Posiblemente haya sido el hombre más pintoresco que he conocido en mi vida. Muchos recordarán sus frases, fruto de metáforas, hipérboles, comparaciones que han divertido a alumnos y conocidos. Su imaginación para crearlas (aunque respondiendo a clichés repetidos) lo hubieran convertido en un importante poeta satírico, en autor celebrado de epigramas, si se hubiera dedicado a ello. Pero era imposible mantenerlo atado a un sillón escribiendo. Era fugaz como una estrella que huye de la constelación. Incluso sus muchísimos viajes consistían en un trotar de ciudad en ciudad, de monumento en monumento, resumiendo al final todo ello en un garabato gráfico. Se escapaba cuando la conversación se deslizaba hacia terrenos que no le interesaba tratar: su propia personalidad, su carácter, sus excesos, sus complejos. Tuve la suerte de conocer a la familia y el ambiente en que nació y se crió. Me contó muchas cosas de sus antepasados, pero ninguna de sí mismo. Por desgracia, fui testigo de alguna anécdota suya un tanto incómoda. La descripción más fácil sería definirlo "como una cabra". Otros, más científicos, optarían por esa expresión tan de moda: bipolaridad. Pero no. Es todo más sencillo. Para Freud hubiera sido un caso bastante fácil.
Había nacido en el seno de una familia de burguesía adinerada. El hijo menor de varios hermanos. Tal vez el "ojo derecho de su madre", a la que idolatraba sin reconocerlo. Su vida transcurrió queriendo "ser diferente" a sus hermanos, incluso superior a ellos, hasta que el intento evidenciaba la imposibilidad, un juego que se le disparó, lo alejó de su familia (un alejamiento buscado por él una vez que no lograba ocupar el puesto ambicionado) y lo convirtió a él mismo en víctima de su propio papel, en prisionero de su carcasa, en máscara sin carnaval. Su vida fue una lucha violenta interior entre lo que era y lo que quería ser. Y pretendió resolver el dilema creando ese personaje célebre que lo acompañó desde su juventud. En caminar por la existencia arrastrando la pesada carga de su verdadero "yo", como la tortuga soporta a su caparazón. Se evadía de sí mismo por todos los medios posibles, saltando de lado a lado entre dos abismos. Varias veces estuvo a punto de precipitarse en el vacío, logrando sobrevivir cada vez más maltrecho. Y para no ser objeto de observación, disparaba a diestro y siniestro una artillería verbal, a veces hiriente y sarcástica, a veces ingeniosísima, sobre los demás. Todo valía para alejar el foco de atención cuando amenazaba iluminar los entresijos de él mismo.
Cuando llegó el momento de la verdad (enfrentarse a un cáncer en estado muy avanzado), sorprendió a todos los que le rodeaban con una gran serenidad. Era como el actor veterano, el payaso enfermo que, una vez en el camerino y mirándose por fin en un espejo, decide que ha llegado el momento definitivo de quitarse el maquillaje, la máscara, y abandonar para siempre el escenario. Al comentarle yo lo tranquilo con que veía llegar su previsible futuro inmediato, me dijo: "Es una cuestión de dignidad. Sólo pido no sufrir en los últimos momentos". Ahora sólo me resta su recuerdo eligiendo los capítulos positivos entre tanto borrón y cuentas nuevas. Ahora habrá comprendido que dilapidó parte de su vida intentando ser "el otro", ignorante de que Dios lo aceptaba como él era: el hombre paradoja.
Fantástico. Que gran definición del padre Eduardo. Buen recuerdo guardo de el como profesor. No podía ser menos de alguien como tu. Observador fino y gran analista y sabio conocedor de la realidad y de las personas que te rodean.
ResponderEliminarUn alumno tuyo (no de clase pero si de muchos ratos compartidos)
Miguel Angel