Llegamos a la heredad de Arturo, a unos tres kilómetros de Paço de Sousa, en un taxi. Era poco antes del mediodía y nos esperaban con el almuerzo preparado. Desconozco cómo mi amigo les avisó porque en este lugar tan apartado no había teléfono. Se accedía a la finca por un camino lateral desde una carretera secundaria, hasta un enorme portón. El taxi nos dejó allí mismo. En un rincón de la entrada al primer patio, se veía un antiguo landó, recuerdo de una época pretérita, y que sería nuestro cercano testigo de los desayunos al aire libre cada mañana. El caserón formaba un ángulo recto en cuyo vértice se levantaba un enorme torreón de piedra con almenas. Los dos lados del ángulo, construidos muy posteriormente y enjalbegados en blanco impoluto, lo formaban dos pabellones. Uno, el principal, daba a los salones de la planta baja, incluidos el despacho y la biblioteca de Arturo. El otro era donde se ubicaban la cocina y la vivienda de los sirvientes y "finqueiros", hombres y mujeres vestidos con trajes de faenas agrícolas y ellas, de negro con pañuelo a la cabeza, con los que nunca hablé. Subimos las escaleras de la entrada como si nos rindieran honores los grandes tiestos de hortensias que adornaban los extremos de cada escalón. Allí mismo me contó Arturo que cierta anciana aristocrática, amiga de su madre, le visitó una vez. Y cuando se preparaban a bajar la escalera, ella comentaba lo bonito del paisaje con frases muy poéticas. Nadie sabe cómo resbaló y cayó rodando escaleras abajo, arrastrando varios tiestos.
La gobernanta dio instrucciones para que se ocuparan de nuestras maletas. Se trataba de una mujer en torno a los cincuenta años y un rostro enigmático, de color cobrizo, peinada con moño. Inmediatamente me recordó al famoso "Toro Sentado", el líder de los indios siux. Pero la expresión de su cara cobraba una leve dulzura dosificada que se hacía más visible cuando hablaba al "patrón", tal como ella llamaba a Arturo. Diamantina, ese era su nombre, lo idolatraba, quizá lo amaba platónicamente en silencio. Nos sirvieron el almuerzo en el comedor, una amplia habitación que, según calculé, ocupaba todo el piso bajo del torreón. Cuatro columnas de piedra parecían hacer guardia a la mesa toda de granito, apta para seis cubiertos, y cuyo tablero se cubría con una losa de mármol negro brillante. Nos sentamos a comer, él en un extremo y yo en el otro, como si lo hiciéramos sobre un catafalco. A mi derecha y a mi izquierda podía ver dos armaduras antiguas, rogando al cielo que dentro no encerraran los esqueletos de ningún antepasado del barón de Ansede. No había nadie más de la familia de Arturo en la casa. Sus dos hijos estudiaban lejos, tal vez en Porto o en Coimbra. Tampoco recuerdo si su esposa había fallecido o estaban divorciados. Sus padres, los marqueses de Lambert, vivían en la región, en una casa enorme de piedra tapizada por hiedra, según la foto que me enseñó.
Pronto me comentó mi anfitrión que no había querido instalar corriente eléctrica. Sin teléfono y sin electricidad, me comencé a imaginar por la noche con candelabros, quinqués, y palmatorias. Todo un logro de ambientación. Mientras no tuviéramos que recurrir a las antorchas...
Tras una breve siesta, tomamos el té en el despacho-biblioteca de Arturo y, seguidamente, salimos a dar un paseo por la finca. El camino nos llevaba hacia una ermita rodeados de toda clase de árboles y plantas. Arturo se detuvo ante una gran mata de dalias.
- Aquí me encuentro muchas veces con mi abuela, me comentó.
- ¡Ah!, ¿es que ella vive también aquí?
- No, no. Ella murió hace treinta años.
Lo dijo con tanta naturalidad, y me quedé tan sorprendido, que ya no me atreví a preguntar nada más. Por lo visto, lo que a mí me parecía insólito, para él era lo más natural del mundo.
Al atardecer, Arturo bajó a la zona del servicio para rezar el rosario con los "finqueiros".
La calma, el silencio, la tranquilidad de aquel espacio hubieran llevado indefectiblemente al aburrimiento si no fuera porque la conversación y la biblioteca de Arturo eran variadas e inagotables. Me refirió sus viajes a Formosa, en Asia, y su asistencia a bienales poéticas en Bélgica. Me iba mostrando libros de poetas portugueses, muchos de ellos dedicados, seleccionando los más interesantes para que les echara un vistazo. Yo aproveché durante aquellos días para leerlos y, así, descubrí textos de una grande e inesperada belleza, nombres hasta entonces desconocidos por mí: Eugenio de Andrade, también traductor de García Lorca al portugués ("Ser joven no es fácil. Algunos me buscan para que les dé certezas, y yo no tengo ninguna ni siquiera para uso personal. Por eso no dejo de decirles que la única cosa en que estoy interesado es en perturbarlos. La poesía es subversión, y esta pasa por el cuerpo, naturalmente"):
—«¿Dónde hay una doctrina
que pueda poner de acuerdo
toda mi propia grandeza
con toda mi desgracia?
¿Qué Dios humano me dirá esa parábola divina?
