Así comenzaba una canción de Amalia Rodrígues, todavía un mito musical en la memoria colectiva lusitana. Lisboa me fascinó desde mi primera visita. A pesar de los cambios producidos en ella, me sigue pareciendo una vieja dama aristocrática venida a menos por circunstancias de fortuna o, más bien, de infortunios. Es como una vieja marquesa descendiente de apellido ilustre, que hubiera perdido su fortuna en revoluciones y su casa-palacio arrasada por incendios y terremotos. Esa vieja señora ha podido salvar algunos enseres, un poco de su vetusto patrimonio, abriendo un pequeño restaurante que ella misma gestiona. Es una moderna “pizzería” sin pretensiones, decorada al gusto minimalista de hoy. Pero gracias a este negocio, la vieja señora ha podido restaurar su viejo palacete de la rúa das Janelas Verdes, entre el museo de Arte Antiga y “os bombeiros”.
Lisboa ha sido cantada millones de veces por sus poetas con una mirada casi siempre melancólica que acaba, inevitablemente, en ese río que llega hasta la mar océana, o ese mar que se adentra en el Tajo. No se puede entender a Lisboa sin volver la vista al pasado de grandes glorias que chocan con la dura realidad, a la nostalgia de todo aquello que se fue en un galeón de guerra o en un barco mercante, para nunca más volver. Es lo que allí llaman “saudade”. Lisboa, como Roma, se sienta sobre siete colinas y forma miradores hacia los cuatro puntos cardinales, abriendo sus dos grandes puentes como brazos, para recibir al forastero. Hay que llegar al centro de la ciudad, a la plaza del Rossio, para tomar un café expreso en Nicola y seguir después caminando por la rúa Augusta, columna vertebral de la ciudad, para llegar hasta la Plaza del Comercio. Y allí, mirando al mar, sentirse mitad portugués, mitad español, mientras se escuchan a la espalda los tranvías rojos y enfrente a las gaviotas, que cuentan amores imposibles.
Lisboa ha sido cantada millones de veces por sus poetas con una mirada casi siempre melancólica que acaba, inevitablemente, en ese río que llega hasta la mar océana, o ese mar que se adentra en el Tajo. No se puede entender a Lisboa sin volver la vista al pasado de grandes glorias que chocan con la dura realidad, a la nostalgia de todo aquello que se fue en un galeón de guerra o en un barco mercante, para nunca más volver. Es lo que allí llaman “saudade”. Lisboa, como Roma, se sienta sobre siete colinas y forma miradores hacia los cuatro puntos cardinales, abriendo sus dos grandes puentes como brazos, para recibir al forastero. Hay que llegar al centro de la ciudad, a la plaza del Rossio, para tomar un café expreso en Nicola y seguir después caminando por la rúa Augusta, columna vertebral de la ciudad, para llegar hasta la Plaza del Comercio. Y allí, mirando al mar, sentirse mitad portugués, mitad español, mientras se escuchan a la espalda los tranvías rojos y enfrente a las gaviotas, que cuentan amores imposibles.
Creo que esto de los blogs, a los meros visitantes sólo nos permite poner nuestros textos exclusivamente como respuesta, como “comentarios” a los documentos previamente creados por el artífice, dueño y señor del mismo blog. Así que no se me ha ocurrido otra manera que meter, colgar, este texto mío aquí, en el último documento original de Torrijos. Aunque no tenga más que ver con Lisboa que el hecho que sea la ciudad a la que me exilio cada vez que me van muy mal las cosas, así que debería empezar a pensar en mudarme a ella definitivamente. Perdón por el dramatismo.
ResponderEliminarA lo que voy hoy es a que quiero colgar aquí un escrito mío que en el fondo no se trata sino de un “Mi gente” (apócrifo) similar a esos que por la cuarta edición lleva el Magíster Torrijos con el espectacular “Mi gente IV” dedicado a Rosario.
Sea pues éste “Mi gente (apócrifo) I”:
Hace ya ocho años, para la presentación de un libro de Torrijos dije (en verdad, las pronunció Basilio en mi nombre, estando yo, como siempre, de nomadeos) algunas cosas que entonces quedaron apenas en la permanencia sin fosforescencias de la oralidad. Hoy quiero rescatar algunas y añadir otras reflexiones hechas ahora mismo, en este aciago 2009 de crisis, gripes, meteoritos amenazantes y desapariciones irreparables (¡Tayyeb Saleh ha muerto!).
Porque aquello que escribí hace 8 años aún hoy se erige con portentosa firmeza y me hace pensar en la hipótesis de una eternidad posible. Aquella que ni Cernuda pudo acariciar.
Entonces dije que confiaba en la indulgencia de Torrijos pues él bien sabe que amigo es quien es tu cómplice, no quien te complace. Espero que esta incursión impúdica en su blog sea perdonada si no olvidada con la premura de las cosas que la única huella que deben dejar es la de no haber huella en el torbellino del tiempo.
José María Torrijos es uno de esos lujos de ojos azules sin abrojos que la casualidad, o Dios, vaya usted a saber, ha puesto en la Tierra para nosotros, que no lo merecemos. Yo por lo menos no lo merezco.
Sí, después de una treintena “corta” (¡qué corta se me ha hecho!) de años disfrutando a retazos del refugio de humanidad plena que es José María, puedo decir que, como el acomodador del Teatro de la Ópera (que disfruta de los conciertos sin pagarlos) así he vivido yo, injustamente. Porque, ¿qué mérito tengo para haber disfrutado de la sensibilidad, la delicadeza, la vehemencia y el atrevimiento de José María Torrijos? Ninguno, absolutamente, así que del mismo modo que quien un día se cruzó con Pessoa por Alfama pudo morir con un motivo para haber existido, así yo puedo ahogarme hoy mismo en mi propia atonía de madurez mal llevada pero hacerlo al menos sin un remordimiento porque gracias a José María no ha sido baldía mi vida (pleonasmo aparte por lo de vida y baldía).
