SAMARKANDA

SAMARKANDA
Bienvenido al karavansar. No por casualidad he llamado así a mi blog, puesto que en alguna lengua de Oriente se llama de este modo a la posada, la pensión, la fonda, donde descansar antes de seguir el camino. Decir que la vida es un tránsito no es descubrir América (que también se hizo en un tránsito, pero por mar), pues ya muchos autores lo expresaron. Pero sí quiero señalar la provisionalidad, el azar, la hospitalidad, el descanso, la cercanía que produce "pasar" por un sitio desconocido a algo más seguro, que es el fin del viaje. Desde Jorge Manrique hasta Antonio Machado se ha plasmado la imagen del hombre como viajero. Y este blog pretende que nos encontremos, "ligeros de equipaje", en esta parada y fonda virtual, que no virtuosa. Hasta pronto.

domingo, 25 de diciembre de 2022

APÓCRIFO

 Para los vecinos del barrio, Jesús era un niño como los otros.  Siendo bebé, su madre le mecía en brazos cantándole una canción de cuna: “Duerme tú, mi bien/ duerme tú, mi bien/ que mientras tu duermes/ yo te arrullaré. / Ángeles y hombres/ ángeles y hombres/ alegres cantad. / Gloria en las alturas/ y en la tierra paz”. Según crecía, escuchaba embobado a José contándole historias de Israel. La que más le gustaba era la del niño Moisés, salvado de las aguas del Nilo por la hija del faraón. 



   En cuanto a lo demás, el mayor de los hijos de José y de María era un chaval travieso, juguetón, que gustaba las cosas propias de su edad: saltar a la pídola con su primo Santiago, subirse a la higuera de la casa, robar peras del huerto de Efraín, comer dátiles, moras y arándanos silvestres, cortar amapolas o lirios del campo para llevar un ramillete a su madre… Jesús era un niño inquieto y curioso. Uno de sus entretenimientos preferidos era el de jugar a ser panadero. En un viejo cajón del taller de su padre, había creado un simulacro de horno en el que cocía panecillos que elaboraba con barro. Después, los regalaba a sus amigos, que protestaban pues no quería cobrarles. Y eso no era jugar a las tiendas. Pero lo que más le gustaba eran los rebaños de ovejas. Algunas tardes, salía a las afueras de Nazaret para ver regresar al pastor Jonás, amigo de su padre, y se echaba sobre los hombros algún corderillo que veía cansado en su rebaño. 



   Pero, al mismo tiempo, Jesús era un niño con ganas de aprender. La curiosidad le venía desde su nacimiento. Aún no hablaba, y cuando su madre lo tenía sobre las rodillas, señalaba a las cosas para que le dijera su nombre. Poco después de la circuncisión, su padre lo comenzó a llevar los sábados a la sinagoga, donde escuchaba atentamente al rabino la lectura de la Torá y sus explicaciones en arameo. Un niño inquieto y curioso. En un viaje con sus padres a Jerusalén, ellos salieron del Templo tras las ofrendas, y cuando salía de vuelta la caravana observaron que el chico había desaparecido, que nadie había visto a Jesús. Volvieron a la ciudad sagrada, a toda prisa, angustiados, y lo hallaron en el Templo escuchando a los doctores de la Ley de Moisés. 



   Un día, en Nazaret se anunció que las autoridades romanas habían juzgado y condenado a un hombre por haber conspirado contra Roma. La ejecución del reo, en forma de crucifixión, se llevaría a cabo en las afueras del pueblo. Acudió mucha gente: hombres, mujeres, ancianos, gentes de toda edad. José llevó a Jesús. Cuando el niño vio al hombre desnudo, tendido sobre la cruz y gritando de dolor a causa de los martillazos, no lo pudo soportar y volvió corriendo y llorando a su casa. Más tarde, María reprendió a su marido por llevarlo a ver algo tan vergonzante y cruel. Tanto como la tortura, le estremeció ver el cuerpo del reo cubierto de sangre.



   El propio Jesús, una mañana sangró por la nariz y se asustó mucho. Pero Ana, su abuela materna, le limpió la herida, se la vendó, le dio un tamarindo con azúcar como golosina y le dijo que no se asustara: la sangre derramada es signo de vida Y él tendría una vida intensa y fértil, como su propia sangre.

sábado, 17 de diciembre de 2022

LA NAVIDAD DEL ANCIANO ENFERMO

 Por ser Nochebuena, la cena fue especial: crema de mariscos, solomillo triturado para los que tienen problema de dentadura, manzana asada, dos figuritas de mazapán, una barrita de turrón y un vaso de cerveza o de sidra sin alcohol. Enfermeras y auxiliares se tocaban con gorritos rojos de Papá Noel. Un empleado de mantenimiento pasó después, vestido de Santa Claus, repartiendo bolsitas de regalo: agenda de bolsillo para el año entrante y bolígrafo con el nombre del hospital. Llevaba colgado al cuello un diminuto aparato musical con el villancico “El tamborilero”, en la voz de Raphael. 



   Luego se hizo el silencio en habitaciones y pasillos y él pensaba en su hija, casada y muy lejos en Argentina. También en su hijo, su nuera y sus nietos, que pasaban la velada en casa de los padres de ella. Para Nochevieja tenían previsto ir a esquiar al Pirineo, más que nada por los niños. Sus únicas visitas, por tanto, serían las programadas de sanitarios: tensión, temperatura, extracción de sangre para análisis… Si al menos le hubieran dado el alta, pasaría estas fechas con sus amigos y compañeros de la residencia para echar alguna partidita al dominó o al parchís, y comentar las noticias de la tele. “Vuelve a casa, vuelve, por Navidad…” cantaba un anuncio de turrones. Él no volvería a ninguna parte. Ya no tenía casa y la residencia a donde lo llevaron sus hijos era muy buena, pero solo una sala de espera para el tren del otro barrio.

 


   Con la habitación en penumbra, le dio por recordar las Misa del Gallo de su infancia, con la iglesia casi a oscuras pero iluminándose de pronto cuando don Julio, el párroco, entonaba con voz atronadora aquello de “Gloria in excelsis Deo”, que proclamaba el nacimiento del Salvador. 



   La puerta de la habitación se abrió lentamente y la luz del pasillo le permitió ver que entraba un joven de punta en blanco. No reconocía en él a ninguno de los doctores ni enfermeros ni auxiliares ni celadores pero no sintió temor alguno. Tampoco vestía la bata blanca habitual en todos ellos sino una túnica, muy blanca, larga y luminosa. El cabello le llegaba a los hombros. Sin la mascarilla preceptiva vio su barba y, sobre ella, una mirada muy dulce. Su cara le resultaba familiar pero no recordaba dónde la había visto. No dijo nada. Se acercó, se sentó en la cama a su lado y le tomó las manos infundiéndole calor, compañía, afecto. Entonces, se fue quedando dormido plácidamente. Como si nunca más quisiera volver a despertarse.