Uno de los descubrimientos poéticos fue Sofía de Mello Breyner, aristócrata y católica, que evolucionó desde sus simpatías monárquicas hasta oponerse a la dictadura salazarista y optó por la Revolución de los claveles. Elegida diputada a la Asamblea Constituyente por el Partido Socialista, fue la primera mujer que obtuvo el más importante premio de la literatura lusa: el Camoens (1999) y, en España, el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (2003). Desde una cosmovisión humanista cristiana, su poesía se muestra comprometida con las realidades sociales de su tiempo. Su mirada gira hacia el mar, ámbito del mundo clásico y la búsqueda de la justicia por encima del mundo en que vivimos. Su estilo es austero: "en un poema es preciso que cada palabra sea necesaria. Las palabras no pueden ser decorativas, no pueden servir sólo para ganar tiempo hasta el final del endecasílabo, las palabras tienen que estar ahí porque son absolutamente indispensables."
ANTINOO
Bajo el peso nocturno del cabello
O bajo la luna diurna de tu hombro
Busqué el orden intacto del mundo
La palabra no escuchada
Largamente bajo el fuego o bajo el vidrio
Busqué en tu rostro
La revelación de dioses que no conozco.
ESCUCHO
Escucho sin saber si estoy
oyendo
El resonar de las
planicies del vacío
O la conciencia
atenta
Que en los confines
del universo
¡Me mira y me
descifra
Sólo sé que camino
como quien
Es mirado amado y
conocido
y por eso en cada
gesto pongo
Gravedad y
riesgo.Pero la auténtica revelación poética la tuve cuando Arturo puso en mis manos una antología poética de Fernando Pessoa, del cual no había escuchado ni el nombre hasta ese día. Comencé a leer, impactado y sin descanso, aquellos versos en portugués:
AUTOPSICOGRAFÍA
El poeta es un
fingidor.
Finge tan completamente
Que hasta finge que es dolor
El dolor que de veras siente.
Y quienes leen lo que escribe,
Sienten, en el dolor leído,
No los dos que el poeta vive
Sino aquél que no han tenido.
Y así va por su camino,
Distrayendo a la razón,
Ese tren sin real destino
Que se llama corazón.
Pessoa tuvo una vida bastante gris, la tópica de un funcionario. Sin embargo, no sólo se convirtió en el buque insignia de las vanguardias portuguesas, sino en algo mucho más importante: en uno de los más grandes escritores de la literatura universal del siglo XX. Varias veces escondió su nombre detrás de heterónimos (Alvaro de Campos, Ricardo Reis, Alberto Caeiros), fenómeno también frecuente en otros poetas del país. Y entre sus numerosos traductores al castellano, figuran Octavio Paz y Angel Crespo.
SI MUERO PRONTO
Si muero pronto,
Sin poder publicar ningún libro,
Sin ver la cara que tienen mis versos en letras de molde,
Ruego, si se afligen a causa de esto,
Que no se aflijan.
Si ocurre, era lo justo.
Aunque nadie imprima mis versos,
Si fueron bellos, tendrán hermosura.
Y si son bellos, serán publicados:
Las raíces viven soterradas
Pero las flores al aire libre y a la vista.
Así tiene que ser y nadie ha de impedirlo.
Si muero pronto, oigan esto:
No fui sino un niño que jugaba.
Fui idólatra como el sol y el agua,
Una religión que
sólo los hombres ignoran.
Fui feliz porque no pedía nada
Ni nada busqué.
Y no encontré nada
Salvo que la palabra explicación no explica nada.
Mi deseo fue estar al sol o bajo la lluvia.
Al sol cuando había sol,
Cuando llovía bajo la lluvia
(Y nunca de otro modo),
Sentir calor y
frío y viento
Y no ir más lejos.
Quise una vez, pensé que me amarían.
No me quisieron.
La única razón del desamor:
Así tenía que ser.
Me consolé en el sol y en la lluvia.
Me senté otra vez a la puerta de mi casa.
El campo, al fin de cuentas, no es tan verde
Para los que son
amados como para los que no lo son:
Sentir es distraerse.
La mayor parte de sus obras se publicó una vez fallecido. Pessoa no es un autor: es toda una literatura. Considero su Libro del desasosiego el más completo "corpus poético" que conozco.
Cuando Arturo concluyó que mi viaje poético por los autores de su país ya estaba suficientemente ilustrado, puso en mis manos una antología de poesía brasileña, donde descubrí a nuevos nombres del nuevo mundo, entre los que recuerdo a Carlos Drumnond de Andrade y a Cecilia Meireles. Esta última, forma una santa trinidad femenina, en mi opinión, junto a Gabriela Mistral y a Juana de Ibarbourou. Tiempo después de aquel viaje escuché un bello poema de Ceciclia Meireles, en la voz de Amalia Rodrigues:
Puse mi sueño en un navío,
y el navío sobre el mar;
abrí el mar con las dos manos
y lo hice naufragar.