¿Quién me hará ese milagro?
¿Quién me abrirá esa puerta?
¡Sea quien fuere,
(Dios o Satán, poco importa)
quiero llamarle mi señor,
abrazarme a sus pies como un esclavo!»
Pero en vano
lanzo al silencio mi pregón,
lo arrojo a la multitud que pasa:
—«¿Dónde hay una doctrina
que pueda poner de acuerdo
toda mi propia grandeza
con toda mi desgracia?»
Mario de Sá-Carneiro, el gran amigo de Fernando Pessoa (su introductor en los círculos literarios), quien a pesar de suicidarse a los veintiséis años en París, dejó una obra interesantísima como narrador, poeta y corresponsal de su mentor.
Y más y más nombres: José Regio, Guerra Junqueiro y tantos otros que ahora no me vuelven a la memoria. Poco a poco me iba acostumbrando a leer en una lengua, que ni siquiera ahora domino, a unos escritores, hermanos y paralelos de la literatura gallega, y primos del resto de los peninsulares. Con razón, a la poesía portuguesa del siglo XX se la considera, con razón, el Siglo de Oro portugués. Un catálogo aún más numeroso que nuestros poetas del 27, pero lamentablemente poco conocido aún (salvo excepciones) en nuestro país.
Al atardecer, Arturo bajó a la zona del servicio para rezar el rosario con los "finqueiros".
La calma, el silencio, la tranquilidad de aquel espacio hubieran llevado indefectiblemente al aburrimiento si no fuera porque la conversación y la biblioteca de Arturo eran variadas e inagotables. Me refirió sus viajes a Formosa, en Asia, y su asistencia a bienales poéticas en Bélgica. Me iba mostrando libros de poetas portugueses, muchos de ellos dedicados, seleccionando los más interesantes para que les echara un vistazo. Yo aproveché durante aquellos días para leerlos y, así, descubrí textos de una grande e inesperada belleza, nombres hasta entonces desconocidos por mí: Eugenio de Andrade, también traductor de García Lorca al portugués ("Ser joven no es fácil. Algunos me buscan para que les dé certezas, y yo no tengo ninguna ni siquiera para uso personal. Por eso no dejo de decirles que la única cosa en que estoy interesado es en perturbarlos. La poesía es subversión, y esta pasa por el cuerpo, naturalmente"):
"Ahora vivo más cerca del sol, los amigos
no saben el camino: es bueno
ser así de nadie
en las altas ramas, hermano
del canto exento de algún ave
de paso, reflejo de un reflejo,
contemporáneo
de cualquier mirada desprevenida,
solamente este ir y venir con las mareas,
ardor hecho de olvido,
polvo dulce a la flor de la espuma,
eso apenas."
Miguel Torga cuya vida (sirviente, seminarista, médico, escritor) es tan variada como su propia obra (novelista, articulista y poeta), sufrió persecución y cárcel por parte del régimen de Salazar, a causa de su obra La creación del mundo (1939), donde refería un viaje por la España guerra-civilista. En sus Diarios desfilan casi todas las personalidades políticas, religiosas, literarias del siglo XX. Era un admirador incondicional de Unamuno. Un iberista moderado: "Soy un portugués hispánico. Nací en una aldea trasmontana, pero respiro todo el aire peninsular... Celoso de mi patria cívica, de su independencia, de su historia, de su singularidad cultural, me gusta, sin embargo, sentirme gallego, castellano, andaluz, catalán, vasco". Arturo me obsequió su libro Bichos, que aún conservo en algún lugar de mi dispersa biblioteca. José Regio, cuya lírica me cautivó por su lucha entre contrarios, su equilibrio desequilibrado entre Dios y el Diablo, entre los demás y él mismo. Fue un poeta en la estela de Pessoa pero no un seguidor. Su voz suena única en ese segundo modernismo portugués que tanto aportó:—«¿Dónde hay una doctrina
que pueda poner de acuerdo
toda mi propia grandeza
con toda mi desgracia?
¿Qué Dios humano me dirá esa parábola divina?
¿Quién me hará ese milagro?
¿Quién me abrirá esa puerta?
¡Sea quien fuere,
(Dios o Satán, poco importa)
quiero llamarle mi señor,
abrazarme a sus pies como un esclavo!»
Pero en vano
lanzo al silencio mi pregón,
lo arrojo a la multitud que pasa:
—«¿Dónde hay una doctrina
que pueda poner de acuerdo
toda mi propia grandeza
con toda mi desgracia?»
Mario de Sá-Carneiro, el gran amigo de Fernando Pessoa (su introductor en los círculos literarios), quien a pesar de suicidarse a los veintiséis años en París, dejó una obra interesantísima como narrador, poeta y corresponsal de su mentor.
Y más y más nombres: José Regio, Guerra Junqueiro y tantos otros que ahora no me vuelven a la memoria. Poco a poco me iba acostumbrando a leer en una lengua, que ni siquiera ahora domino, a unos escritores, hermanos y paralelos de la literatura gallega, y primos del resto de los peninsulares. Con razón, a la poesía portuguesa del siglo XX se la considera, con razón, el Siglo de Oro portugués. Un catálogo aún más numeroso que nuestros poetas del 27, pero lamentablemente poco conocido aún (salvo excepciones) en nuestro país.
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