La muerte iguala a todos. No sólo a los muertos, sino también a los familiares vivos del difunto. Da igual si se disputa un trono o una mecedora. Las medievales Danzas de la muerte ponían ante el público que todos somos mortales y perecederos. Pero después, el teatro ha representado lo que sucede en este mundo tras la muerte de los seres queridos, especialmente en el entorno familiar. En el teatro español contemporáneo poseemos títulos recientes: La otra orilla, de José López Rubio, Cinco horas con Mario, adaptación de la novela de Miguel Delibes, Hay que deshacer la casa, de Sebastián Junyent, por citar algunos títulos señeros y diferentes entre sí. A la lista tenemos que añadir ahora Ceniza, la obra de José Pascual Abellán, que, tras recorrer varias ciudades, ha recalado en el Teatro Fernán-Gómez de la Plaza de Colón de Madrid.
Padre e hijo vuelven del tanatorio donde ha sido incinerado el cadáver de la esposa y madre respectivamente. Hace años que uno y otro no se han encontrado y, ante la urna con las cenizas de la difunta, van desgranando sus rencillas, sus frustraciones y debilidades. Ya no es tiempo de ficciones. El maquillaje de las apariencias se va diluyendo poco a poco. Y el texto se va deslizando en su drama con alguna réplica de humor (incluso de humor negro), hasta ese final casi abierto donde una puerta iluminada combina a la perfección con la firma de unos papeles. Cada cual, a lo suyo.
Los dos intérpretes defienden esa esgrima verbal como pueden (el texto es complicado por la versatilidad de los cambios emotivos), aunque si he de reconocer algo es la superioridad del joven Antonio Campos sobre la veteranía de Guillermo Montesinos. Por decirlo de una forma simple, ese padre no le "pega" a ese hijo. No ya en la diferencia de altura física (Campos parece un jugador de baloncesto y Montesinos es bajito), sino en que el primero interpreta naturalmente desde la sencillez o complejidad de cada frase y el segundo, en ocasiones, grita o sobreactúa sin necesidad, como pendiente de la reación del público. Antonio Campos es capaz de despetar en el espectador la sospecha, la ternura, la simpatía, la complicidad o el temor. Guillermo Montesinos no consigue esa versatilidad de reacciones aunque quiera. Son dos estilos interpretativos muy diferentes.
En todo caso, la obra merece ser vista pues plantea un problema muy común en las familias, está bien escrita y, en Madrid, con la ventaja de un teatro muy bien comunicado (el Fernán Gómez en la plaza de Colón) a un precio asequible. En cuanto al autor, José Pascual Abellán, tendremos que seguirle la pista en sucesivos estrenos. Todo el equipo es de Albacete. Una productora que merece nuestro apoyo por arriesgar en un arte que el propio gobierno español maltrata triplicando el IVA de la asfixia. Pero esto es harina de otro costal.
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