Habíamos dejado al candidato ya ingresado en ese seminario menor que será su casa durante bastantes años. Allí conoce a sus nuevos profesores, formadores, y, sobre todo, a nuevos compañeros con los cuales va a compartir, también durante años, aulas, capilla, dormitorios, deportes, rezos, etc. Los estudios de Humanidades (así llamados) abarcarían seis o siete años pero, aunque estaban reconocidos por el Estado español, carecían de convalidación legal. Por lo tanto, el muchacho recibía una densa formación en Letras (especialmente en latín), que poco le servía en caso de regularizar estudios si abandonaba el seminario.
Al acercarse el fin de ciclo, se les preparaba para ir al noviciado, lugar mucho más cerrado aún al exterior. Generalmente, el ingreso en dicho espacio llevaba consigo la imposición del hábito pero sin emisión de votos. Durante un año o más (dependiendo de las normas de cada congregación), se les instruía en historia de la Orden, en los múltiples significados y leyes sobre los votos, en espiritualidad... todo ello bien cargado de ceremonias religiosas, rezos en el coro junto con toda la Comunidad con quienes también se compartían las comidas en el refectorio. Era como un ensayo general de lo que vivirían en el futuro, a manera de "prueba". Digamos a modo de apéndice que también se les continuaba instruyendo en educación, urbanidad (como se decía entonces) y en comportamientos públicos variados. Los novicios llevaban una vida aparte no sólo con el mundo exterior (incluyendo la limitación de cartas) pues no podían salir del convento o monasterio sin permiso, y también casi aislados del resto de la Comunidad. Y llegaba el día de la "profesión" o emisión de votos temporales, una ceremonia litúrgicamente hermosa y en la cual el muchacho prometía obediencia, pobreza y castidad. Promesas nada difíciles de cumplir para jóvenes acostumbrados a obedecer desde niños sin haber ejercido jamás la capacidad de elegir libremente, una pobreza en la que venían desenvolviendo sus vidas desde siempre sin disponer de dinero y una castidad sin haber tratado prácticamente a ninguna mujer de su edad.
Tres años de Filosofía con materias como Teodicea, Crítica, Metafísica, Latín, Griego, Cosmología, Lógica... formaban al seminarista en las bases del pensamiento occidental, necesarias para los cuatro cursos siguientes de Teología: Dogmática, Moral, Sagrada Escritura, Derecho Canónico, Pastoral, Catequética..., muchas de ellas explicadas y examinadas en latín. A su vez, el Maestro o Rector del Seminario Mayor les impartía charlas variadas semanalmente. Todo ello salpicado de rezos del Oficio Divino en el coro y ceremonias litúrgicas convenientemente ensayadas. La vida de puertas adentro (ya que las salidas al exterior eran excepcionales y con permiso, así como los viajes para visitar a la familia en caso de fallecimiento directo), no dejaba tiempo de aburrirse. En los tiempos libres, paseos en común por algún huerto propio, partidos de fútbol (con el hábito recogido), funciones teatrales preparadas por Navidad, veladas literarias, ensayos para ser publicados en alguna revista del seminario o en tablones, etc., etc.
Llegado el momento de los votos solemnes o perpetuos, el seminarista prometía nuevamente obediencia, pobreza y castidad sin idea clara de qué era lo contrario. Igualmente, en los últimos cursos de Teología era ordenado por un obispo de modo progresivo: primero las órdenes menores, después, de Subdiácono, más tarde de Diácono y, por fin, de sacerdote, esto último coincidiendo con el último curso de la Teología. Si por azar, el candidato no deseaba llegar al sacerdocio, podía abandonar libremente el seminario (tras las pertinentes dispensas de votos), y tendría que buscar un trabajo comprobando que trece cursos de Humanidades, Filosofía y Teología le eran convalidados por un magro bachillerato civil de seis años. O sea, casi nada.
¿Carencias en la formación? Muchísimas. Aparte de disfrutar o padecer a profesores más o menos preparados, a superiores del seminario piadosos pero no siempre justos y objetivos, el candidato no salía preparado para AMAR, precepto básico del evangelio. El voto de castidad se ha convertido en un instrumento represor de afectos: la amistad más destacada con un compañero era tildada de "amistad particular" y perseguida como sospechosa. La pobreza no era ya un "desprendimiento" de los bienes, sino una austeridad espartana. La obediencia era simple "sumisión" a la voluntad o al capricho de superiores en bastantes ocasiones atrabilarios.
Con esa formación impregnada de Letras dogmáticas y cánones, el joven fraile salía destinado a un mundo en el que pocos aprendizajes le iban a ser útiles, especialmente quienes iban destinados a centros educativos (colegios menores y mayores), misiones, incluso parroquias. Las deficiencias de la formación se suplían a base de trabajo y buena voluntad.
Tres años de Filosofía con materias como Teodicea, Crítica, Metafísica, Latín, Griego, Cosmología, Lógica... formaban al seminarista en las bases del pensamiento occidental, necesarias para los cuatro cursos siguientes de Teología: Dogmática, Moral, Sagrada Escritura, Derecho Canónico, Pastoral, Catequética..., muchas de ellas explicadas y examinadas en latín. A su vez, el Maestro o Rector del Seminario Mayor les impartía charlas variadas semanalmente. Todo ello salpicado de rezos del Oficio Divino en el coro y ceremonias litúrgicas convenientemente ensayadas. La vida de puertas adentro (ya que las salidas al exterior eran excepcionales y con permiso, así como los viajes para visitar a la familia en caso de fallecimiento directo), no dejaba tiempo de aburrirse. En los tiempos libres, paseos en común por algún huerto propio, partidos de fútbol (con el hábito recogido), funciones teatrales preparadas por Navidad, veladas literarias, ensayos para ser publicados en alguna revista del seminario o en tablones, etc., etc.
Llegado el momento de los votos solemnes o perpetuos, el seminarista prometía nuevamente obediencia, pobreza y castidad sin idea clara de qué era lo contrario. Igualmente, en los últimos cursos de Teología era ordenado por un obispo de modo progresivo: primero las órdenes menores, después, de Subdiácono, más tarde de Diácono y, por fin, de sacerdote, esto último coincidiendo con el último curso de la Teología. Si por azar, el candidato no deseaba llegar al sacerdocio, podía abandonar libremente el seminario (tras las pertinentes dispensas de votos), y tendría que buscar un trabajo comprobando que trece cursos de Humanidades, Filosofía y Teología le eran convalidados por un magro bachillerato civil de seis años. O sea, casi nada.
¿Carencias en la formación? Muchísimas. Aparte de disfrutar o padecer a profesores más o menos preparados, a superiores del seminario piadosos pero no siempre justos y objetivos, el candidato no salía preparado para AMAR, precepto básico del evangelio. El voto de castidad se ha convertido en un instrumento represor de afectos: la amistad más destacada con un compañero era tildada de "amistad particular" y perseguida como sospechosa. La pobreza no era ya un "desprendimiento" de los bienes, sino una austeridad espartana. La obediencia era simple "sumisión" a la voluntad o al capricho de superiores en bastantes ocasiones atrabilarios.
Con esa formación impregnada de Letras dogmáticas y cánones, el joven fraile salía destinado a un mundo en el que pocos aprendizajes le iban a ser útiles, especialmente quienes iban destinados a centros educativos (colegios menores y mayores), misiones, incluso parroquias. Las deficiencias de la formación se suplían a base de trabajo y buena voluntad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario