SAMARKANDA

SAMARKANDA
Bienvenido al karavansar. No por casualidad he llamado así a mi blog, puesto que en alguna lengua de Oriente se llama de este modo a la posada, la pensión, la fonda, donde descansar antes de seguir el camino. Decir que la vida es un tránsito no es descubrir América (que también se hizo en un tránsito, pero por mar), pues ya muchos autores lo expresaron. Pero sí quiero señalar la provisionalidad, el azar, la hospitalidad, el descanso, la cercanía que produce "pasar" por un sitio desconocido a algo más seguro, que es el fin del viaje. Desde Jorge Manrique hasta Antonio Machado se ha plasmado la imagen del hombre como viajero. Y este blog pretende que nos encontremos, "ligeros de equipaje", en esta parada y fonda virtual, que no virtuosa. Hasta pronto.

martes, 10 de septiembre de 2013

CRISIS VOCACIONAL (II): FORMACIÓN

Habíamos dejado al candidato ya ingresado en ese seminario menor que será su casa durante bastantes años. Allí conoce a sus nuevos profesores, formadores, y, sobre todo, a nuevos compañeros con los cuales va a compartir, también durante años, aulas, capilla, dormitorios, deportes, rezos, etc. Los estudios de Humanidades (así llamados) abarcarían seis o siete años pero, aunque estaban reconocidos por el Estado español, carecían de convalidación legal. Por lo tanto, el muchacho recibía una densa formación en Letras (especialmente en latín), que poco le servía en caso de regularizar estudios si abandonaba el seminario.
Al acercarse el fin de ciclo, se les preparaba para ir al noviciado, lugar mucho más cerrado aún al exterior. Generalmente, el ingreso en dicho espacio llevaba consigo la imposición del hábito pero sin emisión de votos. Durante un año o más (dependiendo de las normas de cada congregación), se les instruía en historia de la Orden, en los múltiples significados y leyes sobre los votos, en espiritualidad... todo ello bien cargado de ceremonias religiosas, rezos en el coro junto con toda la Comunidad con quienes también se compartían las comidas en el refectorio. Era como un ensayo general de lo que vivirían en el futuro, a manera de "prueba". Digamos a modo de apéndice que también se les continuaba instruyendo en educación, urbanidad (como se decía entonces) y en comportamientos públicos variados. Los novicios llevaban una vida aparte no sólo con el mundo exterior (incluyendo la limitación de cartas) pues no podían salir del convento o monasterio sin permiso, y también casi aislados del resto de la Comunidad. Y llegaba el día de la "profesión" o emisión de votos temporales, una ceremonia litúrgicamente hermosa y en la cual el muchacho prometía obediencia, pobreza y castidad. Promesas nada difíciles de cumplir para jóvenes acostumbrados a obedecer desde niños sin haber ejercido jamás la capacidad de elegir libremente, una pobreza en la que venían desenvolviendo sus vidas desde siempre sin disponer de dinero y una castidad sin haber tratado prácticamente a ninguna mujer de su edad.
Tres años de Filosofía con materias como Teodicea, Crítica, Metafísica, Latín, Griego, Cosmología, Lógica... formaban al seminarista en las bases del pensamiento occidental, necesarias para los cuatro cursos siguientes de Teología: Dogmática, Moral, Sagrada Escritura, Derecho Canónico, Pastoral, Catequética..., muchas de ellas explicadas y examinadas en latín. A su vez, el Maestro o Rector del Seminario Mayor les impartía charlas variadas semanalmente. Todo ello salpicado de rezos del Oficio Divino en el coro y ceremonias litúrgicas convenientemente ensayadas. La vida de puertas adentro (ya que las salidas al exterior eran excepcionales y con permiso, así como los viajes para visitar a la familia en caso de fallecimiento directo), no dejaba tiempo de aburrirse. En los tiempos libres, paseos en común por algún huerto propio, partidos de fútbol (con el hábito recogido), funciones teatrales preparadas por Navidad, veladas literarias, ensayos para ser publicados en alguna revista del seminario o en tablones, etc., etc.
Llegado el momento de los votos solemnes o perpetuos, el seminarista prometía nuevamente obediencia, pobreza y castidad sin idea clara de qué era lo contrario. Igualmente, en los últimos cursos de Teología era ordenado por un obispo de modo progresivo: primero las órdenes menores, después, de Subdiácono, más tarde de Diácono y, por fin, de sacerdote, esto último coincidiendo con el último curso de la Teología. Si por azar, el candidato no deseaba llegar al sacerdocio, podía abandonar libremente el seminario (tras las pertinentes dispensas de votos), y tendría que buscar un trabajo comprobando que trece cursos de Humanidades, Filosofía y Teología le eran convalidados por un magro bachillerato civil de seis años. O sea, casi nada.
¿Carencias en la formación? Muchísimas. Aparte de disfrutar o padecer a profesores más o menos preparados, a superiores del seminario piadosos pero no siempre justos y objetivos, el candidato no salía preparado para AMAR, precepto básico del evangelio. El voto de castidad se ha convertido en un instrumento represor de afectos: la amistad más destacada con un compañero era tildada de "amistad particular" y perseguida como sospechosa. La pobreza no era ya un "desprendimiento" de los bienes, sino una austeridad espartana. La obediencia era simple "sumisión" a la voluntad o al capricho de superiores en bastantes ocasiones atrabilarios.
Con esa formación impregnada de Letras dogmáticas y cánones, el joven fraile salía destinado a un mundo en el que pocos aprendizajes le iban a ser útiles, especialmente quienes iban destinados a centros educativos (colegios menores y mayores), misiones, incluso parroquias. Las deficiencias de la formación se suplían a base de trabajo y buena voluntad.

