Me alegró encontrar a Felisa en el centro comercial después de más de veinte años sin verla. Besos de saludo y frases propias del momento. Le pregunté por su niño.
- Ja ja ja... el niño tiene ya veintisiete años cumplidos y mide uno ochenta, me respondió toda orgullosa mientras abría su carterita y me mostraba a su Julián empuñando unos guantes de boxeo en lo que parecía un gimnasio. Realmente, el bebé de entonces se había convertido en un mocetón.
- ¿Es boxeador?
- No, no, esto es por afición nada más. El ahora trabaja en la Real Academia.
- Ah, no sabía que tu chico es filólogo.
- ¡Qué va! Está pintando unas puertas. Y tal como está el trabajo, no es poco. Con una empresa y con un contrato temporal, ya ves. Pero gracias a Dios, tiene perspectivas de mejorar.
- Pues sí, a ver si lo hacen fijo y prospera en la empresa.
- No creo. Ahora no hacen fijo a nadie. Pero ha conocido en el gimnasio a un presentador de telediarios de una cadena, y se han hecho muy amigos. Se está portando muy bien con él. Se preocupa de comprarle ropa y para su cumpleaños le regaló un reloj de esos caros. Algunas veces se van de viaje juntos. La Semana Santa la pasaron en Marruecos. Y le ha prometido que lo va a colocar en la cadena. Vamos, como un hermano.
- Ya me imagino, ya.
- Yo le digo que aproveche, porque con la planta que tiene mi Julián, a lo mejor llega a hacerse "famoso".
Y agarrando de nuevo sus bolsas del supermercado, que había depositado en el suelo, se alejó hacia las escaleras mecánicas.
Esta palabra me recordó una tarde en que yo iba desde Plaza de Castilla en autobús hasta la Glorieta de Embajadores, final de trayecto. Me acomodé suficientemente solo para leer. A las pocas estaciones subieron dos orondas matronas amigas entre ellas, se sentaron frente a mí y conversaban sin parar en ese tono de voz que ahora consiste en que todo el mundo (sea vagón de metro o en autobús) se entere de lo que se habla. Yo intentaba seguir leyendo. Empeño inútil. El autobús se detuvo en la plaza de Gregorio Marañón y la amiga más cultivada le señaló un edificio a su amiga comentando: "En esa casa vivió Marañón".
- Y ese, ¿quién era?
- Mujer, un médico muy importante.
- Ah, bueno. Con ese nombre pensé que era un torero. O un famoso.
A partir de entonces comprendí que ser famoso no tiene nada que ver con la ciencia, ni con tocar el arpa en una cátedra del conservatorio, ni ser excavador en Atapuerca. Pero no teniendo idea clara, pregunté a una antigua alumna que trabaja en una empresa de producción de programas para la tele. Me dio una larga explicación con la que comprendí que es un aprendizaje complicado hasta llegar al triunfo. Todo consiste en una intensa preparación del cuerpo, sesiones diarias de gimnasio y nocturnas de discoteca, verdaderas oficinas de empleo. Se requieren destrezas inimaginables y pasar por pruebas arriesgadas, como casarse o liarse con alguien ya perteneciente al "famoseo". Después, separarse de forma lo más escandalosa posible para vender exclusivas y así, sucesivamente. Cuantos más fotógrafos persigan a uno o una, tanto mejor. Naturalmente, se pasa muchas veces por los juzgados de la plaza de Castilla: o bien por un divorcio o por una demanda, así que no viene mal conocer un poquito de leyes. Es fundamental tener un asesor o representante, para diferentes actuaciones (que hoy día llaman "bolos", me parece). Naturalmente, la cotización va subiendo (lo que se dice un "caché") y en menos que canta un gallo, se ha amasado una fortunita. Incluso a propios parientes y vecinos les surge cierta "pedrea" si acceden a responder a periodistas y fotógrafos, con lo cual se contribuye a la elevación del nivel familiar y del propio barrio. Que no es poco.
Creo que la Universidad Complutense debería plantearse un Curso de Verano sobre el tema, con Belén Esteban de coordinadora y conferenciantes a la medida. Y si me apuran, crear una nueva titulación al efecto, con su Facultad, sus cursos, créditos, titulaciones, especialidades y todo lo demás. A lo mejor así se libraba del declive de alumnos y de ingresos que soporta. "Gaudeamus igitur".
- Y ese, ¿quién era?
- Mujer, un médico muy importante.
- Ah, bueno. Con ese nombre pensé que era un torero. O un famoso.
A partir de entonces comprendí que ser famoso no tiene nada que ver con la ciencia, ni con tocar el arpa en una cátedra del conservatorio, ni ser excavador en Atapuerca. Pero no teniendo idea clara, pregunté a una antigua alumna que trabaja en una empresa de producción de programas para la tele. Me dio una larga explicación con la que comprendí que es un aprendizaje complicado hasta llegar al triunfo. Todo consiste en una intensa preparación del cuerpo, sesiones diarias de gimnasio y nocturnas de discoteca, verdaderas oficinas de empleo. Se requieren destrezas inimaginables y pasar por pruebas arriesgadas, como casarse o liarse con alguien ya perteneciente al "famoseo". Después, separarse de forma lo más escandalosa posible para vender exclusivas y así, sucesivamente. Cuantos más fotógrafos persigan a uno o una, tanto mejor. Naturalmente, se pasa muchas veces por los juzgados de la plaza de Castilla: o bien por un divorcio o por una demanda, así que no viene mal conocer un poquito de leyes. Es fundamental tener un asesor o representante, para diferentes actuaciones (que hoy día llaman "bolos", me parece). Naturalmente, la cotización va subiendo (lo que se dice un "caché") y en menos que canta un gallo, se ha amasado una fortunita. Incluso a propios parientes y vecinos les surge cierta "pedrea" si acceden a responder a periodistas y fotógrafos, con lo cual se contribuye a la elevación del nivel familiar y del propio barrio. Que no es poco.
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