Tengo las manos mojadas
de azul y olas entreabiertas.
El color fluye entre mis dedos
tiñendo las arenas desiertas.
El viento vino de lejos,
la noche se curvó de frío.
Bajo el agua va muriendo
mi sueño en su navío.
Lloraré sólo lo necesario
para hacerla mar crecer;
el navío se irá al fondo,
con mi sueño a desaparecer.
Luego será todo perfecto:
playa lisa, aguas calmadas.
Mis ojos secos como piedras,
y mis dos manos destrozadas.
Con la ausencia de luz eléctrica en aquel caserón, las veladas nocturnas eran casi inexistentes. Nos retirábamos pronto. Por eso, yo pasaba en la cama, sin conciliar el sueño, bastante rato. No me importaba escuchar el ladrido de un perro en la finca, el chillido de algún murciélago, el aullido lejano de un lobo por los montes cercanos. Una noche me desperté y pude escuchar unos ayes o quejidos muy tenues pero ciertamente próximos, que venían de la habitación contigua a la mía. Me extrañó porque, teóricamente, nadie vivía en ella. O al menos, Arturo no me la había nombrado cuando me indicó que, dos puertas más allá estaba la habitación de Diamantina y, tras volver la esquina, estaba la suya propia. Cuando me levanté por la mañana, aprovechando que los dos estaban fuera de la casa, intenté inútilmente abrir la puerta. Estaba cerrada con llave. No dije nada y aguardé a la noche siguiente, pero ya sin pegar ojo. Efectivamente, a un tiempo que yo calculé en una hora, volví a escuchar lo mismo. Como si un ser humano, pero no un niño, ¿quizá una mujer? se quejara procurando no ser escuchado. Me entró un miedo pavoroso. Y el miedo es ingobernable, ilógico, incontrolable, especialmente de noche. Me levanté y cerré con llave mi puerta, no fuese que la abuela de Arturo (muerta treinta años atrás) hubiera cambiado la mata de dalias, donde su nieto decía verla, por mi habitación. Decidí que el tiempo de volver a España había llegado o que llegase cuanto antes. Pero, ¿cómo hacerlo sin parecer descortés o asustado?
Una mañana, al bajar al desayuno en el jardín, encontré el ambiente de la casa algo alborotado. Las empleadas domésticas limpiaban alfombras, ventanales, muebles, dirigidas por una Diamantina absolutamente nerviosa. Arturo iba de un lado para otro, también inquieto, ordenando rematar mejor el brillo de un dorado o dónde colocar jarrones con flores. "Mi madre viene mañana a almorzar", me dijo. Desconozco cómo llegó el aviso (¿por paloma mensajera?), pero llegó. Por indicación de Arturo, me vestí de traje y corbata, como él. Y efectivamente, a media mañana del día siguiente se detuvo un automóvil negro hasta abrirse los portones. Entró majestuosamente, se detuvo, bajó un chófer negro y uniformado, y abrió la puerta trasera quitándose la gorra. Doña Mariana, así se llamaba la matriarca, descendió erguida, miró en torno, dio un par de besos a su hijo y, en nuestra presentación, me tendió su mano enguantada, que yo estreché haciendo una leve inclinación de cabeza. Doña Mariana vestía un traje de chaqueta de seda negro y lucía sobre el cabello plateado recogido en moño, un tocado de gasa muy discreto. Componía una figura anticuada bajando de un coche anticuado pero el conjunto resultaba de una enorme dignidad. Todo, salvo el joven y exótico conductor, resultaba como de la posguerra española. Era una mujer culta, hablaba español (aparte de otros idiomas) con cierta soltura. Me preguntó muchas cosas sobre El Escorial, que ella había visitado. Aunque no gesticulaba ni su rostro expresaba interés o sorpresas, pronto descubrí que yo le causaba una muy buena impresión. Y entonces se me encendió la luz. Dejé caer que yo debería regresar a España en uno o dos días, pues se acercaba el cumpleaños de mi madre y quería acompañarla. Mi mentira piadosa causó un efecto excelente en doña Mariana, quien apoyó mi idea. Incluso sugirió que podría adelantar ese regreso para que, tras dejarla en su casa ese mismo día, el conductor me llevara hasta Salamanca y allí yo pudiera tomar el tren. Acepté de inmediato, ante el desconsuelo de mi anfitrión y mientras su madre reposaba en un sofá del despacho tras el almuerzo, hice rápidamente mi maleta que Castro Faztudo (original apellido el del mecánico) la bajó y la introdujo en el coche. Arturo me preparó una bolsa de libros, incluyendo unos bellísimos dibujos a tinta, realizados por él y que estarán en alguna de mis muchas carpetas conservadas en el pueblo.