sábado, 24 de agosto de 2013

PREGÓN DE FIESTAS DE MI PUEBLO

SEÑOR ALCALDE PRESIDENTE Y CONCEJALES DEL MUY ILUSTRE AYUNTAMIENTO, QUERIDOS PAISANOS:
Recibí sorprendido la invitación a pronunciar este pregón pues no estoy acostumbrado a que las instituciones de mi pueblo se acuerden de mí. Pero no es un reproche a nadie. Mis contadas presencias  en estas calles se vieron condicionadas durante los últimos años por obligaciones familiares y, por otro lado, mi timidez ha evitado que diera publicidad a mis actividades profesionales y literarias. Pero estoy muy agradecido al cariño que me demuestran mis paisanos y orgulloso de haber nacido junto a la cuna de Santo Tomás y la tumba de Quevedo, dos figuras que, por diferentes motivos, han trazado mi trayectoria personal y profesional. Quizás habría sido divertido lanzar el pregón a la manera antigua: con una trompetilla y un tambor, de esquina en esquina, voceando: “De parteeee, del señor alcaldeee, se hace sabeeeerrr….” Superada la sorpresa inicial, desfilaron por mi memoria multitud de imágenes, como si fuesen fotos en blanco y negro de Pinel.  Fui un niño afortunado en punto a ferias. Los días 24, 25 y 26 de agosto mi familia disfrutaba la de Alhambra y, como allí la casa de mi abuela materna estaba en la plaza del pueblo, participábamos en todos los eventos desde la primera fila. El día 27 nos veníamos a Infantes, porque entonces la feria de aquí se celebraba los días 28, 29 y 30. Las novenas y fiestas de nuestros patrones alternaban con las fiestas de los Desposorios de la Virgen del Espino en Membrilla, donde vivía mi abuela paterna, y allí nos desplazábamos a veces. Fui afortunado, repito, porque mi padre estaba al frente de la central y comarca eléctrica y los feriantes y atracciones le regalaban vales para subir gratis en toda suerte de columpios, caballitos, coches eléctricos y demás. Para el local cubierto y la terraza de verano del cine San Miguel no precisaba vales pues Fermín Cámara, el dueño, era íntimo amigo de la familia y tenía acceso gratis al cine durante todo el año. Seguramente, de aquellas películas en blanco y negro o en technicolor y de aquellas funciones de variedades, nació mi interés por el cine y por el teatro. Raquel Lucas, conocida bailarina de origen infanteño, actuó siendo yo muy niño. Mi padre me presentó a ella. Años después, yo escribí un cuento que fue adaptado a guión por Radio Nacional. Ella lo escuchó y logró localizarme por teléfono pues sintió que, aún cambiado el nombre, describía el incidente que sufrió por parte de un párroco. 
O sea, que agosto y septiembre era un no parar de festejos gratuitos.
Mi padre no era partidario de que pasáramos el tiempo con tanta juerga (sobre todo si había malas notas por medio), así que nos colocaba clases de dibujo con don Cipriano (frente a nuestra casa de entonces) o con Don Rafael Solera para mejorar lectura y escritura, un personaje entrañable éste, al que describí en un cuento años más tarde.
Las primeras imágenes que recuerdo de la feria de Infantes están vinculadas al pasacalles matinal de gigantes y cabezudos moviéndose al ritmo de la banda municipal de música y a una atracción de bicicletas eléctricas giratorias y unas sillas voladoras, ubicadas frente a lo que hoy es la alhóndiga. También a los puestos de chucherías (turrones, horchatas, almendras garrapiñadas, pasteles, churros…) en la plaza y en la calle Mayor. Comprarse algo en las tiendas de esta calle era un rito elemental del “feriarse” o premiarse. Aunque mis golosinas preferidas (fuese feria o no) siempre fueron los polos de Los Gabinos, las pastas y mazapanes de la confitería LA PROVIDENCIA (cuando aún estaba en la calle Quevedo) y las horchatas de Los Valencianos. También era costumbre ir a “la cuerda”, allá por el “pilancón”, donde tenía lugar la feria de ganado. Caballos, mulas y asnos que una vez al año, en el mes de mayo, desfilaban engalanados con carrozas en la procesión de San Isidro. La progresiva sustitución de animales por tractores habrá eliminado, supongo, ese mercado animal. Con los años, el real de la feria se trasladó a la Fuente Vieja, vecina de mi casa de entonces, cambio que supuso una ampliación de atracciones: el trenillo, con la bruja escondida en el túnel dando escobazos entre nichos de esqueletos (años después viví una experiencia parecida en el desierto tunecino), la noria y los columpios (donde te podías pasar un largo rato en las alturas sin poder bajar y acompañado de la niña que te gustaba), las rifas en las tómbolas, el tiro al blanco y, por supuesto, los coches de choque, furor de jóvenes y no tan jóvenes. Como mi casa se encontraba entre el cine de verano y la propia feria, teníamos ambiente ruidoso casi veinticuatro horas.
Muchos recordaréis que, también en el verano, se celebraba el “Día de la Provincia”, con un desfile de carrozas en Ciudad-Real. Y recuerdo a las chicas más guapas de nuestra localidad, subidas en decorados rodantes que diseñaba aquel hombre de exquisito gusto (y a quien el pueblo debe en gran parte su conservación), que fue D. Vicente López Carricajo.
La trepidante actividad de este servidor de ustedes en las ferias se recortó notablemente en la medida en que mis suspensos de bachillerato aumentaron. No sólo en matemáticas, sino en Historia y Literatura. Así que dejé de acudir a tantas diversiones y los feriantes en camiseta fueron sustituidos por D. Manuel García dándome clases particulares de Matemáticas, con el magro provecho del aprobado en septiembre, pues siempre he sido una calamidad con los números. Y dentro de casa, mis hermanas Primi y Mari Carmen, que me descubrieron los comentarios de texto y los análisis sintácticos, mejor que ningún libro de texto. Todavía soy capaz de recitar los títulos de novelas ejemplares de Cervantes de memoria. Naturalmente, mi padre era de un tiempo en que se nos exigía seriedad y compromiso en los estudios, estando siempre de acuerdo con los profesores. Más de una vez me amenazó con ponerme de aprendiz con los albañiles y más de una feria me perdí sin salir a la calle, teniendo que estudiar las obras de Tirso de Molina mientras escuchaba en mi habitación las músicas y danzas de la feria o del cine San Miguel. Bien es verdad, que me vengaba escondiendo debajo de los libros y apuntes, novelas de Agatha Christie, de Lajos Zilahy, de Knut Hamsum casi todas las novelas de Pearl S. Buck o de Salgari, sin ir más lejos. Porque si no encontraba a un autor en mi casa, tenía acceso libre a la Biblioteca Municipal, cuyo bibliotecario, Virgilio Cano, me permitía leer con absoluta libertad, revistas de cine y de letras, incluso novelas subidas de tono para mi edad. Nunca le estaré suficientemente agradecido a Virgilio y a la biblioteca el haberme formado o deformado en la lectura, sin remisión. Claro que, para ser justos, debo nombrar a quien más me animó a escribir desde mi más tierna infancia: a Pedro Fernández Pacheco, escribiente en la central eléctrica, que para nosotros era uno más de la familia. Supe de su muerte por teléfono estando yo en Rabat y bajé llorando toda la avenida Mohamed V. Gracias a él casi terminé mi primera novela: El asesinato de Emma Tressilian, que se quedó sin final porque yo no era capaz de cerrar aquella maraña de sospechosos y de coartadas para un solo crimen.
Con mi ingreso en la Orden de San Agustín, dentro de los graníticos muros del Real Monasterio de El Escorial, mis viajes a Infantes se interrumpieron. No del todo, porque tuve la suerte de vivir los vientos renovados del Concilio Vaticano II, cuando mis profesores agustinos nos hacían leer libros de autores protestantes y del mismísimo Lutero, nuestro hermano de congregación (porque no sé si sabréis que los agustinos tenemos una justa fama de rebeldes y aventureros que nos ha causado más de un problema con algún Papa reciente). Los frailes comenzamos a tener vacaciones anuales y permisos temporales para visitar a la familia. Pude descubrir que la feria se había trasladado al “Paseo”, con más abundancia, si cabe, de diversiones, comenzando por el baile popular, tenderetes variados, las incombustibles ancianitas vendedoras de exquisitas berenjenas, el circo con sus magias, payasos, acróbatas y animales, rodeando todo ese tumulto al sufrido y sufriente Cristo de Jamila. Me gustaba visitar este animado espacio que, en los últimos años hacía acompañando a mi madre ya viuda, con mi hermana Primi, dándonos ocasión de saludar a tantos paisanos amigos. Porque es de justicia reconocer que mi madre, aunque nacida en Antequera (donde su padre era maestro) y criada en Alhambra, era la más fiel admiradora de nuestro pueblo y de su feria. Más “infanteña” que nadie de la familia, incluido mi padre.
Ser agustino nacido en Villanueva de los Infantes es no pasar desapercibido en la Orden, al menos en mis círculos próximos. Muchos de mis compañeros más mayores que yo vinieron al pueblo en 1955 para la celebración del cuarto centenario de la muerte de nuestro patrón, una fiesta que apenas recuerdo pero que ellos han conservado como un tesoro, pues siendo seminaristas sin vacaciones entonces, pasaron una semana de maravilla en el pueblo y todavía ponderan la acogida que tuvieron, especialmente en las comilonas. El obispo de Tuy, José López Ortiz, agustino escurialense, predicó y celebró misa con el prelado de la diócesis. Ya muy mayor él también me comentaba lo bien que se le recibió en el pueblo y recordaba perfectamente la casa de Doña Rosario Melgarejo. Naturalmente, hay quienes gustan de tomarme el pelo diciendo que el santo limosnero nació en Fuenllana, a lo cual yo respondo con sabias palabras de mi antiguo profesor de Latín, Don Rogelio Sánchez.

Cuando yo era niño, escuché el legendario episodio en el que una mendiga, con un niño en brazos, pidió a cierto agricultor local que le diera algo para alimentarse. Junto a ellos había un gran montón de trigo y otro de cebada. El hombre no les dio nada y la mujer convirtió los dos montones de grano en cerros de tierra. Esa mujer, según la leyenda, era la Virgen de la Antigua en forma de mujer necesitada. Lo que no es leyenda sino historia es que fray Tomás de Villanueva, arzobispo de Valencia, a la hora de morir ya había dado todo a los pobres. A un mendigo que acudió a pedir algo cuando ya estaba muy mal le dijo que esperara a su muerte para que le diesen la cama. Santo Tomás está unido a la Virgen por la inmensa cantidad de homilías que escribió, pero también por la palabra limosna. María y Tomás se nos aparecen identificados a los indigentes. Para los infanteños, estos dos patrones tan vinculados a los menos favorecidos no puede ser solamente una estampa piadosa, un cortejo procesional hermosísimo y emocionante, sino un compromiso social y religioso, que en estos tiempos de crisis nos debe impulsar a ser más solidarios si cabe. Y por eso, me permito enviar un abrazo lleno de cariño y de esperanza a los ancianos y religiosas de la residencia (donde hice mi Primera Comunión), lanzando al aire la idea de que la calle donde se ubica el edificio u otra debería dedicarse a las Hijas de la Caridad por la doble y constante labor llevada a cabo en nuestro pueblo. Y quiero enviar desde aquí otro abrazo muy cariñoso a los enfermos, a los ancianos, a los sin trabajo, a los infanteños que estén pasando un mal momento de sus vidas.

