SAMARKANDA

SAMARKANDA
Bienvenido al karavansar. No por casualidad he llamado así a mi blog, puesto que en alguna lengua de Oriente se llama de este modo a la posada, la pensión, la fonda, donde descansar antes de seguir el camino. Decir que la vida es un tránsito no es descubrir América (que también se hizo en un tránsito, pero por mar), pues ya muchos autores lo expresaron. Pero sí quiero señalar la provisionalidad, el azar, la hospitalidad, el descanso, la cercanía que produce "pasar" por un sitio desconocido a algo más seguro, que es el fin del viaje. Desde Jorge Manrique hasta Antonio Machado se ha plasmado la imagen del hombre como viajero. Y este blog pretende que nos encontremos, "ligeros de equipaje", en esta parada y fonda virtual, que no virtuosa. Hasta pronto.

lunes, 27 de agosto de 2012

CABARET CANALLA


Cuando yo era niño tuve ocasión de ver películas y actuaciones de variedades en el Cine-Teatro San Miguel de mi pueblo, pues mi familia tenía acceso gratuito no sólo por el puesto de mi padre (al frente de la comarca eléctrica), sino por amistad con el propietario. Por tanto, en el local cubierto de invierno y en el local al aire libre de verano (al que teníamos acceso también desde una terraza de mi casa), pude ver cientos de películas y muchísimos espectáculos de teatro. Cantaores flamencos, bailarinas de jotas, cantantes de boleros, folklóricas, volatineros, prestidigitadores llenan todavía las pupilas de mi infancia. Coristas con pocas ropas y muchas plumas en la cabeza, chotis madrileños, cuplés de letras  picantes y vestiditos sugerentes, pasodobles con castañuelas, estudiantinas portuguesas, aún pueblan las pupilas de mi infancia. Al término del espectáculo, toda la compañía interpretaba una especie de "fin de fiesta" en apoteosis donde la supervedette salía triunfante, enjoyada de bisutería a tope y alicatada de lentejuelas, sonriente y coronada de unas plumas más altas que ella misma. Con motivo de un viaje a Madrid, acompañé a mi padre, enamorado seguidor de Celia Gámez, a un café en la Puerta del Sol ("Bar Flor" creo que se llamaba), con mesas de mármol y un pequeño escenario donde unas señoras vestidas de negro interpretaban piezas de un repertorio conocido para ambientar el local. Luego, el cine resucitó muchos de aquellos números musicales (Sara Montiel, Maruja Díaz, Lilian de Celis...) y la revista después de la Gámez, decayó lentamente dejando atrás una estela de brillos diferentes (Tania Doris, Norma Duval, Lina Morgan, Esperanza Roy...) y nombres míticos como el Teatro chino de Manolita Chen. Hoy día triunfa un tipo de teatro musical clónico de los grandes espectáculos americanos. La Gran Vía se ha convertido en una sucursal de Broadway. Muchos años después, pude ver la comedia ORQUESTA DE SEÑORITAS, de Jean Anouilh, interpretada por los COMEDIANTES DE SANTELMO (1974). Me impresionó enormemente aquel conjunto de desventuradas mujeres (interpretadas por hombres vestidos con trajes negros de mujer) que formando parte de una pequeña orquesta en el restaurante de un balneario, entre pieza y pieza, se referían confidencias, se intercambiaban recetas de cocina, se peleaban, se detestaban... ante el público que lo era a la vez de un comedor y de un teatro convencional. El juego entre ficción y realidad que tanto agradaba al propio Anouilh y a Pirandello. José López Rubio, que me había hablado mucho del autor francés, me introdujo en la lectura de algunas de sus obras, varias de las cuales he visto representar. Su habilidad para pasar de la comedia a la tragedia, o de la risa a la ironía más corrosiva, las considero como una de sus mejores virtudes. Jean Anouilh no es demasiado conocido de nuestro público en España, aunque varios de sus títulos se han representado con éxito: Antígona, La alondra, Los peces rojos, Beckett o el honor de Dios, esta última llevada al cine, con aplauso de público y crítica en España cuando fue estrenada. Claro que contaba con dos intérpretes de excepción: Peter O'Toole y Richard Burton en los papeles principales. Un día lejano ya, comenté con Juan Carlos Pérez de la Fuente la oportunidad de reponer Orquesta de señoritas y me dijo que la tenía en mente. Según me fue comentando el proyecto, yo temblaba cada vez más. No sólo porque reiteraba su deseo de que los papeles femeninos de la obra fuesen interpretados por varones, sino porque comprobaba que iba dando vueltas