A la memoria de Paquita
Ingresó muy joven en un convento, con apenas 18 años. Veinte
años después, llegó a la conclusión de que la vida religiosa no era su camino,
y dejó la congregación, en un tiempo en que la mujer que tomaba esa
determinación era considerada como apóstata (incluso dentro de su círculo
familiar, sus amistades y hasta su propia orden). Estudió la carrera de solfeo
y piano. Después obtuvo la licenciatura en Bellas Artes. Con cuarenta y tantos
años se sacó las oposiciones para Instituto. Pintaba cuadros y expuso por toda
España. Era adorada por todos sus antiguos alumnos. El covid 19 la ha
arrebatado a este mundo y se la ha llevado a otro, donde podrá interpretar como
solista el CONCIERTO EMPERADOR, de Beethoven, con una orquesta de ángeles, para
Jesús de Nazaret y todos los santos, que la escucharán embobados. Y hasta se atreva a pintar una versión celeste de LAS MENINAS.
Este suceso me trae a la memoria aquella película que se titulaba “HISTORIA DE UNA MONJA” (1959), dirigida por Otto Zinneman, y bellamente interpretada por Audrey Hepburn. La vi hace muchos años y la he vuelto a ver en reposiciones de televisión. Por una suerte de azares, entre ellas la intransigencia de la superiora Madre Emmanuel, Gabrielle (o Sor Luc, según el nombre que tomó al profesar los votos), decide seguir su conciencia y abandonar la vida religiosa. Las imágenes finales de ella saliendo del convento en plena soledad y abandono son de por sí elocuentes.
Son bastantes hombres y mujeres los que he conocido antes y
después de “dejar los hábitos” como antiguamente se decía. Y he visto de todo:
los que salían con una mano detrás y otra delante y los que he visto salir bien
apoyados en lo económico y en lo personal. En los años posteriores al Concilio
Vaticano II ha predominado el segundo caso: las congregaciones religiosas,
especialmente masculinas, han procurado buscar un trabajo a quien ha sido uno
de los suyos hasta el momento de abandonar. Pero también vi, años antes, a superiores que desdeñaban a un
joven seminarista por tener criterio propio o porque no andaba alrededor suyo
ganándose su confianza (a veces, ganándola a base contar chismes de los demás),
hasta convencerlo de que la vida religiosa no era para él. Igualmente he
conocido a alguna abadesa muy experta en eso de la “acepción de personas” y
que, espero, tendrá su merecido en la otra vida. La casuística me daría para varios relatos.
Mal que bien, todos los hombres y mujeres que se salieron de una institución religiosa se abrieron camino en la vida laical. Dios apoya a los valientes. Muchos han conservado relación amistosa con su antigua congregación. Alguno habrá que no solo perdiera la vocación sino también la fe.
Las mujeres han sido la parte más débil de este espectro. No es el caso de valorar si fue errada o no su decisión de ingresar en un convento. Pero sí de constatar que muchas de ellas carecían de una formación académica que les abriera las puertas a un mundo laboral adecuado a su edad y a sus conocimientos, muchas veces escasos, para dejar los hábitos. Maestras, profesoras, enfermeras han sido las profesiones más recurrentes para estas mujeres que volvían a la sociedad seglar en una edad madura.
Vivimos en un mundo en el que los jóvenes (chicos y chicas), pueden gozar de una formación académica básica. Una generación que, acabado el bachillerato o emprendidos unos estudios universitarios, puede plantearse si está llamada a la vida religiosa. Aunque tal como estamos viendo las estadísticas, parece una opción con escasísimos seguidores. Y habrá que plantearse por qué, lejos de apriorismos y deducciones simplistas.
De momento, mi oración y mi recuerdo por todas las “paquitas” que he conocido y que ya han encontrado la “Lux Perpetua”.
Historia muy fascinante. Gracias José 😍
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