Al cumplirse el centenario de la muerte de Emilia Pardo Bazán, impresionan su trayectoria vital y su producción literaria: precursora de los derechos de las mujeres que defendió en sus obras (La Tribuna es su obra más famosa), en sus artículos y en conferencias, abogando por una instrucción adecuada de ellas. Incluso ella misma, mujer libre y separada de su marido, aristócrata, cultísima, viajera incansable por Europa, amante de varias celebridades (Pérez Galdós, Lázaro Galdiano, Blasco Ibáñez, Narcís Oller…). Primera mujer socia del Ateneo de Madrid. Primera mujer catedrática de literatura en la Universidad de Madrid. Pero tres veces presentó su candidatura a un sillón de la Real Academia y otras tres veces la negaron, como San Pedro. Su popularidad le granjeó en ocasiones enemistades entre los escritores de su tiempo, que veían invadido un sector tradicionalmente reservado a los hombres por una mujer más competente que muchos de ellos. Autora de varias novelas, innumerables artículos de prensa y más de quinientos cuentos. En su memoria, exposiciones, conferencias, reediciones de sus textos y estrenos teatrales han enriquecido la agenda cultural de la capital durante los últimos meses.
Para celebrar el centenario de su muerte, en 1921, Juan Carlos Pérez de la Fuente ha llevado a la escena uno de sus relatos, La gota de sangre, novela breve que Ignacio García May ha convertido en pieza teatral. El texto refleja muy bien ese Madrid cosmopolita, cuya alta burguesía comienza a construir sus palacetes más allá de la puerta de Alcalá, hacia el barrio de Salamanca. Madrid es centro empresarial y financiero de toda España, a cuyos bancos envían sus ingresos las azucareras del litoral mediterráneo. (En Motril tenía esa industria la propia marquesa de Esquilache).
Es, también, el Madrid de los teatros, especialmente aquellos que daban funciones de “teatro por horas”, donde se representaban breves operetas, parodias, sainetes cómicos, a veces de tono picante (“sicalíptico” se decía entonces). Esta obra de Pardo Bazán retrata muy bien esos ambientes que su adaptador y director de escena han sabido enfatizar, introduciendo en ella un breve cuplé sacado de otro cuento: La dentadura. Ese mismo año de La gota de sangre (1911) debuta en Madrid, en el Teatro Romea, Tórtola Valencia, la bailarina andaluza que ya era aclamada en toda Europa, así como la cupletista Fornarina, de temprana muerte. Si bien es justo reconocer que sería “La Goya” la cupletista que convertiría el cuplé de “género ínfimo” en “género picante”. Precisamente, en ese mismo 1911 al debutar en el Teatro Trianon Palace, de la capital, estrenó Ven y ven, un cuplé inolvidable.
También es el
momento de un tímido desarrollo en España de la psiquiatría y del
psicoanálisis. En 1904 se había fundado el manicomio de Navarra, la atención
clínica a los enfermos mentales era a título individual por parte de los
médicos, siguiendo la escuela de Ramón y Cajal, que había obtenido el Premio
Nobel en 1906. Así lo vemos en la
consulta de Selva, el protagonista, ante el doctor que le atiende. Y así lo
podemos ver reflejado en ese el suelo escénico, a modo de laberinto mental,
social y policial.
Igualmente, es el Madrid canalla del misterio, el pecado, la lujuria y la noche, que tanto reflejó en sus novelas el autor dandy del momento, Antonio de Hoyos y Vinent, amigo y protegido de doña Emilia, quien poco después publicaría su extraña novela corta El crimen del fauno. Es el Madrid de los crímenes y los juicios consecuentes (el de la calle Fuencarral pocos años antes y pocos meses después, José Canalejas, presidente del gobierno, moría asesinado en la Puerta del Sol), que llegaban a las páginas de sucesos y eran seguidos con furor por el pueblo llano.
Todo este largo preámbulo sirve para destacar el acierto de elegir La gota de sangre, en el centenario de su autora, desvinculándola de los marcos gallego y naturalista de sus grandes novelas, suficientemente plasmadas en cine, televisión y teatro, para mostrar una imagen nueva de una escritora que abarcó todos los campos y registros, de una lectora infatigable que seguía las últimas novedades de novelas policíacas.
El argumento nos traslada al Madrid de principios del siglo XX, donde Ignacio Selva, lector de novelas policíacas (como un don Quijote moderno), se convierte en detective forzoso al tener que probar su propia inocencia tras haber sido acusado de asesinato. Y este es un rasgo novedoso: que el sospechoso del crimen se convierta en investigador con la aquiescencia de los estamentos oficiales. Así, a través de sus investigaciones y desventuras se genera una crítica a la sociedad burguesa y ociosa del Madrid de aquella época.
Pérez de la Fuente gusta de rodearse siempre del que considera mejor equipo posible para cada función. Muchos meses previos de estudio de las obras, de la vida y obra de doña Emilia. Muchas horas para crear una escenografía (que firma él mismo) austera pero compleja en los muchos símbolos que ofrece. Nada es fruto del azar o de una estética vacía: desde el suelo pintado de laberinto hasta los gatos luminosos que coronan esa Puerta de Alcalá esquemática, sustituyendo los yelmos de la puerta real, pues el monumento de Sabatini no es solo un símbolo de Madrid sino que ha sido escenario de todo pelaje; desde atentados anarquistas, hasta ver pasar al moribundo Eduardo Dato o el féretro de Galdós nueve años después. Desde el público que acudía a ver corridas de toros en el entonces vecino ruedo hasta ver, durante la última república, los retratos de los líderes de la URSS ocupando sus arcos.