de tuerca al montaje al tiempo que preparaba concienzudamente (como hace siempre) hasta el más mínimo detalle de la versión y de la escenografía a base de libros, catálogos, ilustraciones de la época. Iba a llevar a las "señoritas" desde el plácido restaurante del balneario al cabaret canalla de los años cuarenta de la posguerra española, en ese ejercicio de travestismo fantástico y burlesco que es esencial a la obra de Anouilh, según críticos solventes (Jacques Monférier, Jacques Brenner...). Componer un reparto adecuado fue tarea muy difícil. Actores que querían figurar en el reparto no podían por otros compromisos, actores que no se arriesgaban a hacer de mujeres precisando desenvolverse perfectamente sobre tacones, soportando corsés y altos tocados de plumas, necesitando aprender a tricotar, actores que nada comprendieron de la maqueta artística por timidez inconfesada, actores (como el malogrado Paco Valladares, que falleció cuando había aceptado...). Organizar una escenografía con material reciclable para reproducir telones y estalactitas luminosas (80.000 botellas de plástico de agua mineral), que Juan Carlos me mostró experimentando en las ventanas de su casa), un riesgo añadido. Seleccionar las piezas musicales ya era el colmo y, por si fuera poco, que con la voz humana se simularan los instrumentos musicales. Llegué a pensar que se había vuelto loco y que el proyecto caminaba a un suicidio artístico. La camisa no me llegaba al cuerpo en los varios ensayos que contemplé. Pero la noche del estreno en Santander, me quedé petrificado en la butaca. Juan Carlos y su compañía habían logrado la perfección. Eran "mujeres" interpretadas por hombres, no una exhibición de mariconeo fácil. Eran seres humanos en una posguerra española (gran acierto situar la acción en nuestros años cuarenta), en una suerte de "cabaret Chicote" madrileño: cuplés, pasodobles, melodías todas llenas de picardía, cantadas por esas mujeres subidas en tacones inverosímiles, alternando sus miserias, frustraciones, soledades y desengaños amorosos con rivalidades artísticas, recetas de cocina o manualidades caseras. En aquellos lejanos tiempos, los camerinos de los teatros resultaban oscuros, exiguos, "cutres" como se dice ahora. Todo el boato y el esplendor se dejaba para el escenario. Una dialéctica del contraste. En esta comedia, lo que pasa en camerinos y lo que pasa en escena, quedan fundidos en un mismo plano. "Real como la vida misma". Ante el espectador, un hombre y unas cuantas compañeras, van a desnudar sus almas más que sus cuerpos. Cada una de ellas es una artista frustrada que soñó con actuar sobre escenarios con orquestas sinfónicas y a su vez, cada una aspiró un día a ser simple mujer de su casa, esposa de un hombre pero, al fin, todas, condenadas a sobrevivir en una soltería o en una promiscuidad no deseada, de amante en amante. Es la lucha por la vida, usando el título barojiano, lo que ha llevado a esas mujeres a las candilejas, bajo la mirada inquisitorial de un empresario invisible y la batuta inmisericorde de una Doña Hortensia (insuperable Juan Ribó) que no les deja respiro hasta el límite mismo. Víctor Ullate Roche interpreta a una desgarrada y desengañada Susana Delicias. Emilio Gavira, bajísimo de estatura y altísimo en interpretación de una Hermenegilda inolvidable, Juan Carlos Naya posiblemente en el mejor papel de su carrera artística, borda su Pamela. Luis Perezagua en una espléndida Patricia entre lo doméstico y lo cruel, Zorión Eguileor, navegando equilibrios físicos y mentales entre tanta histérica suelta, como Leo, Francisco Rojas encarna en El pianista su doble condición de músico y de actor, en el único papel masculino de la obra.
Juan Carlos Pérez de la Fuente arrima la escenografía al mismo vestíbulo de la calle: piernas y lentejuelas, "pasen y vean", ofreciendo un espectáculo con idénticos entusiamo, calidad e imaginación con que se arriesgó en Pelo de tormenta, de Nieva, al inicio de su gestión en el Centro Dramatico Nacional. Pero ahora con mucho más mérito al realizarlo desde la empresa privada en estos tiempos también de crisis política y económica, con un horizonte de color morado y una guillotina de impuestos al teatro a cargo de un partido que prometía el oro y el moro y se quedó en moneda de cobre y polvos de purpurina. Y es que el teatro de la vida no se diferencia demasiado de la vida del teatro.