A todos los que habéis tenido la paciencia de escucharme os invito a cuidar de nuestro pueblo. El turismo acude si las casas, las calles, los establecimientos, etc. están limpios y conservados dignamente. Hace muchos años propuse que si Almagro tenía un festival de teatro clásico y La Solana su festival de zarzuela, Infantes posee sobrados escenarios (interiores y exteriores) para celebrar cualquier evento musical, teatral, artístico, incluso calculando las fechas para beneficiarse de los otros. A veces he imaginado la representación de un auto sacramental en el pórtico de la parroquia. O conciertos de orquestas o de bandas municipales en nuestra bellísima plaza. Infantes no debe ser sólo un museo de tiempos pasados, sino un espacio abierto al futuro. Y el futuro pasa por cuidar el presente. Infantes posee un espíritu festivo extraordinario. Basta mirar el número y calidad de sus fiestas, especialmente las gastronómicas. Y para eso se necesita creatividad y colaboración de todos. Los ojos de los forasteros ven cosas y detalles que nosotros, tal vez acostumbrados por la rutina, hemos asumido con normalidad y parsimonia. Con las redes sociales, todo lo bueno y lo malo se ve en los cuatro puntos cardinales. Gracias a una de estas redes yo sigo de cerca todo lo que se cuece por aquí y he entrado en contacto con personas muy preparadas, que quieren y desean conservar nuestro pueblo, leo páginas web y blogs interesantísimos, me informo (muchas veces con sana envidia por no poder asistir) de festejos o de iniciativas. Y por si acaso alguien nos está grabando para colgar luego un video o unas fotos en la red, que no me extrañaría nada, pongamos nuestra mejor sonrisa, como si Foto Pastor nos fuera a retratar, y digamos todos juntos: ¡Viva Infantes!

miércoles, 7 de agosto de 2013

CRISIS VOCACIONAL: CANTERAS

Como dice un amigo mío, nunca se había rezado tanto por las vocaciones en la Iglesia y nunca habían estado los seminarios más vacíos que ahora. Yo añado que no sólo se ora por esas vocaciones, sino que se escribe muchísimo y se ven poquísimos resultados. Los conventos, seminarios, noviciados y casas de formación aparecen vacíos o medianamente llenos de vocaciones oriundas de otros países. Como apenas conozco el mundo de los seminarios diocesanos (de donde salen los sacerdotes de las diócesis y parroquias), me ceñiré al universo de las congregaciones religiosas masculinas que conozco medianamente mejor. Y, concretando más, al ámbito español.
Al término de la guerra civil el panorama era desolador. Muchos sacerdotes, frailes, novicios, habían sido asesinados, la mayoría de ellos sufriendo martirio por el mero hecho de ser hombres de Iglesia. Las congregaciones comenzaron a buscar vocaciones por los pueblos, labor encomendada a alguno de sus miembros con nombramiento de "promotor", "recolector", "reclutador", etc. Su misión consistía en recorrer pueblos, en contacto con los párrocos locales y con familias de miembros de la congregación, para entrevistar a chavales posibles aspirantes. Muchos de estos niños eran monaguillos o suficientemente despiertos para que sus familias o el propio párroco les vieran un germen de vocación consistente en su buen comportamiento o en su asistencia a actos religiosos.
El sistema de captación funcionó muy bien durante muchos años. La mayoría de los padres (agricultores, ganaderos modestos, comerciantes, pequeños empleados...) veían con muy buenos ojos que su hijo fuese seleccionado para ir a un seminario de congregación religiosa. De este modo, el chico alcanzaría una formación académica, una educación en ambiente más selecto que la propia aldea o pueblo y se le abrirían horizontes profesionales futuros mucho mejores que dedicarse a las cosechas agrícolas o al cuidado de las escasas vacas propias. Por otra parte, era una boca menos por alimentar en aquellas menguadas economías de los años 40 y 50 pues bastantes de ellos eran miembros de familias numerosas. No olvidemos que las posibilidades de seguir cursando estudios (una vez acabado el aprendizaje en la escuela local) eran prácticamente nulas. El mapa de universidades y escuelas profesionales, así como los recursos para acceder a ellas, eran escasos. La formación en el pueblo terminaba en la misma adolescencia.
Los seminarios menores venían a ser remedo de las escolanías medievales pertenecientes a abadías y monasterios, en las cuales unos chiquillos (destinados al canto en los oficios litúrgicos) aprendían música y Humanidades, dejando la puerta abierta a su posible incorporación posterior a la vida conventual adulta mediante un noviciado y la emisión de votos. De hecho, algunos seminarios menores tomaron el nombre de "escolanías" y sus formandos, el de "escolanos".
En dichos seminarios menores, por tanto, los chicos aprendían materias de humanidades, especialmente de latín y de música. Y, por supuesto, no faltaban las misas y devociones diarias. Normalmente, eran edificios amplios, con suficientes espacios deportivos, una huerta capaz de aportar la alimentación que permitían aquellos años difíciles, un cuidado sanitario y médico, y con un equipo formador según permitían las difíciles circunstancias. La mayor parte de dichos centros eran gratuitos, lo cual también ayudaba a la visión positiva de las familias.
Si un "escolano" tenía que abandonar (voluntaria o involuntariamente) el internado, antes o después de terminar su ciclo académico, no había ningún problema. El "granero" geográfico podía ofrecer una nueva candidatura.
Otro modo de acceder al seminario menor era a través de los colegios de enseñanza media, tarea a la cual se han dedicado muchas congregaciones. Pero, sorprendentemente, este camino era el menos trillado. ¿Por qué? Se ofrecen varias posibles respuestas. Una de ellas puede ser que lo que hoy se llama "pastoral vocacional" de los colegios apenas existía (curiosamente en congregaciones con un buen número de colegios en su actividad), confiando en la abundancia del "granero" rural. Otra de ellas sería que, convertidos los seminarios menores en acceso de hermanos menores, sobrinos, parientes, vecinos, etc. de los propios religiosos, no se contemplara la necesidad de otros ámbitos geográficos. De este modo, se dieron curiosas circunstancias: que en las provincias o circunscripciones religiosas, la mayoría de las vocaciones fueran provenientes de regiones muy concretas, de forma casi endogámica. Un cierto nepotismo (en el sentido más aséptico de la palabra). Castilla-León, Navarra, País Vasco, Andalucía, surtieron de muchas vocaciones, marcando una idiosincrasia muy concreta de las células religiosas. Otra circunstancia fue que, si un joven de cualquier lugar de España (que no fuese la cantera ya consagrada por el uso) decidía ir directamente al noviciado, sin pasar por el seminario menor, se le mirara de reojo, como con sospecha. A veces se decía de ellos que venían "de fuera", como si aterrizaran de otro planeta. Si además no le gustaba el fútbol, ni se expresaba o comportaba de la misma forma que sus ya compañeros, resultaba un ser "sospechoso".
Con la bajada del índice de natalidad, la apertura de colegios estatales por todos los rincones de España, la cantera rural quedó exhausta. Y la posible incubadora de los colegios era inexistente.

