Según
ciertas crónicas, hubo un tiempo en que una ardilla podía cruzar la Península
Ibérica sin necesidad de tocar suelo, saltando de árbol en árbol. Una hipérbole
que me permito lanzar es que, hoy día, nadie puede atravesar España, desde
Cadaqués hasta las marismas del Guadalquivir sin dejar de oler basura moral por
todos los territorios. Políticos, sindicalistas, empresarios, banqueros, gobernantes
de casi todos los partidos y niveles en esta red compleja, innecesaria e
inexplicable que se ha convertido el Estado… llenan de estiércol los tribunales
donde no todos los jueces están libres de sospecha. En mayor o menor medida,
desde algún miembro de la Familia Real hasta el último y humilde Guardia Civil,
la sospecha se ha extendido como epidemia por todas partes. Evasiones de
capital, “tapabocas” en forma de billetes, sobres bajo cuerda. Bolsas negras
llenas de dinero tan negro como sus conciencias, procesos judiciales que se
alargan hasta su inmediata caducidad, como los yogures. Sentencias,
testimonios, perjurios, indultos como ejercicios de prestidigitación… Y,
mientras tanto, las cifras del paro, las familias deshauciadas, los ancianos,
niños y urgencias faltos de rápida asistencia… El informe anual de CARITAS pone
los pelos de punta. Los pobres (cada día más) son más pobres. Los ricos (cada
día menos) son más ricos.
A los ciudadanos nos convencieron de que podíamos
vivir, por un módico alquiler, en una enorme casa llamada España, donde todo
era bucólicamente perfecto. Con apretar unos botones del cajero automático, con
echar unas firmitas en un papel de la entidad bancaria te salía el dinero para un piso,
un crucero de verano, un cursillo en Irlanda para los niños, unos teléfonos móviles de
última generación, un televisor de plasma, incluso para una segunda vivienda en
la playa o en la montaña,... un subsidio de dinerito público para completar el
trabajo privado “en negro”. Lo que a nadie dijeron es que bajo los suelos de
maderas finas de la “casa España”, cubiertos de mullidas alfombras clásicas y
moquetas de diseño, trabajaban unas voraces termitas en la oscuridad, que se
iban comiendo la madera. Unos suelos de nogal, terebinto, ébano, boj, cedro, naranjo,… Los ciudadanos residentes de la casa, todos ellos “españolitos” de a
pie, no podían escuchar el ruido de las termitas porque atronadores equipos de
música y enormes pantallas de televisión ofrecían bailes incesantes, imágenes
de ligas y campeonatos sin cesar, programas de “realismo sucio” donde se
vendían intimidades, cuerpos y almas sin descanso.
Poco a poco los suelos comenzaron a crujir. Las primeras inquietudes de
los residentes fueron rápidamente soslayadas por los medios informativos: “esto
es cosa de cuatro días, de cuatro gotas de agua, todo está seguro”. Pero las
tarimas siguieron crujiendo y ya nadie se creyó el cuento. La mansión se
hundía. Los dueños de la casa echaron la culpa a los usufructuarios y éstos a
la gestoría del contrato, que, a su vez, señaló a la agencia de alquiler. Estos
reaccionaron a tiempo acusando a la compañía de seguros, que había desaparecido
del mapa. El caso es que los inquilinos se hundieron en un socavón inmenso,
como un volcán al revés, que engullía muebles, televisores, documentos y,
finalmente, a ellos mismos. En una playa lejana del Caribe, donde los bancos
saben guardar los secretos de las cuentas bancarias, unos miles de golfos y
golfas pasaban sus días de esplendor en la hierba. También las erupciones del
Vesubio pillaron de sorpresa, plácidamente dormidos, a los habitantes de
Pompeya.
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