla
no inglesa si las voces que se escuchaban en las películas eran en inglés? En
ese mercado, figuraba el hispano en primerísimo lugar, ya que se trataba de
conservar a millones de espectadores. Algunas productoras de Hollywood (entre
ellas, United Artist, Metro Goldwyn Mayer y Fox), idearon una solución: volver
a rodar ciertas películas habladas en inglés, una vez traducidos y adaptados
los guiones a otros idiomas, aprovechando los decorados y el vestuario, pero
con actores contratados de otros países. Y la delantera la tomaron los
mexicanos, enchufados por el bello Ramón Novarro. De este modo se podían ver
películas ambientadas en Andalucía, en las que los personajes hablaban con el
mismo acento de “Cantinflas”.
Montaje fotográfico donde Edgar Neville finge sostener a Douglas Fairbanks sobre sus hombros.
Hasta que llegó el madrileño Edgar Neville, se metió a todo el mundo en un bolsillo y pronto consiguió contratos para sus amigos. Así llegaron, tirando unos de otros como cerezas, López Rubio, Eduardo Ugarte, Antonio de Lara y Jardiel Poncela. No obstante, algunos intérpretes españoles ya se
habían abierto camino en la Meca del Cine: Antonio Moreno, María Alba, José
Crespo, entre otros.
En primer término, José López Rubio como guionista en la versión española de Mary Dugan (1930), su primera colaboración en MGM.
Las copias
filmadas en lenguas vernáculas se convirtieron, a la larga, en un grave
inconveniente por la cantidad de departamentos, los contratos de traductores y
guionistas, generosamente pagados, se multiplicaron hasta hacer insostenible la
situación y los estudios fueron cerrando los departamentos extranjeros.
De la
bibliografía sobre este asunto, yo destacaría dos títulos: Cita en Hollywood (Bilbao 1990), de Juan B. Heinink y Robert G.
Dickinson, estudio y catálogo de los españoles allí, y el ameno ¡Nos vamos a Hollywood!, de Jesús García
de Dueñas (Madrid 1993), listado alfabético con sabrosos comentarios.
Pero temo
haberme ido por los cerros de Hollywood. Y vuelvo al tema que nos ocupa.
Alfonso
Vázquez ya había demostrado su agudo sentido del humor en Teoría del majarón malagueño (2007), su imaginación al crear un
país africano (Livingstone nunca llegó a
Donga (2011) y su talento para usar a personajes históricos como muñecos de
guiñol. Inolvidables su Crimen on the
rocks (2014) y El fantasma de Azaña
se aparece en chaqué (2019) deliciosas narraciones ambientadas en San
Roque, peñón ficticio que España tiene en Gran Bretaña, contrapunto paródico de
nuestro Gibraltar.
Alfonso Vázquez y un servidor de ustedes en la Feria del Libro (2022), el día en que firmó ejemplares de esta novela
En Una paella para Charlie Chaplin (2022),
toma como asunto al grupo de autores que fueron contratados a Hollywood para
trasladar películas americanas de éxito a versiones españolas: Edgar Neville,
José López Rubio, Enrique Jardiel Poncela, Antonio de Lara (“Tono”) y Luis
Buñuel. Miguel Mihura no llegó a ir por estar aquejado de una dolencia en la
cadera, pero sí aparece como personaje madrileño en la novela, y Eduardo
Ugarte, que no es mencionado en el libro. Otros muchos personajes encontramos
en la novela (Charles Chaplin, Albert Einstein, Louis B. Mayer, los hermanos Marx, el “Gordo y
el Flaco”, Alfred Hitchcock, Greta Garbo, Clark Gable, Marlene Dietrich, Buster
Keaton, Cary Grant…) hasta componer un elenco de más de cincuenta personajes.
Me permito añadir al título de la novela una anécdota poco conocida pero que referí
en otras publicaciones: Antonio de Lara (“Tono”) cocinó una tarta para Chaplin
como obsequio para su cumpleaños. En la parte superior elaboró una caricatura tan
exacta de “Charlot” que Chaplin lo animó a que dibujara el cartel de Luces de la ciudad, su película recién
acabada. Pero Tono, con su habitual indolencia, no llegó a hacerla. Se habría
hecho millonario.

La novela se
estructura en cuarenta escenas de diversa longitud, en forma de secuencias
cinematográficas. O más bien, de álbum de fotos en blanco y negro, con todo el
contraste y el “glamour” de aquellos tiempos, con situaciones reales o
inventadas pero verosímiles, con diálogos y peripecias hilarantes.
Así, las
alusiones a la Ley Seca, la creación del logotipo del león de la Metro Goldwyn Mayer,
la proclamación de la república española, la introducción del cuplé La violetera, del maestro Padilla, en la
película Luces de la ciudad, de
Chaplin, las reuniones en San Simeón, la megamansión propiedad del
multimillonario William Hearst, donde se mezclaban “el gótico, el románico y el
renacimiento europeo en un inculto y millonario caos”.
Uno de los salones de la mansión San Simeón, propiedad de William Hearst.
Alfonso Vázquez
ya ha adquirido suficientes recursos estilísticos para usarlos con soltura, a
veces poéticos (“vestido de encaje que las olas dejaban en la arena”),
comparaciones históricas y artísticas (“un camarero de inmaculado negro
Habsburgo”, “levantó el índice como un pantocrátor”, “tumbonas que no habrían
desentonado en el senado romano”, “los estudios de la Paramount, hortera
reproducción de un palacio del Quatrocentto”, “una tortilla de patatas con cebolla del
tamaño del disco solar azteca”, “Mayer separó en dos sus cejas con la misma
eficacia que Moisés las aguas”… ). Con sutileza, el autor coloca a algunos
personajes en situaciones que serán desarrolladas, después, en películas
firmadas por ellos. Es el caso de Alfred Hitchcock y cuya explicación se cumple
en la página 272.

La novela,
no lo olvidemos, es de humor. Por tanto, la hipérbole y la caricatura están muy
presentes en metáforas y comparaciones, muchas de ellas con animales. El duque
de Alba tiene “perfil equino”, “Neville sonrió como Alía Babá ante la cueva”, “la
nariz arponera de Jardiel”, “Joan Crawford, sensual actriz con ojos de vaca”, “Hitchcock
acompañó el pésame con una mueca de muñeca pepona”, Groucho “parecía un
afinador de pianos”, “los ojos de quelonio de Luis Buñuel”, Hearst pone “ojos
de ciervo sumiso”, etc. Pero el humor de Vázquez no es corrosivo, como el
esperpento de Valle-Inclán, sino en la línea del humor que cultivaron Jardiel, Antonio
de Lara y Mihura en “el otro grupo del 27” y, más tarde, La Codorniz, Mingote y Álvaro de laiglesia.
Si se despoja
el libro de la deliciosa cubierta dibujada por José Mª Gallego, la portada y la
contraportada lucen fotos de varios protagonistas.
Una buena
novela es la que comienza atrapando al lector y termina dejándole buen
sabor de boca por un cierre cierre cumplido. El último renglón y medio de Una paella para Charlie Chaplin cumple
las dos condiciones pero su final no puede ser más brillante, como el de un soneto. Chapeau!
José
Mª Torrijos
Gracias
por la dedicatoria impresa, Alfonso. Me siento como un personaje más de la
novela.