SAMARKANDA

SAMARKANDA
Bienvenido al karavansar. No por casualidad he llamado así a mi blog, puesto que en alguna lengua de Oriente se llama de este modo a la posada, la pensión, la fonda, donde descansar antes de seguir el camino. Decir que la vida es un tránsito no es descubrir América (que también se hizo en un tránsito, pero por mar), pues ya muchos autores lo expresaron. Pero sí quiero señalar la provisionalidad, el azar, la hospitalidad, el descanso, la cercanía que produce "pasar" por un sitio desconocido a algo más seguro, que es el fin del viaje. Desde Jorge Manrique hasta Antonio Machado se ha plasmado la imagen del hombre como viajero. Y este blog pretende que nos encontremos, "ligeros de equipaje", en esta parada y fonda virtual, que no virtuosa. Hasta pronto.

jueves, 21 de diciembre de 2017

NAVIDAD CON EMMANUEL

La palabra Navidad significa “nacimiento” y es una palabra que siempre nos trae alegría: algo nuevo viene a la vida reclamando su sitio: Un ser humano, un animal, una planta, tal vez una estrella. Hay doctores, comadronas y enfermeras, que confiesan emocionarse asistiendo a un parto en el que un bebé aparece pidiendo paso. En Navidad celebramos el recuerdo del nacimiento de Jesús. Nunca antes se había acercado tanto Dios a los hombres. Les había hablado a través de profetas. Pero con Jesús, Dios les habla como padre a través de quien Él ha elegido como Hijo. Por eso, en la Biblia, se nombra a Jesús como el “Emmanuel”, palabra hebrea que significa “Dios está entre nosotros”. 
Y la pregunta es: si Dios está entre nosotros, ¿qué pensará de nuestras navidades? Porque, una vez venido Jesús al mundo, mirando a cómo se desarrolló su vida y su muerte entre los más desfavorecidos, sabemos que Dios está entre ellos: los refugiados, los abandonados, los enfermos, los pobres, los rechazados, no en las galerías de grandes almacenes ni en las pistas de trepidantes discotecas. Si Dios se hizo hombre fue para que nosotros nos volviéramos más humanos. Os deseo una “humanísima” Navidad. 

sábado, 2 de diciembre de 2017

EDGAR NEVILLE: EL TEATRO POSIBLE



Cuando un chico madrileño tiene por nombre Edgar Neville, que más bien parece el pseudónimo de un tal José Pérez, y nace a tres días de inaugurarse el siglo XX, en el día de los Santos Inocentes, ya nos podemos esperar de él cualquier cosa. Si a eso se añade que pertenecía a una familia aristocrática (heredaría el título de conde de Berlanga de Duero por parte de su madre), nacido en un palacio, con coche propio cuando el automóvil era un lujo, el perfil comienza a ser sugestivo. 
Y, sin embargo, nada más lejos de la imagen de un “hijo de papá” de los de entonces, jóvenes holgazanes sin cultura. Más lecturas que estudios. Varios colegios. Logra terminar Derecho e ingresar en la carrera diplomática. Ama la buena vida. Odia pocas cosas: el aburrimiento, el matrimonio, el fanatismo y la cursilería, odios que se reflejarán en sus obras. Curioso y viajero impenitente, Edgar recorre pueblos de Castilla a lomos de caballo con Baroja y en automóvil con Ortega y Gasset, se relaciona por igual con Manuel Azaña que con los humoristas del momento, con toreros, con duquesas o con bailarinas de revista. Jugador de la selección nacional de hockey pero también entusiasta del flamenco y de la gastronomía, con una educación muy cosmopolita, que llegó a ser amigo queridísimo de Charles Chaplin, relacionado con las principales estrellas de Hollywood, ya tenemos los mimbres para construir la personalidad artística de un hombre singular. 
  Guapo, bohemio, inquieto, impecablemente vestido de modo informal o con smoking, una personalidad arrolladora, generoso y egoísta a la vez, un huracán de simpatía, un goloso y glotón hasta la preocupante obesidad (en una de las clínicas para adelgazar, López Rubio fue a visitarlo y lo encontró tumbado en un sofá. Al preguntarle cómo se encontraba, respondió: “pues ya ves, aquí tendido como una inmensa Dama de las Camelias”). Casó con Angeles Rubio Argüelles, de familia también aristocrática y rica aunque el matrimonio hizo aguas y Neville fue pareja durante más de treina años de Conchita Montes, mujer culta y elegante a la que hizo actriz fetiche de todas sus comedias. La mejor obra del escritor Edgar Neville es, sin duda alguna, su propia biografía. Una vida trepidante, variada, cosmopolita y satisfecha de sí misma cuyo resumen me resulta imposible en unas líneas.

