SAMARKANDA

SAMARKANDA
Bienvenido al karavansar. No por casualidad he llamado así a mi blog, puesto que en alguna lengua de Oriente se llama de este modo a la posada, la pensión, la fonda, donde descansar antes de seguir el camino. Decir que la vida es un tránsito no es descubrir América (que también se hizo en un tránsito, pero por mar), pues ya muchos autores lo expresaron. Pero sí quiero señalar la provisionalidad, el azar, la hospitalidad, el descanso, la cercanía que produce "pasar" por un sitio desconocido a algo más seguro, que es el fin del viaje. Desde Jorge Manrique hasta Antonio Machado se ha plasmado la imagen del hombre como viajero. Y este blog pretende que nos encontremos, "ligeros de equipaje", en esta parada y fonda virtual, que no virtuosa. Hasta pronto.

martes, 5 de mayo de 2009

MI GENTE (V): JAIME

Cualquiera es el guapo que se atreve a escribir el retrato literario de un escritor. Se puede caer en la biografía, la hagiografía, la ecografía y hasta en la necrología… en vida. Y si ese escritor es Jaime Alejandre, entonces uno está saltando de trapecio en trapecio y sin red, poniendo en riesgo la propia espina dorsal. Me pasaría años con el diccionario en la mano a la caza y captura de adjetivos, verbos, sustantivos esdrújulos, y no sacaría nada en limpio para describir a Jaime Alejandre. A un escritor no se le describe, se le lee. Pero es que Jaime no es un escritor al uso, de esos que estamos acostumbrados a ver reseñados en Babelia, que parecen todos iguales. Jaime limpia, fija y da esplendor a cada palabra. Las saca del diccionario como de una alacena, las acaricia, las sopesa, las mira y remira, las besuquea, les pasa una y otra vez el plumero, les echa el vaho o les pone un poco de saliva salvadora (como hacía el Nazareno según refieren los evangelios) y las frota con un paño para después colocarlas, deslumbrantes, donde le da la gana, buscándoles perspectivas, significados, sentidos nuevos y originales, con lo cual, leer algo de Jaime es ir de sobresalto en sobresalto. Cuando leo a Jaime Alejandre siempre pienso: “¿cómo no se me había ocurrido antes a mí esta similicadencia o esta paronomasia?” En un texto de Jaime las palabras andan revueltas y alocadas, como si en un “belén” las lavanderas estuvieran retozando con los pastores y los Reyes Magos jugaran a hacer carreras de camellos. Y lo curioso es que forman textos compactos, tristes, alegres, cómicos, poéticos, ambiguos, de manera que uno no sabe si está leyendo el devocionario de la abadesa mitrada de las Huelgas de Burgos o las memorias de una furcia de Lavapiés. El último libro suyo que leí, De entre las ruinas, lo había comenzado en el metro y lo acabé en un balneario después de darle varias vueltas a sus relatos sobre la muerte. En el metro me pasé de estación y en el balneario se me olvidó la cita con el masajista. Jaime es, para mí, uno de los mejores escritores de su generación, que es tanto como decir que es uno de los escritores más desconocidos de su tiempo. Y por si todo esto fuera poco, escribe unos correos electrónicos que dan ganas de ponerles un marco y colocarlos en la pared, formando un vistoso zócalo nazarí. Pero en España, si no entras en los circuitos editoriales poderosos, en las páginas de los macro-medios o en las sedes de los partidos, no vendes un libro. Y para mayor inri, los grandes almacenes devuelven cada dos por tres las novedades. Menos mal que con esto de la red podemos escribir lo que nos dé la gana y lo puede leer un comerciante de Pernambuco igual que una secretaria de Barcelona. Un último secreto de la magia “alejandrina”: es un quejica. Siempre está pidiendo cariño, más que lectores. Por tanto, lector que me lees, visita su página web y, si te es posible, envíale un mensaje diciéndole, que además de escribir como un arcángel, es un tío atractivo (eso ya se lo dicen las mujeres), que se pondrá contento como un niño. Y me enviará un correo feliz, contándomelo, para mi colección. En http://www.jaimealejandre.es/ tiene usted su casa.

lunes, 4 de mayo de 2009

LISBOA ANTIGUA Y HERMOSA

Así comenzaba una canción de Amalia Rodrígues, todavía un mito musical en la memoria colectiva lusitana. Lisboa me fascinó desde mi primera visita. A pesar de los cambios producidos en ella, me sigue pareciendo una vieja dama aristocrática venida a menos por circunstancias de fortuna o, más bien, de infortunios. Es como una vieja marquesa descendiente de apellido ilustre, que hubiera perdido su fortuna en revoluciones y su casa-palacio arrasada por incendios y terremotos. Esa vieja señora ha podido salvar algunos enseres, un poco de su vetusto patrimonio, abriendo un pequeño restaurante que ella misma gestiona. Es una moderna “pizzería” sin pretensiones, decorada al gusto minimalista de hoy. Pero gracias a este negocio, la vieja señora ha podido restaurar su viejo palacete de la rúa das Janelas Verdes, entre el museo de Arte Antiga y “os bombeiros”.
Lisboa ha sido cantada millones de veces por sus poetas con una mirada casi siempre melancólica que acaba, inevitablemente, en ese río que llega hasta la mar océana, o ese mar que se adentra en el Tajo. No se puede entender a Lisboa sin volver la vista al pasado de grandes glorias que chocan con la dura realidad, a la nostalgia de todo aquello que se fue en un galeón de guerra o en un barco mercante, para nunca más volver. Es lo que allí llaman “saudade”. Lisboa, como Roma, se sienta sobre siete colinas y forma miradores hacia los cuatro puntos cardinales, abriendo sus dos grandes puentes como brazos, para recibir al forastero. Hay que llegar al centro de la ciudad, a la plaza del Rossio, para tomar un café expreso en Nicola y seguir después caminando por la rúa Augusta, columna vertebral de la ciudad, para llegar hasta la Plaza del Comercio. Y allí, mirando al mar, sentirse mitad portugués, mitad español, mientras se escuchan a la espalda los tranvías rojos y enfrente a las gaviotas, que cuentan amores imposibles.