SAMARKANDA

SAMARKANDA
Bienvenido al karavansar. No por casualidad he llamado así a mi blog, puesto que en alguna lengua de Oriente se llama de este modo a la posada, la pensión, la fonda, donde descansar antes de seguir el camino. Decir que la vida es un tránsito no es descubrir América (que también se hizo en un tránsito, pero por mar), pues ya muchos autores lo expresaron. Pero sí quiero señalar la provisionalidad, el azar, la hospitalidad, el descanso, la cercanía que produce "pasar" por un sitio desconocido a algo más seguro, que es el fin del viaje. Desde Jorge Manrique hasta Antonio Machado se ha plasmado la imagen del hombre como viajero. Y este blog pretende que nos encontremos, "ligeros de equipaje", en esta parada y fonda virtual, que no virtuosa. Hasta pronto.

lunes, 10 de junio de 2013

REVELACIONES PORTUGUESAS (I)


Nos conocimos por azar en la Real Biblioteca del Escorial. A primera vista me pareció un tipo bastante cursi y relamido en su forma de hablar, de vestir y hasta en su nombre: Arthur Lambert da Fonseca, barón de Ansede y, como su nombre indica, portugués por los cuatro costados. Yo era un joven aficionado a escribir y él ya había publicado varios libros, según fui descubriendo, de poesía y de relatos fantásticos. Me invitó a ir a su casa en tierras lusitanas y acepté encantado: Salamanca, Oporto, Amarante... En esta pintoresca y pequeña ciudad, bañada por el río Támega, nos detuvimos un par de días, alojados en el caserón de la familia de Joaquim Pereira Teixeira de Vasconcelos (1877-1952), poeta más conocido por su seudónimo literario Teixeira de Pascoais o, simplemente, por "Pascoais". En la casa aún vivían una hermana anciana y dos sobrinas maduras que tributaban a la memoria del escritor un culto reverencial.  Una de éstas, María Manuel, decía ser lejana descendiente del infante español don Juan Manuel, conocido por sus escritos, sus amplias posesiones y su mal genio. No sé si será verdad, dada la tendencia de los portugueses a las genealogías enredadas como hiedras y hasta inventadas como códices medievales, pero siempre rimbombantes. Mi primera sorpresa fue cuando la hermana (creo recordar que se llamaba Amelia) me llevó a mi habitación y, al mostrarme la cama con baldaquino, musitó: "Es la habitación que ocupaba don Miguel cuando nos visitaba". Don Miguel no era otro que Unamuno. Y me corrió un escalofrío pensando que su espíritu se me podía aparecer en plena noche reclamando su lecho. El espejo ovalado y enorme, pero torcido, colgado en la pared, me produjo una sensación inquietante. Cenamos en la terraza cubierta con una pérgola trenzada de enredaderas, dama de noche y jazmines, que daba al jardín, atendidos por una doncella con guantes algo deteriorados y nos acariciaba las piernas con sus roces un perro cojo con tres patas. Tras la cena, tomamos el té en un salón contiguo con cortinajes de terciopelo granate que parecían ir a desplomarse sobre nuestras cabezas de un momento a otro. La misma camarera nos sirvió la infusión destilada en una tetera extrañísima con aspecto de samovar ruso. Todo en aquella casa parecía como de otra época, incluso la conversación, que versaba sobre los males que había traído la revolución de los claveles hacía ya diez años. No era preciso ser un lince para deducir que aquellas personas pertenecían a una especie de aristocracia rural venida a menos y que seguían viviendo en otro tiempo. Parece ser que, hoy día, la casa está mejor conservada que cuando yo la visité. Así podemos ver en la foto que ilustra este apunte. Al día siguiente, acudió un amigo de la familia: el conde Taroca. Se trataba de un hombre bien parecido, de mediana edad, que se ayudaba en su notoria cojera con dos muletas. Hablaba un español perfecto y me contó, entre otras muchas cosas, que era primo de Cayetana de Alba. Se ofreció a darme una vuelta en su coche por los alrededores, invitación que no pude declinar y me senté a su lado en aquel automóvil blanco, de marca SAAB,  con todos los mandos en el volante, dispuesto al riesgo. Y el riesgo nos llevó por carreteras de sierras entre pinos y curvas, encomendándome a todos los santos en mi fuero interno. De dicha peripecia sin mayores incidentes, "Çeca" (diminutivo de José María, su nombre), me llevó a visitar la finca y mansión de un amigo suyo cosechero de vino. Fue la primera vez que vi las vides suspendidas en alto y recuerdo los ojos más verdes que he visto en mi vida. Sería de tanto contemplar viñas y uvas. De allí, mi amable conductor me condujo de nuevo a la ciudad, para recorrer el Museo de Amadeo de Souza Cardoso, pintor vanguardista nativo de allí, muerto a los treinta años de edad, que dejó una valorada obra vanguardista. Sin esa prematura muerte, habría sido el Picasso portugués. El museo, instalado en un antiguo convento de dominicos, me lo enseñó su propio director. Y al término de la visita me obsequió con una medalla de bronce, grande y pesada, conmemorativa del pintor y que aún conservo. Al almuerzo nos acompañó la poetisa Maria Eulalia de Macedo ("Lalinha" la llamaban), quien muy amablemente me regaló un libro suyo dedicado. Supe después que murió nonagenaria hace pocos años. Se había relacionado con los grandes autores lusitanos y conoció personalmente -¡cómo no!-, a "don Miguel", al cual mencionaban como si fuera a aparecer de un momento a otro. En uno de nuestros ratos a solas en aquel jardín de la familia, Arturo me comentó que otra sobrina del poeta, experta en la obra de su tío, fue invitada a dar una conferencia en la Sociedad Geográfica de Lisboa sobre él, y la buena señora se quedó dormida mientras leía sus folios. El público,  en un gesto delicado y conmovedor, fue abandonando la sala de puntillas y en silencio para no despertarla, dejándola a la atención de un bedel. A mí, a esas alturas, todo me parecía como de película de Visconti rodada por Almodóvar.
Antes de abandonar Amarante, Arturo, Maria Manuel y yo fuimos en coche a la finca de la familia Vasconcelos, que además de ser extensa, tenía una enorme mansión blanca con doble escalinata de piedra, material que igualmente enmarcaba puertas, ventanas y adornos sobre el tejado. El poeta "Pascoaes" pasaba aquí largas temporadas, atendido por un joven matrimonio de caseros. En un enorme salón-cocina con chimenea observé un hueco en el suelo, del tamaño de una persona. María Manuel me aclaró:
- Aquí se bañaba mi tío.
Y salió un momento del salón.
Al ver mi cara de perplejidad, Arturo me comentó por lo bajo:
-"Pascoaes" tenía una relación, diríamos que polivalente, con el matrimonio de caseros.
No pregunté en qué consistía exactamente esa polivalencia. María Manuel volvió con una caja de latón bastante grande y de donde yo pensaba que sacaría magdalenas, mantecados, rosquillas o cualquier cochura casera, me fue mostrando un buen número de cartas manuscritas e inéditas, cada una en su sobre, dirigidas a su tío por Unamuno, Ortega y Gasset, Ramón Pérez de Ayala, Joan Maragall, así como de muchos escritores portugueses. Aquello era un tesoro que, según he visto después buscando en las redes, los investigadores han ido publicando.
Y al día siguiente, después de los protocolarios agradecimientos y cortesías, Arturo y yo partimos en un taxi hacia su casa, en las cercanías de Paço de Sousa.

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