miércoles, 3 de julio de 2013

SEÑORA URDANGARIN



Muy (poco) señora mía:
Las primeras lecturas de mi infancia fueron ejemplares de revistas antiguas de NUEVO MUNDO, donde se veía a la Familia Real, en tiempos en que ser monárquico era peor que ser comunista. Ya desde joven estudié y comprendí que una monarquía, o es constitucional o no es permisible. Por ello, recibí con emoción, esperanza y adhesión la llegada de Su Majestad el Rey a la Jefatura del Estado, y para mayor suerte, acompañado de su esposa Doña Sofía, de la que he tenido desde mucho antes (gracias a mis amistades en Grecia), las mejores referencias e informaciones. También vi con simpatía cómo usted se hacía con un suculento jugador de balonmano (imponiendo al Rey esa boda, ante la amenaza de irse a vivir con el mozo, en público concubinato), el joven que tuvo el detalle de dejar plantada a una novia formal para casarse con una Infanta de España.
Al cabo de los años, vine a saber que ustedes se habían comprado y reformado un caserón en el exclusivo barrio de Pedralbes, a un precio enorme. Por lo que veo ahora, a mí y a otros españoles nos sorprendió mucho más que a usted esa disponibilidad de una fortuna que no nos constaba que ustedes, señores de Urdangarín, tuvieran disponible. El precipitado viaje y opípara colocación de su esposo me inquietaron aún más. "¿Cómo es posible que, una vez acabada la obra de la casa, salgan inmediatamente destinados a Washington?", era la pregunta que yo me hacía, pero usted, no.
Los siguientes capítulos de la historia los hemos ido conociendo. Resumido en pocas palabras, su marido chantajeó y robó dinero que iba destinado a obras "sin ánimo de lucro". Digo bien "chantajeó" porque he conocido de primera mano los términos en que forzaba a autoridades municipales y autonómicas a "colaborar" en sus proyectos, amenazando con contárselo al Rey si no aceptaban. Pero usted seguía enamorada de los ojos azules de su marido, con una venda en los ojos, ignorante absoluta de lo que estaba sucediendo en su propia casa.
Su Majestad el Rey dijo públicamente que "la justicia es igual para todos". Su Alteza Real el Príncipe de Asturias se llevó las manos a la cabeza y todavía no las ha bajado. Por lo que se ve, usted ha decidido seguir casada con su marido, manteniendo la fidelidad que le prometió el día en que se otorgaron mutuamente el sacramento del matrimonio. Esto la honra y no seré yo quien la culpe de seguir a su lado. También está muy bien que usted piense en sus hijos, que no saldrían emocionalmente bien parados de un divorcio. Ya están pasando lo suyo. Otra mujer con menos principios religiosos o amor a su esposo, pero con más sentido del deber, ya habría tomado las medidas más oportunas, a la vista de su especial situación y asesorada por las personas más competentes..
El caso que nos ocupa actualmente es el siguiente: el pueblo español (y yo formo parte de ese pueblo), comienza a sospechar que hay manos "meciendo la cuna" para que su marido salga lo menos quebrantado posible y que usted no se siente (ni siquiera como imputada) en el banquillo para algo tan simple como declarar. Se extiende la sospecha de que usted ha vuelto a coaccionar a sus padres con un chantaje emocional, usando a Su Majestad la Reina como brazo invisible: "Mamá, ¿váis a permitir que vuestra hija, Infanta de España, se vea ante un tribunal?" Y entonces, los papás, contratan a un carísimo bufete de abogados para que la defienda a usted. Y los movimientos ejercidos por la Fiscalía General del Estado, la Agencia Tributaria y otros organismos, como cortafuegos, desmienten que la justicia sea igual para todos.
El papel de usted es complicado. Quiere mezclar el agua con el aceite, mantener su estatuto privilegiado y conservar al marido. Una mujer con sentido común y responsabilidad histórica, tomaría algunas decisiones como las siguientes: renunciar a sus derechos dinásticos, renunciar al título de duquesa de Palma (título que su marido ha usado como chanza de mal gusto), no aparecer junto a la Familia Real en ningún acto ni oficial ni familiar, al menos con imágenes ante el público (puede ir privadamente a la Zarzuela a visitar a sus padres, derecho que nadie le disputa). Es verdad que usted no puede dejar de ser, oficialmente, Infanta y Alteza Real por ser hija legítima del Rey, aunque para mí es señora Urdangarín, porque ni merece ser  tratada como "Alteza" ni como "Real". Si usted pretende conservar todo lo demás ("después de mí, el diluvio"), es dañar a la Familia Real y, de refilón a su propio hermano, sucesor de su padre. Le está haciendo un flaco favor a él y a la Corona.
Es casi imposible que este escrito llegue a sus manos. Lo escribo como desahogo. Rezo para que usted recupere el sentido común y que su marido acabe donde merece: en la cárcel. Y no se puede imaginar cuánto me gustaría equivocarme pero me temo que el tiempo va a ser inexorable, aunque no lo fuese la justicia. Tenga presente que el pueblo español ni va a perdonar ni va a olvidar. Y como le decía antes, yo soy parte de ese pueblo.

domingo, 30 de junio de 2013

REVELACIONES PORTUGUESAS (y III)


Uno de los descubrimientos poéticos fue Sofía de Mello Breyner, aristócrata y católica, que evolucionó desde sus simpatías monárquicas hasta oponerse a la dictadura salazarista y optó por la Revolución de los claveles. Elegida diputada a la Asamblea Constituyente por el Partido Socialista, fue la primera mujer que obtuvo el más importante premio de la literatura lusa: el Camoens (1999) y, en España, el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (2003). Desde una cosmovisión humanista cristiana, su poesía se muestra comprometida con las realidades sociales de su tiempo. Su mirada gira hacia el mar, ámbito del mundo clásico y la búsqueda de la justicia por encima del mundo en que vivimos. Su estilo es austero: "en un poema es preciso que cada palabra sea necesaria. Las palabras no pueden ser decorativas, no pueden servir sólo para ganar tiempo hasta el final del endecasílabo, las palabras tienen que estar ahí porque son absolutamente indispensables."


ANTINOO

Bajo el peso nocturno del cabello
O bajo la luna diurna de tu hombro
Busqué el orden intacto del mundo
La palabra no escuchada

Largamente bajo el fuego o bajo el vidrio
Busqué en tu rostro


La revelación de dioses que no conozco. 



ESCUCHO 

Escucho sin saber si estoy oyendo
El resonar de las planicies del vacío
O la conciencia atenta
Que en los confines del universo
¡Me mira y me descifra

Sólo sé que camino como quien
Es mirado amado y conocido
y por eso en cada gesto pongo
Gravedad y riesgo.


Pero la auténtica revelación poética la tuve cuando Arturo puso en mis manos una antología poética de Fernando Pessoa, del cual no había escuchado ni el nombre hasta ese día. Comencé a leer, impactado y sin descanso, aquellos versos en portugués:


AUTOPSICOGRAFÍA

 El poeta es un fingidor.
Finge tan completamente
Que hasta finge que es dolor
El dolor que de veras siente.

Y quienes leen lo que escribe,
Sienten, en el dolor leído,
No los dos que el poeta vive
Sino aquél que no han tenido.

Y así va por su camino,
Distrayendo a la razón,
Ese tren sin real destino


Que se llama corazón.


Pessoa tuvo una vida bastante gris, la tópica de un funcionario. Sin embargo, no sólo se convirtió en el buque insignia de las vanguardias portuguesas, sino en algo mucho más importante: en uno de los más grandes escritores de la literatura universal del siglo XX. Varias veces escondió su nombre detrás de heterónimos (Alvaro de Campos, Ricardo Reis,  Alberto Caeiros), fenómeno también frecuente en otros poetas del país. Y entre sus numerosos traductores al castellano, figuran Octavio Paz y Angel Crespo.



SI MUERO PRONTO    

Si muero pronto,
Sin poder publicar ningún libro,
Sin ver la cara que tienen mis versos en letras de molde,
Ruego, si se afligen a causa de esto,
Que no se aflijan.
Si ocurre, era lo justo.

Aunque nadie imprima mis versos,
Si fueron bellos, tendrán hermosura.
Y si son bellos, serán publicados:
Las raíces viven soterradas
Pero las flores al aire libre y a la vista.
Así tiene que ser y nadie ha de impedirlo.
Si muero pronto, oigan esto:
No fui sino un niño que jugaba.
Fui idólatra como el sol y el agua,
 Una religión que sólo los hombres ignoran.
Fui feliz porque no pedía nada
Ni nada busqué.
Y no encontré nada
Salvo que la palabra explicación no explica nada.

Mi deseo fue estar al sol o bajo la lluvia.
Al sol cuando había sol,
Cuando llovía bajo la lluvia
(Y nunca de otro modo),
Sentir calor y frío y viento
Y no ir más lejos.

Quise una vez, pensé que me amarían.
No me quisieron.
La única razón del desamor:
Así tenía que ser.

Me consolé en el sol y en la lluvia.

Me senté otra vez a la puerta de mi casa.
El campo, al fin de cuentas, no es tan verde
Para los que son amados como para los que no lo son:
Sentir es distraerse.



La mayor parte de sus obras se publicó una vez fallecido. Pessoa no es un autor: es toda una literatura. Considero su Libro del desasosiego el más completo "corpus poético" que conozco.
Cuando Arturo concluyó que mi viaje poético por los autores de su país ya estaba suficientemente ilustrado, puso en mis manos una antología de poesía brasileña, donde descubrí a nuevos nombres del nuevo mundo, entre los que recuerdo a Carlos Drumnond de Andrade y a Cecilia Meireles. Esta última, forma una santa trinidad femenina, en mi opinión, junto a Gabriela Mistral y a Juana de Ibarbourou. Tiempo después de aquel viaje escuché un bello poema de Ceciclia Meireles, en la voz de Amalia Rodrigues:



Puse mi sueño en un navío,

y el navío sobre el mar;
abrí el mar con las dos manos
y lo hice naufragar.