Y no deja de ser curioso y casual que hablando de Lisboa mi maestro, cite yo a Pessoa pensando en él, en José María, seguramente por aquello que dijo el poeta portugués: ‘Todos tenemos dos vidas: la verdadera, que es la que soñamos en la infancia, y que continuamos soñando, adultos, en un sustrato de niebla; Y la falsa, que es la que vivimos en convivencia con los otros, que es la práctica, la útil, aquella en que acaban por meternos en el ataúd’.
No acabará aquí la “desnudancia” impudorosa y lejana de mi alma idólatra de éste mi Magíster José María Torrijos. Porque es mi Magíster en el más auténtico sentido de la palabra. A quién sino a él, que me abrió los ojos a la literatura a eso de los 14 años, debo yo la deliciosa enfermedad incurable de lo único que me mantiene vivo: los libros. Leerlos. Leer aquellos títulos que de vez en cuando, a hurtadillas como quien dice (tiempos distintos aquéllos), me pasaba en largas listas de recomendaciones a modo de ejemplares del Index Librorum Prohibitorum et Expurgatorum. Ejemplares que poco tenían que ver con las canónicas lecturas obligatorias y santificadas de las clases de lengua y literatura del colegio. A quién si no a él debo la justificación, el darle sentido a esta existencia mía, al fin y al cabo absurda salvo por ese goce: leer. Leer me ayudó a encontrar a quien yo era, y a quien no era. Me ayudó a descubrir quién podía ser. Y me permite además habitar mundos paralelos a diario en donde imaginar algo más que esta tristeza, esta sensación de vacío, de inutilidad. Mundos paralelos donde ser otro en la absoluta (aunque inofensiva) soledad en la que uno habita a pesar de las evidencias, las familias, los amigos.
Por eso, a ese maestro mío le dediqué un día este cuento:
A José María Torrijos, maestro de vuelos:
Cuando el profesor, alto e inequívoco, en el aula de Historia Medieval nos dijo que del fraile benedictino inglés Oliver Malmesbury, muerto en 1060, no nos quedaba hoy más que "un lento e impotente batir de alas", nosotros, los muchachos, nos reímos, porque nunca habíamos visto al profesor tan grave y circunspecto.
Qué poco podíamos imaginar que aquella mirada azul, soñadora y trasnochada vería en su último aliento el brillo de aquel benedictino buscándole en el aire.
Ornitóptero inútil también nuestro maestro, novecientos treinta años después, cayó del mismo modo, en el mismo vacío, convencido de que nada es imposible, ni aun volar, para los hombres.
Las crónicas de Londres apenas repararon cuatro líneas en tan estúpido y vulgar suicidio, y sólo once muchachos fuimos a su entierro. Fuera de tierra sacra la fosa le esperaba en la hondura de la soledad.
Desde entonces, y sólo once muchachos sabemos el motivo, las aves migratorias varían su rumbo y sobrevuelan su sepulcro algunas horas en octubre.
Así es José María Torrijos: tanta emoción junta y con tanta precisión en la empresa de vivir que es algo casi imposible de encontrar en estos tiempos tibios en que los hombres, como siempre los poetas, fingen, pero en vez de fingir la pasión, el entusiasmo, la pena suicida, fingen lo que es la vida de verdad, fingen la mediocridad. Y para ese viaje váyanse al carajo las alforjas todas.
Pero no es ese el tránsito de la vida y la obra de Torrijos, vida y obra levantadas de la nada con la arquitectura de una kasbah, o sea, con un caos (aparente sólo para el extraño) tras el cual se trasluce la unidad íntima de quienes no pertenecen a ningún lugar ni a ningún tiempo porque habitan en un desierto, que es todos los lugares y todos los tiempos, el único resorte para ser eternos sin que nos entre la risa floja.
Porque Torrijos vive y escribe con la distancia que la sabiduría (adquirida en las largas contemplaciones del silencio y de las pieles de cuerpos ‘placeridos’), que la sabiduría, digo, pone a los acontecimientos diarios para que aquellos que sepan oír y no vivan abotargados por la prisa estúpida aprendan el insignificante lugar que ocupamos en el Universo y sepan que eso más que terrible es hermoso.
Porque la sabiduría del Maestro Torrijos le desveló también hace muchos años que es en la ambigüedad donde habita el verdadero placer de las pasiones y el auténtico sentido de una vida que no puede reducirse al dogma de turno.
Y no sólo sabiduría sino emoción, sensibilidad, la que el maestro Torrijos atesora, por atroz que sea el método, a través de una soledad a la que ha llegado como al corazón de la cebolla, desgajando capas sucesivas tras las que sólo queda algo de llanto fingiendo ser toda la razonable alquibla a la que uno puede dirigir la esperanza de insistir en la existencia. Sin ninguna convicción, sabedor de que sólo la duda nos hace libres; sabedor de que la vida, toda la vida, es, así lo dejó escrito el mismo Torrijos: un ‘acto perfectamente inútil de amor sin destino’. Sabedor, también, de que nuestra última sangre derramada no nos llevará hacia los altares, pero sí a nuestra verdad.
Lo demás, ya se sabe, es acaso, apenas frenesí.
Gracias, José María, por ser parte de mis geografías, mis peripecias, mis resplandores, mi ceguera, mi olvido, mi arquitectura, mi historia, mi memoria. Mi ayer, mi hoy. Mi mañana hasta que dure. jaime