   Se inició en el artículo, el cuento y la novela. Se decantó por el cine, donde logró sus obras más perdurables pero volvía una y otra vez al teatro como a un viejo amor de juventud. Con poco más de veinte años, había comenzado con una obrita picante que La Chelito estrenó en el Teatro Chantecler y que fue prohibida por la censura. Un aviso para el futuro. Sus comedias han envejecido peor que sus películas. No obstante, El baile sigue siendo considerada una de las mejores comedias del teatro español del siglo XX. Para mí, La vida en un hilo (que primero fue rodada en cine y después trasladada a la escena), mantiene su ritmo cinematográfico, los juegos con el tiempo fragmentado en su linealidad, el azar como elemento del destino humano, un personaje femenino muy capaz de tomar sus propias decisiones, la caricatura de lo cursi y lo provinciano, la búsqueda de la felicidad,... que es, en definitiva, el tema constante en el teatro de Edgar Neville. 
    Sus comedias (basta con leer algunos prólogos de sus ediciones), hubieron de luchar contra una censura cerril y cateta. En esto compartía avatares con otros miembros de su generación, a la que López Rubio llamó "La otra generación del 27". Si se quería estrenar una obra, no había más remedio que pulir, cortar, limar contenidos y escenas. Para la censura era más temible lo que pasaba en un escenario que en una película. El cine quedaba enlatadao y cada proyección era la misma. El teatro puede ser más imprevisible pues una función no es la misma que la anterior. 
   Por invitación del Centro Cultural Generación del 27, de Málaga, he tenido que impartir una conferencia sobre los elementos inverosímiles de su teatro, tejidos con ironía, humor sutil, frecuentemente resueltos hacia la alta comedia, con finales felices envueltos en el sentimiento y en lo poético. Para mí ha sido la ocasión de recordar estas obras que remiten a un tiempo de teatro bien escrito, de un ingenio más inglés que español, más en sintonía con Oscar Wilde que con los Álvarez Quintero.

   De Miguel Mihura, de José López Rubio y de Edgar Neville (reunidos en esta foto) 
nos ha quedado un manojo de comedias del "buen oficio", del humor que juega con la inverosimilitud, de lo insólito y de lo disparatado de la vida humana, que está sometida siempre a un futuro insospechado.

jueves, 21 de septiembre de 2017

EL FANTASMA DE SAN FELIPE SE MANIFIESTA



“Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres”, escribió Dámaso Alonso en famoso poema. Madrid es una ciudad de más de cien cadáveres artísticos destruidos, afirmo yo. Por no ir muy lejos, obras del arquitecto Miguel Fisac han desaparecido sin más. La capital es una metáfora de las Españas, continuamente haciéndose y deshaciéndose con tenacidad ibérica. Un cadáver arquitectónico que ha permanecido apareciéndose como el fantasma de Hamlet es el del convento de San Felipe el Real.
Un monumento que fue buque insignia de la monarquía y la política, las ciencias, las letras y las artes, del encuentro y labor social para los madrileños, cayó por la picota de esa historia escrita a trompicones, de ida y vuelta tal que el telar de Penélope. Aunque existe numerosa bibliografía sobre el edificio que lo ha mantenido “vivo” como un fantasma, carecíamos de un libro monográfico que ahora sale publicado por Benito Mediavilla, en la Editorial Agustiniana (2017), con el título de EL CONVENTO DE SAN FELIPE EL REAL DE MADRID, volumen que colmará las expectativas de historiadores, arquitectos y público interesado.