Tengo las manos mojadas

de azul y olas entreabiertas.
El color fluye entre mis dedos
tiñendo las arenas desiertas.

El viento vino de lejos,

la noche se curvó de frío.
Bajo el agua va muriendo
mi sueño en su navío.

Lloraré sólo lo necesario

para hacerla mar crecer;
el navío se irá al fondo,
con mi sueño a desaparecer.

Luego será todo perfecto:

playa lisa, aguas calmadas.
Mis ojos secos como piedras,
y mis dos manos destrozadas.


Otro día, con toda humildad, Arturo comenzó a regalarme libros suyos, todos dedicados. Dos de sus obras: As muralhas da Sortelha / A sacra pastoricia, fueron editadas en un solo volumen, unidas por su contracubierta y, por tanto, al revés. Dos títulos complementarios: uno, donde se evoca un pasado histórico y glorioso. El otro, la visión trascendente de una vivencia junto a pastores de la montaña. Su libro Salmos & Oraçoes, que había sido publicado en francés como La Torche (=La antorcha), y prologado por el hispanista francés Jean Cassou, venía a ser el breviario existencial, religioso, casi místico del poeta. Me entretuve en traducirlo al español y por alguna carpeta mía debe de andar aún el mecanoscrito.
Con la ausencia de luz eléctrica en aquel caserón, las veladas nocturnas eran casi inexistentes. Nos retirábamos pronto. Por eso, yo pasaba en la cama, sin conciliar el sueño, bastante rato. No me importaba escuchar el ladrido de un perro en la finca, el chillido de algún murciélago, el aullido lejano de un lobo por los montes cercanos. Una noche me desperté y pude escuchar unos ayes o quejidos muy tenues pero ciertamente próximos, que venían de la habitación contigua a la mía. Me extrañó porque, teóricamente, nadie vivía en ella. O al menos, Arturo no me la había nombrado cuando me indicó que, dos puertas más allá estaba la habitación de Diamantina y, tras volver la esquina, estaba la suya propia. Cuando me levanté por la mañana, aprovechando que los dos estaban fuera de la casa, intenté inútilmente abrir la puerta. Estaba cerrada con llave. No dije nada y aguardé a la noche siguiente, pero ya sin pegar ojo. Efectivamente, a un tiempo que yo calculé en una hora, volví a escuchar lo mismo. Como si un ser humano, pero no un niño, ¿quizá una mujer? se quejara procurando no ser escuchado. Me entró un miedo pavoroso. Y el miedo es ingobernable, ilógico, incontrolable, especialmente de noche. Me levanté y cerré con llave mi puerta, no fuese que la abuela de Arturo (muerta treinta años atrás) hubiera cambiado la mata de dalias, donde su nieto decía verla, por mi habitación. Decidí que el tiempo de volver a España había llegado o que llegase cuanto antes. Pero, ¿cómo hacerlo sin parecer descortés o asustado?
Una mañana, al bajar al desayuno en el jardín, encontré el ambiente de la casa algo alborotado. Las empleadas domésticas limpiaban alfombras, ventanales, muebles, dirigidas por una Diamantina absolutamente nerviosa. Arturo iba de un lado para otro, también inquieto, ordenando rematar mejor el brillo de un dorado o dónde colocar jarrones con flores. "Mi madre viene mañana a almorzar", me dijo. Desconozco cómo llegó el aviso (¿por paloma mensajera?), pero llegó. Por indicación de Arturo, me vestí de traje y corbata, como él. Y efectivamente, a media mañana del día siguiente se detuvo un automóvil negro hasta abrirse los portones. Entró majestuosamente, se detuvo, bajó un chófer negro y uniformado, y abrió la puerta trasera quitándose la gorra. Doña Mariana, así se llamaba la matriarca, descendió erguida, miró en torno, dio un par de besos a su hijo y, en nuestra presentación, me tendió su mano enguantada, que yo estreché haciendo una leve inclinación de cabeza. Doña Mariana vestía un traje de chaqueta de seda negro y lucía sobre el cabello plateado recogido en moño, un tocado  de gasa muy discreto. Componía una figura anticuada bajando de un coche anticuado pero el conjunto resultaba de una enorme dignidad. Todo, salvo el joven y exótico conductor, resultaba como de la posguerra española. Era una mujer culta, hablaba español (aparte de otros idiomas) con cierta soltura. Me preguntó muchas cosas sobre El Escorial, que ella había visitado. Aunque no gesticulaba ni su rostro expresaba interés o sorpresas, pronto descubrí que yo le causaba una muy buena impresión. Y entonces se me encendió la luz. Dejé caer que yo debería regresar a España en uno o dos días, pues se acercaba el cumpleaños de mi madre y quería acompañarla. Mi mentira piadosa causó un efecto excelente en doña Mariana, quien apoyó mi idea. Incluso sugirió que podría adelantar ese regreso para que, tras dejarla en su casa ese mismo día, el conductor me llevara hasta Salamanca y allí yo pudiera tomar el tren. Acepté de inmediato, ante el desconsuelo de mi anfitrión y mientras su madre reposaba en un sofá del despacho tras el almuerzo, hice rápidamente mi maleta que Castro Faztudo (original apellido el del mecánico) la bajó y la introdujo en el coche. Arturo me preparó una bolsa de libros, incluyendo unos bellísimos dibujos a tinta, realizados por él y que estarán en alguna de mis muchas carpetas  conservadas en el pueblo.
Me despedí de Arturo, de Diamantina, de las empleadas, que me decían adiós en la puerta con leves inclinaciones de cabeza y partimos en aquel automóvil, un Ford antiguo, tapizado por dentro en cuero granate un tanto deteriorado. A unos treinta kilómetros llegamos a casa de doña Mariana, donde ella bajó y al despedirnos, me dijo: "que Castro le lleve a Salamanca o al Escorial, si gusta. Le doy dos o tres días de permiso. Y usted, vuelva cuando quiera." De nuevo en carretera, Castro y yo decidimos quedarnos en Salamanca un par de días y que él conociera esa espléndida ciudad.
Al cabo de un par de años, Arturo y Diamantina se trasladaron a la calle Brieva, de Ávila, donde fui a visitarlos. Él dibujaba miniaturas maravillosas, que expuso en una sala de la ciudad. Me explicó que había legado la finca del Paço a su hijo Federico, quien inmediatamente instaló la luz eléctrica. Arturo y yo discutíamos mucho sobre política y religión. Me decía, riéndose: "Te veo de un progresismo descabellado". Sobre la Unión Europea, ya me confesó entonces: "Portugal y España se ufanan de pertenecer a un reino de taifas que, algún día, será un cadáver enterrado por China". Y yo me reía mucho.


sábado, 15 de junio de 2013

REVELACIONES PORTUGUESAS (II)



