Cuando un chico madrileño tiene por nombre Edgar Neville, que
más bien parece el pseudónimo de un tal José Pérez, y nace a tres días de
inaugurarse el siglo XX, en el día de los Santos Inocentes, ya nos podemos esperar
de él cualquier cosa. Si a eso se añade que pertenecía a una familia
aristocrática (heredaría el título de conde de Berlanga de Duero por parte de su madre),
nacido en un palacio, con coche propio cuando el automóvil era un lujo, el perfil comienza a ser sugestivo.
Y, sin
embargo, nada más lejos de la imagen de un “hijo de papá” de los de entonces,
jóvenes holgazanes sin cultura. Más lecturas que estudios. Varios colegios. Logra terminar Derecho e ingresar en la carrera diplomática. Ama la buena vida. Odia pocas cosas: el aburrimiento, el
matrimonio, el fanatismo y la cursilería, odios que se reflejarán en sus obras. Curioso
y viajero impenitente, Edgar recorre pueblos de Castilla a lomos de caballo con
Baroja y en automóvil con Ortega y Gasset, se relaciona por igual con Manuel
Azaña que con los humoristas del momento, con toreros, con duquesas o con
bailarinas de revista. Jugador de la selección nacional de hockey pero también entusiasta
del flamenco y de la gastronomía, con una educación muy
cosmopolita, que llegó a ser amigo queridísimo de Charles Chaplin, relacionado con las principales estrellas de Hollywood, ya tenemos
los mimbres para construir la personalidad artística de un hombre singular. Guapo, bohemio, inquieto, impecablemente vestido de modo informal o con smoking, una personalidad arrolladora, generoso y egoísta a la vez, un huracán de simpatía, un goloso y glotón hasta la preocupante obesidad (en una de las clínicas para adelgazar, López Rubio fue a visitarlo y lo encontró tumbado en un sofá. Al preguntarle cómo se encontraba, respondió: “pues ya ves, aquí tendido como una inmensa Dama de las Camelias”). Casó con Angeles Rubio Argüelles, de familia también aristocrática y rica aunque el matrimonio hizo aguas y Neville fue pareja durante más de treina años de Conchita Montes, mujer culta y elegante a la que hizo actriz fetiche de todas sus comedias. La mejor obra del escritor Edgar Neville es, sin duda alguna, su propia biografía. Una vida trepidante, variada, cosmopolita y satisfecha de sí misma cuyo resumen me resulta imposible en unas líneas.
Se inició en el artículo, el cuento y la novela. Se decantó por el cine, donde logró sus obras más perdurables pero volvía una y otra vez al teatro como a un viejo amor de juventud. Con poco más de veinte años, había comenzado con una obrita picante que La Chelito estrenó en el Teatro Chantecler y que fue prohibida por la censura. Un aviso para el futuro. Sus comedias han envejecido peor que sus películas. No obstante, El baile sigue siendo considerada una de las mejores comedias del teatro español del siglo XX. Para mí, La vida en un hilo (que primero fue rodada en cine y después trasladada a la escena), mantiene su ritmo cinematográfico, los juegos con el tiempo fragmentado en su linealidad, el azar como elemento del destino humano, un personaje femenino muy capaz de tomar sus propias decisiones, la caricatura de lo cursi y lo provinciano, la búsqueda de la felicidad,... que es, en definitiva, el tema constante en el teatro de Edgar Neville.
Sus comedias (basta con leer algunos prólogos de sus ediciones), hubieron de luchar contra una censura cerril y cateta. En esto compartía avatares con otros miembros de su generación, a la que López Rubio llamó "La otra generación del 27". Si se quería estrenar una obra, no había más remedio que pulir, cortar, limar contenidos y escenas. Para la censura era más temible lo que pasaba en un escenario que en una película. El cine quedaba enlatadao y cada proyección era la misma. El teatro puede ser más imprevisible pues una función no es la misma que la anterior.
Por invitación del Centro Cultural Generación del 27, de Málaga, he tenido que impartir una conferencia sobre los elementos inverosímiles de su teatro, tejidos con ironía, humor sutil, frecuentemente resueltos hacia la alta comedia, con finales felices envueltos en el sentimiento y en lo poético. Para mí ha sido la ocasión de recordar estas obras que remiten a un tiempo de teatro bien escrito, de un ingenio más inglés que español, más en sintonía con Oscar Wilde que con los Álvarez Quintero.
De Miguel Mihura, de José López Rubio y de Edgar Neville (reunidos en esta foto)
nos ha quedado un manojo de comedias del "buen oficio", del humor que juega con la inverosimilitud, de lo insólito y de lo disparatado de la vida humana, que está sometida siempre a un futuro insospechado.
apenas conozco su obra, pero desde luego era un personaje
ResponderEliminarde todas formas, yo creo que si tiraba a Oscar Wilde, un genio, tampoco hubiera estado mal que tirara a los Quintero, que hicieron un teatro que para mi también fue bueno, aunque hoy en día sea casi despreciado
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