San Felipe el Real fue un convento de religiosos agustinos situado en la Puerta del Sol, al inicio de la calle Mayor. Su existencia (1547-1836) se mantuvo “viva” salvo durante la invasión francesa (1808-1814) y, en alguna medida, durante el trienio liberal (1820-1823). De su vitalidad dio cuenta Mesonero Romanos: “Las Gradas de San Felipe, reunión de noticieros y gente desocupada, como ahora la Puerta del Sol, juegan un papel muy importante en las novelas de Quevedo, Vélez de Guevara, Zabaleta, Francisco Santos, José Pellicer, don Diego de Torres y demás escritores de costumbres de los siglos XVII y XVIII” o en autores del XX (Gómez de la Serna, Pedro de Répide, Pérez Reverte en su famoso ALATRISTE…)”. 
Porque la lonja y gradas que rodeaban el edificio en las calles Mayor y Esparteros fueron muy populares y han pasado al recuerdo colectivo de la ciudad como “mentidero de la Villa”, donde se propagaban noticias, rumores y hasta calumnias, siempre llenas de gente, bien para acudir a los oficios religiosos bien hombres sin trabajo, soldados repatriados, pícaros buscones, ociosos a la caza de noticias y rumores, holgazanes, petimetres, beatas, histriones…  Era el balcón del “todo Madrid”, más aún porque las más de treinta covachuelas construidas en el desnivel con la calle eran tiendas de lo más variopinto: juguetes y chucherías infantiles, calzas y hasta cilicios y disciplinas. Yo hubiera dado cualquier cosa por conocer los chismes generados por el escabroso asesinato del Conde de Villamediana (tan amigo de Góngora),
sucedido a escasos metros del edificio y reflejado por Manuel Castellano en un célebre cuadro conservado hoy en el Museo de Historia de Madrid. También los oficios religiosos: misas, novenas, procesiones, funerales… contaban con numeroso público, a veces encabezado por los propios Reyes y aristócratas, dada la fama de sus predicadores. La comunidad llegó a contar con poco más de cien religiosos, muchos de ellos muy bien preparados, aparte de otros transeúntes que se alojaban al venir a la Corte para gestionar asuntos desde toda España y de las provincias de ultramar. 
Por estar edificado en pleno centro de la capital, carecía de huerta y ello fue causa de adquirir algunas fincas rurales no lejos de Madrid para la provisión de aceite, trigo, vino, etc., donde trabajaban algunos religiosos allí desplazados con operarios contratados. “Esta es una de las mejores pruebas –afirma Mediavilla-, de cómo en los conventos no existía lo que tan cacareadamente se ha llamado las manos muertas de las órdenes religiosas y que fue también una de las disculpas para la desamortización de las mismas” (p. 238). Dichas posesiones fueron vendiéndose para paliar los muchos gastos del convento.