Llegamos a la heredad de Arturo, a unos tres kilómetros de Paço de Sousa, en un taxi. Era poco antes del mediodía y nos esperaban con el almuerzo preparado. Desconozco cómo mi amigo les avisó porque en este lugar tan apartado no había teléfono. Se accedía a la finca por un camino lateral desde una carretera secundaria, hasta un enorme portón. El taxi nos dejó allí mismo. En un rincón de la entrada al primer patio, se veía un antiguo landó, recuerdo de una época pretérita, y que sería nuestro cercano testigo de los desayunos al aire libre cada mañana. El caserón formaba un ángulo recto en cuyo vértice se levantaba un enorme torreón de piedra con almenas. Los dos lados del ángulo, construidos muy posteriormente y enjalbegados en blanco impoluto, lo formaban dos pabellones. Uno, el principal, daba a los salones de la planta baja, incluidos el despacho y la biblioteca de Arturo. El otro era donde se ubicaban la cocina y la vivienda de los sirvientes y "finqueiros", hombres y mujeres vestidos con trajes de faenas agrícolas y ellas, de negro con pañuelo a la cabeza, con los que nunca hablé. Subimos las escaleras de la entrada como si nos rindieran honores los grandes tiestos de hortensias que adornaban los extremos de cada escalón. Allí mismo me contó Arturo que cierta anciana aristocrática, amiga de su madre, le visitó una vez. Y cuando se preparaban a bajar la escalera, ella comentaba lo bonito del paisaje con frases muy poéticas. Nadie sabe cómo resbaló y cayó rodando escaleras abajo, arrastrando varios tiestos.
La gobernanta dio instrucciones para que se ocuparan de nuestras maletas. Se trataba de una mujer en torno a los cincuenta años y un rostro enigmático, de color cobrizo, peinada con moño. Inmediatamente me recordó al famoso "Toro Sentado", el líder de los indios siux. Pero la expresión de su cara cobraba una leve dulzura dosificada que se hacía más visible cuando hablaba al "patrón", tal como ella llamaba a Arturo. Diamantina, ese era su nombre, lo idolatraba, quizá lo amaba platónicamente en silencio. Nos sirvieron el almuerzo en el comedor, una amplia habitación que, según calculé, ocupaba todo el piso bajo del torreón. Cuatro columnas de piedra parecían hacer guardia a la mesa toda de granito, apta para seis cubiertos, y  cuyo tablero se cubría con una losa de mármol negro brillante. Nos sentamos a comer, él en un extremo y yo en el otro, como si lo hiciéramos sobre un catafalco. A mi derecha y a mi izquierda podía ver dos armaduras antiguas, rogando al cielo que dentro no encerraran los esqueletos de ningún antepasado del barón de Ansede. No había nadie más de la familia de Arturo en la casa. Sus dos hijos estudiaban lejos, tal vez en Porto o en Coimbra. Tampoco recuerdo si su esposa había fallecido o estaban divorciados. Sus padres, los marqueses de Lambert, vivían en la región, en una casa enorme de piedra tapizada por hiedra, según la foto que me enseñó.
Pronto me comentó mi anfitrión que no había querido instalar corriente eléctrica. Sin teléfono y sin electricidad, me comencé a imaginar por la noche con candelabros, quinqués, y palmatorias. Todo un logro de ambientación. Mientras no tuviéramos que recurrir a las antorchas...
Tras una breve siesta, tomamos el té en el despacho-biblioteca de Arturo y, seguidamente, salimos a dar un paseo por la finca. El camino nos llevaba hacia una ermita rodeados de toda clase de árboles y plantas. Arturo se detuvo ante una gran mata de dalias.
- Aquí me encuentro muchas veces con mi abuela, me comentó.
- ¡Ah!, ¿es que ella vive también aquí?
- No, no. Ella murió hace treinta años.
Lo dijo con tanta naturalidad, y me quedé tan sorprendido, que ya no me atreví a preguntar nada más. Por lo visto, lo que a mí me parecía insólito, para él era lo más natural del mundo.
Al atardecer, Arturo bajó a la zona del servicio para rezar el rosario con los "finqueiros".
La calma, el silencio, la tranquilidad de aquel espacio hubieran llevado indefectiblemente al aburrimiento si no fuera porque la conversación y la biblioteca de Arturo eran variadas e inagotables. Me refirió sus viajes a Formosa, en Asia, y su asistencia a bienales poéticas en Bélgica. Me iba mostrando libros de poetas portugueses, muchos de ellos dedicados, seleccionando los más interesantes para que les echara un vistazo. Yo aproveché durante aquellos días para leerlos y, así, descubrí textos de una grande e inesperada belleza, nombres hasta entonces desconocidos por mí: Eugenio de Andrade, también traductor de García Lorca al portugués ("Ser joven no es fácil. Algunos me buscan para que les dé certezas, y yo no tengo ninguna ni siquiera para uso personal. Por eso no dejo de decirles que la única cosa en que estoy interesado es en perturbarlos. La poesía es subversión, y esta pasa por el cuerpo, naturalmente"):


"Ahora vivo más cerca del sol, los amigos
no saben el camino: es bueno
ser así de nadie
en las altas ramas, hermano
del canto exento de algún ave
de paso, reflejo de un reflejo,
contemporáneo
de cualquier mirada desprevenida,
solamente este ir y venir con las mareas,
ardor hecho de olvido,
polvo dulce a la flor de la espuma,
eso apenas."

Miguel Torga cuya vida (sirviente, seminarista, médico, escritor) es tan variada como su propia obra (novelista, articulista y poeta), sufrió persecución y cárcel por parte del régimen de Salazar, a causa de su obra La creación del mundo (1939), donde refería un viaje por la España guerra-civilista. En sus Diarios desfilan casi todas las personalidades políticas, religiosas, literarias del siglo XX. Era un admirador incondicional de Unamuno. Un iberista moderado: "Soy un portugués hispánico. Nací en una aldea trasmontana, pero respiro todo el aire peninsular... Celoso de mi patria cívica, de su independencia, de su historia, de su singularidad cultural, me gusta, sin embargo, sentirme gallego, castellano, andaluz, catalán, vasco".  Arturo me obsequió su libro Bichos, que aún conservo en algún lugar de mi dispersa biblioteca. José Regio, cuya lírica me cautivó por su lucha entre contrarios, su equilibrio desequilibrado entre Dios y el Diablo, entre los demás y él mismo. Fue un poeta en la estela de Pessoa pero no un seguidor. Su voz suena única en ese segundo modernismo portugués que tanto aportó:

—«¿Dónde hay una doctrina

que pueda poner de acuerdo
toda mi propia grandeza
con toda mi desgracia?

¿Qué Dios humano me dirá esa parábola divina?

¿Quién me hará ese milagro?
¿Quién me abrirá esa puerta?

¡Sea quien fuere,
(Dios o Satán, poco importa)
quiero llamarle mi señor,
abrazarme a sus pies como un esclavo!»

Pero en vano
lanzo al silencio mi pregón,
lo arrojo a la multitud que pasa:

—«¿Dónde hay una doctrina
que pueda poner de acuerdo
toda mi propia grandeza
con toda mi desgracia?»

Mario de Sá-Carneiro, el gran amigo de Fernando Pessoa (su introductor en los círculos literarios), quien a pesar de suicidarse a los veintiséis años en París, dejó una obra interesantísima como narrador, poeta y corresponsal de su mentor.

Y más y más nombres: José Regio, Guerra Junqueiro y tantos otros que ahora no me vuelven a la memoria. Poco a poco me iba acostumbrando  a leer en una lengua, que ni siquiera ahora domino, a unos escritores, hermanos y paralelos de la literatura gallega, y primos del resto de los peninsulares. Con razón, a la poesía portuguesa del siglo XX se la considera, con razón, el Siglo de Oro portugués. Un catálogo aún más numeroso que nuestros poetas del 27, pero lamentablemente poco conocido aún (salvo excepciones) en nuestro país.





lunes, 10 de junio de 2013

REVELACIONES PORTUGUESAS (I)