En ese nivel de
exigencia, encargó la versión teatral a quien le merece total confianza, el
autor Ignacio García May, que viene de hacerle la versión del Torquemada
galdosiano. En el programa de la obra, éste ha escrito:
“La gota de sangre, de Emilia Pardo Bazán, es, según todos
los especialistas, el primer relato policial moderno de la literatura española.
Doña Emilia, siempre atenta a las innovaciones culturales de su época, no podía
dejar de interesarse por el explosivo fenómeno de Sherlock Holmes, quien a la
sazón gozaba ya de fama internacional. Sucede que a ella no le gusta Holmes, y
por tanto construye su relato a la contra.
En su intento de darle la vuelta a las convenciones
establecidas por Conan Doyle, la Pardo Bazán lanza a su detective, de forma
sorprendentemente innovadora, por caminos entonces inexplorados y que a la
larga se concretarán y popularizarán en esa variación de lo policiaco que es lo
Noir.
Para quien no sea aficionado al género: la historia policial
clásica se plantea como un problema, o casi como un juego, que debe resolverse
a base de deducciones sucesivas, y donde la identidad del criminal permanece
escondida hasta el final del relato; la novela negra, en cambio, se preocupa
poco de esconder la identidad del culpable y mucho de explorar la atmósfera
emocional del relato, su contexto social y el perfil psicológico de los
personajes. Lo impresionante de La gota de sangre es que predice todas estas
claves décadas antes de que se pusieran de moda.
Selva, el detective de esta historia, no es un profesional como Holmes, sino tan solo un señorito apático al borde de la depresión a quien su médico receta “un tratamiento perturbador”: salir a la calle y reencontrarse con la emoción. El encuentro con el crimen supone para él una inyección de adrenalina, una manera de escapar del aburrimiento vital en el que se ha instalado.
Su investigación transcurre más por los caminos del instinto que por los de la lógica deductiva. El relato entero tiene algo de pesadilla, como presagiando los cuentos, muy posteriores, de William Irish o las películas que Fritz Lang hizo en EE.UU.: calles vacías y oscuras, sueños premonitorios, un héroe inocente sospechoso de un crimen que no ha cometido y obligado a investigarlo por sí mismo. Al mismo tiempo el humor permea toda la aventura, como si la autora quisiera recordarnos que nada de cuanto sucede debe tomarse demasiado en serio: estamos cerca de Chesterton, pero también de Jardiel. La protagonista femenina, que tiene un nombre como de personaje de María Félix (¡Chulita Ferna!) es una auténtica femme fatale. Y si bien esto hoy puede atraer las iras de los inquisidores de la “cultura de la cancelación”, lo cierto es que el rasgo es muy audaz por parte de doña Emilia: en aquella época los personajes femeninos de estos relatos tendían a ser más bien pasivos, damiselas en peligro a las que rescatar”.
Yo añadiría que a
la escritora Pardo Bazán no le gusta Sherlock Holmes, como tampoco le habría
agradado el Hércules Poirot de Agatha Christie. Demasiado perfectos. Para ella,
la resolución de un crimen no es la de un puzzle, sino un laberinto de vericuetos
y pasiones reflejado en el suelo del escenario. En cambio, a doña Emilia le hubieran
encantado las novelas y relatos de Patricia Highsmith.
Los dos únicos intérpretes son Gary Piquer (Ignacio Selva) y Roser Pujol (Chulita Ferna / El doctor / El sereno y el juez / La cupletista / Andrés Ariza)). El primero, en una interpretación del hombre lleno de dudas y arrastrado por el destino con un toque quijotesco. La segunda, magistral en un ejercicio continuo de cambio de papeles y vestuario, con una versatilidad agotadora. Como ayudante de dirección, el nombre de Beatriz Argüello garantiza la eficacia. Como diseño de iluminación, el nombre solvente de José Manuel Guerra. Y así todos los demás. La producción ejecutiva es de PÉREZ DE LA FUENTE PRODUCCIONES, representada por Rosario Calleja, mano derecha y todoterreno del propio Juan Carlos.
Como muestra del mimo con que se ha llevado a cabo el montaje, basta apuntar algunos detalles: las sillas son auténticas, de la marca Thonet, nada menos. La pistola es una réplica exacta, para coleccionistas, de la famosa pistola Browning 1911. El estoque, también real, sigue la legislación vigente en cuanto a su uso.
Con estos
antecedentes, era previsible que el público acudiría a ver el espectáculo. Pero
había sido programada para sala más pequeña de los Teatros del Canal, de las
tres con que cuenta el edificio, para solo quince funciones, una producción
propia de la Comunidad de Madrid. Incomprensible. Lógicamente, las entradas
quedaron prácticamente agotadas desde el mismo día del estreno. Un mal cálculo
de programación y de sala a mi juicio.
A pesar de dejar escrito en su testamento que quería ser enterrada en su pazo de La Coruña, sus restos reposan en la cripta de la basílica de la Concepción de Madrid. Por cierto: con errata en la fecha pues murió en mayo y no en marzo según figura en la lápida. Ni muerta se libra doña Emilia de las sombras del rincón.
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