Madrid había pasado de contar unos 20.000 habitantes en la primera mitad del XVI, mayoritariamente agricultores y artesanos, a unos 100.000 a finales de la misma centuria, con motivo de elegirla Felipe II como capital del reino (1561) y el aumento de la población burocrática y cortesana. 
Nuevos edificios, entre ellos, algunos conventos que se añadieron a los nueve existentes. Los agustinos contaban entre sus miembros a algunos religiosos que venían siendo confesores y predicadores de los reyes y de la familia real. Ya tenían el convento de Chinchón y el de Alcalá de Henares pero pareció interesante tener otro en una capital que aumentaba en población y en importancia incluso a nivel europeo. En las gestiones para un nuevo convento participó Santo Tomás de Villanueva, lo cual aprovechó el ayuntamiento para conceder la licencia si este fraile iba a residir permanente o transitoriamente en él. La elección de Fray Tomás como arzobispo de Valencia anuló dicha condición, aunque le sucedió en las gestiones San Alonso de Orozco, quien ya gozaba de tanta fama como el otro en sus virtudes y oratoria. El arzobispo de Toledo, en cambio, negó y resistió para dar el permiso.  Tuvieron que intervenir el propio príncipe Felipe y toda la familia real para que, al fin lo diese. Los agustinos, en agradecimiento dieron el nombre de San Felipe al convento y al que luego se le añadió el adjetivo Real por el apoyo y donaciones que dio a la institución.


La construcción de todo el edificio, sencillo y sobrio de cuatro plantas y buhardillas, en una línea semejante al escurialense, se prolongó más de medio siglo por escasez de recursos económicos. En la iglesia no se escatimaron calidades y artistas, entre ellas la rareza de nueve estatuas en madera de Pompeyo Leoni, lienzos, objetos e imágenes (de las cuales hoy sólo sobrevive la escultura de Nuestra Señora de Consolación, de Pascual de Mena, en la parroquia de Valdeluz). 
El complejo de San Felipe abarcaba celdas, claustros, refectorio, cocina, sala capitular, botica, tahona, almacenes, pajares, caballerizas, locales comerciales en el exterior, etc. La biblioteca personal del P. Flórez ocupó varios locales llenos de libros, documentos, monedas, etc. Precisamente el claustro, de granito cárdeno, con veintiocho arcos en el piso bajo (donde se pintaron veinticuatro frescos sobre la vida de San Agustín y que hoy se guardan en depósitos del museo del Prado), era uno de los mejores de Madrid. En el patio principal se instaló una bellísima fuente que, después, fue trasladada a la plaza de Santa Ana y cuyo paradero se desconoce. El espléndido zócalo de azulejos con escenas historiadas, alrededor de todo el claustro, fue desvalijado.

En 1718 se propagó un incendio que destruyó la iglesia. Y volvió a reconstruirse en el plazo de siete años gracias a las donaciones de personas, cofradías (allí tenían su sede veintiocho de ellas), conventos agustinianos y los propios frailes de su peculio. Entre las cofradías cabe mencionar la de Ntra. Sra. De la Asunción, transformada más tarde en Ilustre Colegio de Abogados de Madrid. O la de Santo Tomás de Villanueva, creada por manchegos.  En el interior del templo fueron sepultados algunos religiosos y nobles: Magallanes, Aragón, Osuna, Mendoza, Altamira… y una dama de honor de la reina María Estuardo.


La comunidad agustiniana tuvo como fin primordial el estudio, por eso San Felipe fue un centro de investigación y sabiduría como no existía otro en la capital y, en algunos aspectos, en toda España por la cantidad y calidad de muchos religiosos. Si en el siglo XVII abundaron historiadores, predicadores, confesores reales, en el XVIII, varios formaban parte de las Sociedades Económicas del País, que contaban con los mayores ilustrados de su tiempo. Fray Diego Tadeo González, creador de la llamada Escuela Salmantina de poetas donde también destacó fray Juan Fernández de Rojas, autor de la CROTALOGÍA O CIENCIA DE LAS CASTAÑUELAS y al que retrató Goya… Pero si hubiera de destacar un nombre sobre todos, sería el del P. Enrique Flórez, historiador, traductor, geógrafo,

numismático, paleógrafo, arqueólogo, etc., quien inició la magna obra ESPAÑA SAGRADA. Viajero por todo el país en busca de documentos que recogió en veintisiete volúmenes de los cincuenta y seis que llegaría a alcanzar hasta el siglo XX. La Orden agustina se encargó de preparar a jóvenes que siguieran sus pasos para dar continuidad a esa obra: Manuel Risco, Antolín Merino, José de la Canal, quien llegó a ser Director de la Real Academia de la Historia y testigo de la rapiña de las tropas napoleónicas. El P. Flórez es una figura de la historiografía española, así reconocido por el P. Feijóo, Menéndez Pelayo, Menéndez Pidal y muchos más. Bastaría echar un vistazo a cualquier enciclopedia virtual para conocer la importancia de esta colosal figura.


En este sentido, si el fuego había devastado la iglesia, la invasión napoleónica significó la destrucción del gabinete de historia natural, de muchísimos manuscritos, lápidas, monedas, relieves, cuadros, destrozos por todas partes mientras el templo servía de cuadra para los caballos. El ejército francés, por orden de José I, expulsó a los novicios, invitó a los religiosos a abandonar la vida religiosa e impuso la reducción de conventos. Concretamente, en Madrid se suprimieron veinticinco de los treinta y siete existentes. Al decretar la supresión de las órdenes religiosas se dio carta blanca al saqueo y muchos cuadros acabaron subastados o en museos de Francia y de España. En total, más de 1500 cuadros de dieciocho conventos, ochenta de ellos de San Felipe.  Los religiosos fueron ahuyentados o asesinados y se dio al traste con aquel florecimiento científico y literario. Al regreso de Fernando VII se intentó volver y reparar lo destruido, incluso se juró la Constitución de 1812. Pero un nuevo mazazo aguardaba. El trienio liberal dictó diez leyes que asfixiaron los conventos (enajenación de fincas, expulsión de los jesuitas, supresión de conventos, apropiación de edificios por parte del Estado, etc.)

Exclaustración es la salida voluntaria o forzosa de religiosos que viven en un convento. Desamortización es la usurpación de bienes propios de un convento u Orden religiosa. “Ahora bien –declara Mediavilla-, si el Estado persigue apoderarse de los bienes materiales, principalmente de fincas rústicas o urbanas con el fin de recaudar fondos para ajustar sus cuentas, no era necesaria la exclaustración. Luego de donde se deduce que, además de la usurpación de estos bienes materiales, se escondía también otra intencionalidad menos manifiesta, es decir, el anticlericalismo” (p. 318).
Juan Álvarez Mendizábal, de origen comerciante y posiblemente judío, entendía la política como negocio (no para sí mismo pues murió en la pobreza) y vendió muy bien la imagen de la desamortización.   El procedimiento fue de subasta de propiedades en grandes bloques con lo que fueron a parar a manos de la aristocracia y de especuladores. Los pobres no saldrían de su pobreza. Saltándose el derecho a la propiedad privada, lo que era “de manos muertas” pasó, como suele suceder, a “manos ricas”. Expulsados los religiosos, incautados sus bienes, robados sus bienes artísticos, se procedió a subastar unos edificios y al derribo de otros, entre ellos San Felipe, a pesar de la opinión en contra de la Academia de San Fernando, de varias instituciones y de intelectuales. 
Su demolición sirvió para perder un patio y claustro únicos, ensanchar la calle y vender toda la finca a un precio mucho más bajo de su valor. Fue adquirida por Santiago Alonso Cordero, concejal del ayuntamiento madrileño, quien edificó un inmenso bloque de viviendas. Sin comentario. Hoy día, en la planta baja del edificio, bajo arcos que formaron parte de un convento tan señero en la Historia, se encuentran instaladas máquinas tragaperras y electrónicas. Todo un símbolo.


El libro de Mediavilla es mucho más que una historia. Es una reconstrucción virtual en toda regla, gracias a la colaboración del arquitecto José Mª Moreno García al confeccionar planos y documentos gráficos que han dado realismo al texto. También es un recordatorio. Cien años después de aquella puntilla que se dio a los conventos más ilustres de la capital, restaurados algunos, levantados otros nuevos, volvería la furia hispana a partir de 1931 en forma de república y de guerra civil. Pero esto ya sería motivo de otro libro.