Nos conocimos por azar en la Real Biblioteca del Escorial. A primera vista me pareció un tipo bastante cursi y relamido en su forma de hablar, de vestir y hasta en su nombre: Arthur Lambert da Fonseca, barón de Ansede y, como su nombre indica, portugués por los cuatro costados. Yo era un joven aficionado a escribir y él ya había publicado varios libros, según fui descubriendo, de poesía y de relatos fantásticos. Me invitó a ir a su casa en tierras lusitanas y acepté encantado: Salamanca, Oporto, Amarante... En esta pintoresca y pequeña ciudad, bañada por el río Támega, nos detuvimos un par de días, alojados en el caserón de la familia de Joaquim Pereira Teixeira de Vasconcelos (1877-1952), poeta más conocido por su seudónimo literario Teixeira de Pascoais o, simplemente, por "Pascoais". En la casa aún vivían una hermana anciana y dos sobrinas maduras que tributaban a la memoria del escritor un culto reverencial.  Una de éstas, María Manuel, decía ser lejana descendiente del infante español don Juan Manuel, conocido por sus escritos, sus amplias posesiones y su mal genio. No sé si será verdad, dada la tendencia de los portugueses a las genealogías enredadas como hiedras y hasta inventadas como códices medievales, pero siempre rimbombantes. Mi primera sorpresa fue cuando la hermana (creo recordar que se llamaba Amelia) me llevó a mi habitación y, al mostrarme la cama con baldaquino, musitó: "Es la habitación que ocupaba don Miguel cuando nos visitaba". Don Miguel no era otro que Unamuno. Y me corrió un escalofrío pensando que su espíritu se me podía aparecer en plena noche reclamando su lecho. El espejo ovalado y enorme, pero torcido, colgado en la pared, me produjo una sensación inquietante. Cenamos en la terraza cubierta con una pérgola trenzada de enredaderas, dama de noche y jazmines, que daba al jardín, atendidos por una doncella con guantes algo deteriorados y nos acariciaba las piernas con sus roces un perro cojo con tres patas. Tras la cena, tomamos el té en un salón contiguo con cortinajes de terciopelo granate que parecían ir a desplomarse sobre nuestras cabezas de un momento a otro. La misma camarera nos sirvió la infusión destilada en una tetera extrañísima con aspecto de samovar ruso. Todo en aquella casa parecía como de otra época, incluso la conversación, que versaba sobre los males que había traído la revolución de los claveles hacía ya diez años. No era preciso ser un lince para deducir que aquellas personas pertenecían a una especie de aristocracia rural venida a menos y que seguían viviendo en otro tiempo. Parece ser que, hoy día, la casa está mejor conservada que cuando yo la visité. Así podemos ver en la foto que ilustra este apunte. Al día siguiente, acudió un amigo de la familia: el conde Taroca. Se trataba de un hombre bien parecido, de mediana edad, que se ayudaba en su notoria cojera con dos muletas. Hablaba un español perfecto y me contó, entre otras muchas cosas, que era primo de Cayetana de Alba. Se ofreció a darme una vuelta en su coche por los alrededores, invitación que no pude declinar y me senté a su lado en aquel automóvil blanco, de marca SAAB,  con todos los mandos en el volante, dispuesto al riesgo. Y el riesgo nos llevó por carreteras de sierras entre pinos y curvas, encomendándome a todos los santos en mi fuero interno. De dicha peripecia sin mayores incidentes, "Çeca" (diminutivo de José María, su nombre), me llevó a visitar la finca y mansión de un amigo suyo cosechero de vino. Fue la primera vez que vi las vides suspendidas en alto y recuerdo los ojos más verdes que he visto en mi vida. Sería de tanto contemplar viñas y uvas. De allí, mi amable conductor me condujo de nuevo a la ciudad, para recorrer el Museo de Amadeo de Souza Cardoso, pintor vanguardista nativo de allí, muerto a los treinta años de edad, que dejó una valorada obra vanguardista. Sin esa prematura muerte, habría sido el Picasso portugués. El museo, instalado en un antiguo convento de dominicos, me lo enseñó su propio director. Y al término de la visita me obsequió con una medalla de bronce, grande y pesada, conmemorativa del pintor y que aún conservo. Al almuerzo nos acompañó la poetisa Maria Eulalia de Macedo ("Lalinha" la llamaban), quien muy amablemente me regaló un libro suyo dedicado. Supe después que murió nonagenaria hace pocos años. Se había relacionado con los grandes autores lusitanos y conoció personalmente -¡cómo no!-, a "don Miguel", al cual mencionaban como si fuera a aparecer de un momento a otro. En uno de nuestros ratos a solas en aquel jardín de la familia, Arturo me comentó que otra sobrina del poeta, experta en la obra de su tío, fue invitada a dar una conferencia en la Sociedad Geográfica de Lisboa sobre él, y la buena señora se quedó dormida mientras leía sus folios. El público,  en un gesto delicado y conmovedor, fue abandonando la sala de puntillas y en silencio para no despertarla, dejándola a la atención de un bedel. A mí, a esas alturas, todo me parecía como de película de Visconti rodada por Almodóvar.
Antes de abandonar Amarante, Arturo, Maria Manuel y yo fuimos en coche a la finca de la familia Vasconcelos, que además de ser extensa, tenía una enorme mansión blanca con doble escalinata de piedra, material que igualmente enmarcaba puertas, ventanas y adornos sobre el tejado. El poeta "Pascoaes" pasaba aquí largas temporadas, atendido por un joven matrimonio de caseros. En un enorme salón-cocina con chimenea observé un hueco en el suelo, del tamaño de una persona. María Manuel me aclaró:
- Aquí se bañaba mi tío.
Y salió un momento del salón.
Al ver mi cara de perplejidad, Arturo me comentó por lo bajo:
-"Pascoaes" tenía una relación, diríamos que polivalente, con el matrimonio de caseros.
No pregunté en qué consistía exactamente esa polivalencia. María Manuel volvió con una caja de latón bastante grande y de donde yo pensaba que sacaría magdalenas, mantecados, rosquillas o cualquier cochura casera, me fue mostrando un buen número de cartas manuscritas e inéditas, cada una en su sobre, dirigidas a su tío por Unamuno, Ortega y Gasset, Ramón Pérez de Ayala, Joan Maragall, así como de muchos escritores portugueses. Aquello era un tesoro que, según he visto después buscando en las redes, los investigadores han ido publicando.
Y al día siguiente, después de los protocolarios agradecimientos y cortesías, Arturo y yo partimos en un taxi hacia su casa, en las cercanías de Paço de Sousa.

martes, 28 de mayo de 2013

MÉDICOS CON FUTURO

Aconsejo a los actuales o futuros estudiantes de Medicina que escojan bien sus especialidades, teniendo en cuenta las dolencias que se ven venir en el horizonte. Una de las que parecen tener un futuro más prometedor es la de otorrinolaringólogo. Me explico: los jóvenes de hoy disfrutan en sus oídos de una generosa cantidad de decibelios en sus oídos. No sólo en discotecas, bares y automóviles (algunos de ellos parecen discotecas rodantes), sino en auriculares y equipos de música de sus casas. A veces, en el metro, yo escucho la música que un chaval soporta en sus orejeras desde el otro extremo del vagón. Llevan en sus rostros la misma expresión que Moisés cuando recibió las tablas de la Ley en el monte Sinaí: puro éxtasis. Pues bien, esta generación que comienza a vivir, ya tiene los tímpanos tan duros como las murallas de Lugo. ¡Con la cantidad de vida que tienen por delante, al haberse dilatado la edad media del español! Y la consecuencia natural es que hablan a voces, pues no se oyen los unos a los otros. Los chicos, con unos vozarrones roncos y desgarrados como relinchos. Las chicas, con timbres gritones y nasales, de gatas paridas, tampoco hablan: chillan. Pero unos y otros con un abuso de cuerdas vocales que indican unos aparatos fonadores de urgente tratamiento. Como, además, nuestras chicas y chicos de hoy gustan de no ir abrigados en invierno luciendo camisetas ceñidas para mostrar la abundancia de senos y pectorales, con minifaldas muy subidas y pantalones muy bajados (o sea, medio en cueros), el azote de resfriados los flagela sin cesar. Si a eso se añade el uso de alcohol, tabaco y otras hierbas, en botellones por plazoletas en pleno frío invernal, no doy un euro por la duración de sus laringes. Por tanto, los "otorrinos" del futuro tienen la clientela asegurada. Gargantas y oídos precisarán sus tratamientos.
¿Y qué me dicen de los hígados? Esos órganos andan vapuleados a base de ingerir alcohol. Pero no de alcohol de calidad, sino del que se compra en "tetrabrik" en las tiendas de chinos de todos los barrios, abiertos a cualquier día y hora, con unos precios tan bajos como los impuestos que, al parecer pagan esos ciudadanos, mientras los comercios españoles (todavía cerrados en muchas ciudades los domingos, sábados, festivos...) no paran de poner el cartel de "se vende" o "se traspasa". A lo que íbamos: esos muchachos, antes de beber sin límite buscando la felicidad del fin de semana, se han atiborrado de macizas hamburguesas de varios pisos o de pizzas de oferta, tamaño familiar por 3 euros. Colesterol a tope, garantizado.
La geriatría ha venido ofertando salidas hasta hace bien poco. No creo que los castigados cuerpos de los jóvenes y adolescentes lleguen a durar tanto como sus padres y sus abuelos. Por tanto, no aconsejo esa especialidad. Sobre todo si vamos camino de eso que llaman "muerte digna" y que puede llegar a convertirse en una elegante y conmovedora eutanasia el año menos pensado. En cambio, los estudiantes de medicina no deberían desdeñar la traumatología. La cantidad de accidentes de coches y de motos, en estado sobrio o ebrio, que están pronosticados por estos vaticinios míos, seguramente facilitarán trabajo a muchos jóvenes doctores.
Es cierto que no pocos estudiantes cursan fisioterapia pretendiendo especializarse en el campo deportivo. El mercado estará muy pronto saturado, especialmente si con la duradera crisis que padecemos comienzan a cerrar sus estadios algunos equipos.
A la especialidad médica que sí le veo mucho futuro es a la psiquiatría. No hace falta decir por qué.