Me despedí de Arturo, de Diamantina, de las empleadas, que me decían adiós en la puerta con leves inclinaciones de cabeza y partimos en aquel automóvil, un Ford antiguo, tapizado por dentro en cuero granate un tanto deteriorado. A unos treinta kilómetros llegamos a casa de doña Mariana, donde ella bajó y al despedirnos, me dijo: "que Castro le lleve a Salamanca o al Escorial, si gusta. Le doy dos o tres días de permiso. Y usted, vuelva cuando quiera." De nuevo en carretera, Castro y yo decidimos quedarnos en Salamanca un par de días y que él conociera esa espléndida ciudad.
Al cabo de un par de años, Arturo y Diamantina se trasladaron a la calle Brieva, de Ávila, donde fui a visitarlos. Él dibujaba miniaturas maravillosas, que expuso en una sala de la ciudad. Me explicó que había legado la finca del Paço a su hijo Federico, quien inmediatamente instaló la luz eléctrica. Arturo y yo discutíamos mucho sobre política y religión. Me decía, riéndose: "Te veo de un progresismo descabellado". Sobre la Unión Europea, ya me confesó entonces: "Portugal y España se ufanan de pertenecer a un reino de taifas que, algún día, será un cadáver enterrado por China". Y yo me reía mucho.
Una mañana, al bajar al desayuno en el jardín, encontré el ambiente de la casa algo alborotado. Las empleadas domésticas limpiaban alfombras, ventanales, muebles, dirigidas por una Diamantina absolutamente nerviosa. Arturo iba de un lado para otro, también inquieto, ordenando rematar mejor el brillo de un dorado o dónde colocar jarrones con flores. "Mi madre viene mañana a almorzar", me dijo. Desconozco cómo llegó el aviso (¿por paloma mensajera?), pero llegó. Por indicación de Arturo, me vestí de traje y corbata, como él. Y efectivamente, a media mañana del día siguiente se detuvo un automóvil negro hasta abrirse los portones. Entró majestuosamente, se detuvo, bajó un chófer negro y uniformado, y abrió la puerta trasera quitándose la gorra. Doña Mariana, así se llamaba la matriarca, descendió erguida, miró en torno, dio un par de besos a su hijo y, en nuestra presentación, me tendió su mano enguantada, que yo estreché haciendo una leve inclinación de cabeza. Doña Mariana vestía un traje de chaqueta de seda negro y lucía sobre el cabello plateado recogido en moño, un tocado de gasa muy discreto. Componía una figura anticuada bajando de un coche anticuado pero el conjunto resultaba de una enorme dignidad. Todo, salvo el joven y exótico conductor, resultaba como de la posguerra española. Era una mujer culta, hablaba español (aparte de otros idiomas) con cierta soltura. Me preguntó muchas cosas sobre El Escorial, que ella había visitado. Aunque no gesticulaba ni su rostro expresaba interés o sorpresas, pronto descubrí que yo le causaba una muy buena impresión. Y entonces se me encendió la luz. Dejé caer que yo debería regresar a España en uno o dos días, pues se acercaba el cumpleaños de mi madre y quería acompañarla. Mi mentira piadosa causó un efecto excelente en doña Mariana, quien apoyó mi idea. Incluso sugirió que podría adelantar ese regreso para que, tras dejarla en su casa ese mismo día, el conductor me llevara hasta Salamanca y allí yo pudiera tomar el tren. Acepté de inmediato, ante el desconsuelo de mi anfitrión y mientras su madre reposaba en un sofá del despacho tras el almuerzo, hice rápidamente mi maleta que Castro Faztudo (original apellido el del mecánico) la bajó y la introdujo en el coche. Arturo me preparó una bolsa de libros, incluyendo unos bellísimos dibujos a tinta, realizados por él y que estarán en alguna de mis muchas carpetas conservadas en el pueblo.
Me despedí de Arturo, de Diamantina, de las empleadas, que me decían adiós en la puerta con leves inclinaciones de cabeza y partimos en aquel automóvil, un Ford antiguo, tapizado por dentro en cuero granate un tanto deteriorado. A unos treinta kilómetros llegamos a casa de doña Mariana, donde ella bajó y al despedirnos, me dijo: "que Castro le lleve a Salamanca o al Escorial, si gusta. Le doy dos o tres días de permiso. Y usted, vuelva cuando quiera." De nuevo en carretera, Castro y yo decidimos quedarnos en Salamanca un par de días y que él conociera esa espléndida ciudad.
Al cabo de un par de años, Arturo y Diamantina se trasladaron a la calle Brieva, de Ávila, donde fui a visitarlos. Él dibujaba miniaturas maravillosas, que expuso en una sala de la ciudad. Me explicó que había legado la finca del Paço a su hijo Federico, quien inmediatamente instaló la luz eléctrica. Arturo y yo discutíamos mucho sobre política y religión. Me decía, riéndose: "Te veo de un progresismo descabellado". Sobre la Unión Europea, ya me confesó entonces: "Portugal y España se ufanan de pertenecer a un reino de taifas que, algún día, será un cadáver enterrado por China". Y yo me reía mucho.
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