La literatura universal posee un
largo catálogo en el género epistolar, ya sea de cartas reales o imaginarias. Es ese género donde el yo
biográfico encomienda al yo narrativo la transmisión de hechos o sentimientos.
Y es en este marco donde se sitúa Cartas
al cielo, de Manuel Montalvo, publicado por Sial Pigmalión, en 2014. El
libro viene saludado por Luis Eduardo Aute (prólogo) y despedido por Ana
Delgado Mayordomo (epílogo). Son veinticuatro cartas que un niño escribe a su
madre desaparecida. A través de esos pedazos de alma, vamos descubriendo la
desazón, la nostalgia, el vacío que él va descubriendo ante la marcha (poco
a poco comprendida como definitiva), de una madre que no responde a esas
cartas. Son veinticuatro estaciones de vía crucis, veinticuatro plegarias en el
sentido que Lope de Vega, dirigiéndose por escrito a su amigo el Duque de
Sessa, describe la carta como “oración mental a los ausentes”. El autor
vagabundea en pos de la nada: “camino en paralelo a tu inexistencia”. La
esperanza de recibir una respuesta materna en forma de carta o de llamada
telefónica se va diluyendo (“¿Qué lugar es ese en el que no hay teléfonos, ni
carteros, ¡ni internet!”) hasta que el niño descubre el significado de la
palabra “muerte”, el estado del no retorno, con todo el manto de dolor y desesperanza.
La etiqueta “muerte” que le ayuda a consolar a su compañera de escuela,
comprender el dolor de su padre, a vislumbrar un futuro sentimental con
muletas. En la medida que descubre la verdad de las mentiras, la infancia feliz
va quedando atrás (“he perdido una de las cosas que jamás hay que perder, la
sonrisa”, “Un beso de tu hijo, que, al parecer, murió el mismo día que tú”), el
niño va desapareciendo. La “lamentatio” va dando paso a la “consolatio”,
propias de la elegía clásica. El tono ingenuo del lenguaje y de lo narrado se
sostiene en expresiones infantiles e ingenuas, como el uso abundante del
prefijo “super”, vocablos como “guay”, giros drásticos “a la gente que se moría
la enterraban y ya está”, “hazte fotos donde estés y mándanoslas” o el modo
delicioso de describir su primer viaje en avión. Ya será al fin del libro
cuando el narrador y el lector descubran a dónde fueron a parar aquellas
lágrimas escritas de ese Bambi huérfano.
Tras la lectura
del libro, nos queda un retrato difuso de la destinataria. En cambio, sí una
fotografía del narrador más auténtica aún que las ilustraciones de sus páginas.
El maestro Pedro Salinas escribió en El
defensor: “El primer beneficio, la primera claridad de una carta, es para
el que la escribe, y él es el primer enterado de lo que quiere decir por ser él
el primero a quien se lo dice […] Todo el que escribe debe verse inclinado
–Narciso involuntario- sobre una superficie en la que se ve, antes que a otra
cosa, a sí mismo. Por eso, cuando no nos gusta el semblante allí duplicado, la
hacemos pedazos, es decir, rompemos la carta [….] Hombre que acaba una carta
sabe de sí un poco más de lo que sabía antes; sabe lo que quiere comunicar al
otro ser. Nosotros dirigimos una misiva a una persona determinada, sí; pero
ella, la carta, se dirige primero a nosotros. Cuántas veces se han dejado caer
pensamientos en un papel, como lágrimas por las mejillas, por puro desahogo del
ánimo, enderezados más que al destinatario, al consuelo del autor mismo. Es
esta la forma esencialmente privada de la carta, la privadísima.”
Quizá sin saberlo, la mejor definición de esta joyita
literaria sea la frase que, como dedicatoria autógrafa, escribió el autor en mi
ejemplar: “Para José Mª, la declaración de amor más sincera que existe”. Todo
un tatuaje en el alma.
Gracias por la recomendación. Yo ahora mismo acabo de terminar el libro más bello que he leído en mi vida sobre el amor de un hijo a su madre: "La promesa del alba" de Roman Gary... indispensable, jaime
ResponderEliminarEnhorabuena Maestro, la columna rebosa sensibilidad y cultura, ¡ no se puede escribir mejor ¡.
ResponderEliminarMe parece que hoy mismo voy a buscar el libro.
Un abrazo: Javier