martes, 30 de abril de 2013

MARIPOSAS EN LA CABEZA

  Me alegró encontrar a Felisa en el centro comercial después de más de veinte años sin verla. Besos de saludo y frases propias del momento. Le pregunté por su niño.
- Ja ja ja... el niño tiene ya veintisiete años cumplidos y mide uno ochenta, me respondió toda orgullosa mientras abría su carterita y me mostraba a su Julián empuñando unos guantes de boxeo en lo que parecía un gimnasio. Realmente, el bebé de entonces se había convertido en un mocetón.
- ¿Es boxeador?
- No, no, esto es por afición nada más. El ahora trabaja en la Real Academia.
- Ah, no sabía que tu chico es filólogo.
- ¡Qué va! Está pintando unas puertas. Y tal como está el trabajo, no es poco. Con una empresa y con un contrato temporal, ya ves. Pero gracias a Dios, tiene perspectivas de mejorar.
- Pues sí, a ver si lo hacen fijo y prospera en la empresa.
- No creo. Ahora no hacen fijo a nadie. Pero ha conocido en el gimnasio a un presentador de telediarios de una cadena, y se han hecho muy amigos. Se está portando muy bien con él. Se preocupa de comprarle ropa y para su cumpleaños le regaló un reloj de esos caros. Algunas veces se van de viaje juntos. La Semana Santa la pasaron en Marruecos. Y le ha prometido que lo va a colocar en la cadena. Vamos, como un hermano.
- Ya me imagino, ya.
- Yo le digo que aproveche, porque con la planta que tiene mi Julián, a lo mejor llega a hacerse "famoso".
Y agarrando de nuevo sus bolsas del supermercado, que había depositado en el suelo, se alejó hacia las escaleras mecánicas.
Esta palabra me recordó una tarde en que yo iba desde Plaza de Castilla en autobús hasta la Glorieta de Embajadores, final de trayecto. Me acomodé suficientemente solo para leer. A las pocas estaciones subieron dos orondas matronas amigas entre ellas, se sentaron frente a mí y conversaban sin parar en ese tono de voz que ahora consiste en que todo el mundo (sea vagón de metro o en autobús) se entere de lo que se habla. Yo intentaba seguir leyendo. Empeño inútil. El autobús se detuvo en la plaza de Gregorio Marañón y la amiga más cultivada le señaló un edificio a su amiga comentando: "En esa casa vivió Marañón".
- Y ese, ¿quién era?
- Mujer, un médico muy importante.
- Ah, bueno. Con ese nombre pensé que era un torero. O un famoso.
A partir de entonces comprendí que ser famoso no tiene nada que ver con la ciencia, ni con tocar el arpa en una cátedra del conservatorio, ni ser excavador en Atapuerca. Pero no teniendo idea clara, pregunté a una antigua alumna que trabaja en una empresa de producción de programas para la tele. Me dio una larga explicación con la que comprendí que es un aprendizaje complicado hasta llegar al triunfo. Todo consiste en una intensa preparación del cuerpo, sesiones diarias de gimnasio y nocturnas de discoteca, verdaderas oficinas de empleo. Se requieren destrezas inimaginables y pasar por pruebas arriesgadas, como casarse o liarse con alguien ya perteneciente al "famoseo". Después, separarse de forma lo más escandalosa posible para vender exclusivas y así, sucesivamente. Cuantos más fotógrafos persigan a uno o una, tanto mejor.  Naturalmente, se pasa muchas veces por los juzgados de la plaza de Castilla: o bien por un divorcio o por una demanda, así que no viene mal conocer un poquito de leyes. Es fundamental tener un asesor o representante, para diferentes actuaciones (que hoy día llaman "bolos", me parece). Naturalmente, la cotización va subiendo (lo que se dice un "caché") y en menos que canta un gallo, se ha amasado una fortunita. Incluso a propios parientes y vecinos les surge cierta "pedrea" si acceden a responder a periodistas y fotógrafos, con lo cual se contribuye a la elevación del nivel familiar y del propio barrio. Que no es poco.
Creo que la Universidad Complutense debería plantearse un Curso de Verano sobre el tema, con Belén Esteban de coordinadora y conferenciantes a la medida. Y si me apuran, crear una nueva titulación al efecto, con su Facultad, sus cursos, créditos, titulaciones, especialidades y todo lo demás. A lo mejor así se libraba del declive de alumnos y de ingresos que soporta. "Gaudeamus igitur".

viernes, 26 de abril de 2013

SALUD ANTE TODO

 La abadesa mitrada me había hecho llamar para pedirme consejo, y allí estaba yo, en la penumbra del locutorio dispuesto a escucharla:
- Como sabes- me dijo-, Sor Tránsito de la Madre de Dios ha estado muy pachucha. Salió del hospital de Madrid tan débil que, por su avanzada edad y los cuidados que precisaba, no podíamos atenderla aquí con los medios adecuados. Así que recurrimos a tu amiga, la baronesa, y ella nos condujo a  Dª ... (aquí mencionó el nombre de una señora muy conocida por su belleza, su filantropía y su fortuna), quien hace años montó una residencia para monjas ancianas que están en la misma situación que Sor Tránsito. Una residencia gratuita para nosotras y perfectamente equipada.
- ¿Y cuál es el problema?
- Pues que está curada y no quiere salir ni a tiros de la residencia.
- ¿Y eso? ¿se ha hecho a las comodidades?
- ¡Nooo!, afrmó la superiora. Es que en la sala de estar tienen un televisor de plasma con pantalla grande y está siguiendo un serial. Y dice que está en vilo para ver el final y que mientras no acabe la serie, que no deja la residencia ni muerta. ¡¡A sus ochenta y seis años!! Y para mayor inri, Dª.... me dice que la deje en paz si está contenta y que esperemos a que acabe la dichosa serie.
- Pues no es mala idea. Total, la serie acabará un día.
- El problema -añadió la abadesa-, es que, efectivamente, parece que va a acabar. Pero ya han anunciado la segunda parte. Y así, nos puede llegar el apocalipsis, porque Sor Tránsito ha descubierto Internet y se pasa las horas muertas viendo videos en YouTube en la sala de estar de aquella casa. El último día que la visité en su habitación, observé que la foto de Juan Pablo II que tenía en un marquito sobre la mesilla, la había cambiado por una de David Bisbal. Le pregunté la causa del cambio y me dijo: "Al Papa ya lo tenemos en el monasterio en fotos por todas partes y pronto estará en los altares. Pero si usted viera, Reverenda Madre, cómo canta David Bisbal el avemaría..... Ave María, pronto serás mía.... qué arte, qué arteeee". Y me quedé de piedra.
Aquí emitió un suspiro de compunción, rebulléndose en el sillón castellano.
- ¡Ay, Señor, qué cruz me ha caído encima. Ya solo falta que se enteren otras hermanas de aquí, que tienen su misma edad poco más o menos, y se arme una revolución pidiendo la televisión en la clausura.
- Bueno, en los conventos de frailes, el fútbol televisado se ha convertido en el tema principal (prácticamente único) de las conversaciones. Cambiando circunstancias, una dependencia similar a la de Sor Tránsito.
La monja soltó una carcajada:
- No compares, hombre. El fútbol es un deporte que subyuga a todos los hombres, sean frailes o no, con tele o sin tele. Y no creo que los monjes de clausura tengan televisores.
- Sí, madre. El problema no es ese espectáculo (yo no lo llamaría deporte) del fútbol televisado, que arrastra millones de personas y de euros en los cinco continentes, sino la televisión en sí. Este medio ha acabado con las conversaciones de familia mientras comen o cenan. Yo he vivido almuerzos como invitado en domicilios donde los miembros de la familia no me hacían ni caso en la mesa, mirando todos como bobos a la pantalla. Y en los conventos masculinos, la televisión es tan imprescindible como la capilla. O más. Deje tranquila a Sor Tránsito. Después de más de sesenta años de vida de clausura ejemplar, de privaciones voluntarias, que pase sus últimos tiempos con algo que la ilusiona, no va a significar nada en su salvación eterna. Y las demás monjas, que recen por ella y den gracias a Dios por seguir sanas en su vida monástica. Tampoco estaría de más que ustedes tuvieran un televisor en la clausura para ver programas culturales o religiosos, que los hay.
La Madre abadesa se puso en pie, lo cual significaba que mi visita había concluido. Salí solo, caminando por el claustro mientras escuchaba la campana llamando a Vísperas. Fuera del recinto monacal, el sol dorado del atardecer castellano era como una sonrisa, un guiño de complicidad por parte de Dios.