“Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres”,
escribió Dámaso Alonso en famoso poema. Madrid es una ciudad de más de cien
cadáveres artísticos destruidos, afirmo yo. Por no ir muy lejos, obras del
arquitecto Miguel Fisac han desaparecido sin más. La capital es una metáfora de
las Españas, continuamente haciéndose y deshaciéndose con tenacidad ibérica. Un
cadáver arquitectónico que ha permanecido apareciéndose como el fantasma de
Hamlet es el del convento de San Felipe el Real.
Un monumento que fue buque
insignia de la monarquía y la política, las ciencias, las letras y las artes,
del encuentro y labor social para los madrileños, cayó por la picota de esa
historia escrita a trompicones, de ida y vuelta tal que el telar de Penélope.
Aunque existe numerosa bibliografía sobre el edificio que lo ha mantenido
“vivo” como un fantasma, carecíamos de un libro monográfico que ahora sale
publicado por Benito Mediavilla, en la Editorial Agustiniana (2017), con el
título de EL CONVENTO DE SAN FELIPE EL REAL DE MADRID, volumen que colmará las
expectativas de historiadores, arquitectos y público interesado.
San Felipe el Real fue un convento de religiosos agustinos
situado en la Puerta del Sol, al inicio de la calle Mayor. Su existencia (1547-1836)
se mantuvo “viva” salvo durante la invasión francesa (1808-1814) y, en alguna
medida, durante el trienio liberal (1820-1823). De su vitalidad dio cuenta
Mesonero Romanos: “Las Gradas de San Felipe, reunión de noticieros y gente
desocupada, como ahora la Puerta del Sol, juegan un papel muy importante en las
novelas de Quevedo, Vélez de Guevara, Zabaleta, Francisco Santos, José Pellicer, don Diego de
Torres y demás escritores de costumbres de los siglos XVII y XVIII” o en
autores del XX (Gómez de la Serna, Pedro de Répide, Pérez
Reverte en su famoso ALATRISTE…)”.
Porque la lonja y gradas que rodeaban el
edificio en las calles Mayor y Esparteros fueron muy populares y han pasado al
recuerdo colectivo de la ciudad como “mentidero de la Villa”, donde se
propagaban noticias, rumores y hasta calumnias, siempre llenas de gente, bien
para acudir a los oficios religiosos bien hombres sin trabajo, soldados
repatriados, pícaros buscones, ociosos a la caza de noticias y rumores,
holgazanes, petimetres, beatas, histriones… Era el balcón del “todo Madrid”,
más aún porque las más de treinta covachuelas construidas en el desnivel con la
calle eran tiendas de lo más variopinto: juguetes y chucherías infantiles,
calzas y hasta cilicios y disciplinas. Yo hubiera dado cualquier cosa por
conocer los chismes generados por el escabroso asesinato del Conde de
Villamediana (tan amigo de Góngora), sucedido a escasos metros del edificio y reflejado por Manuel Castellano en un célebre cuadro conservado hoy en el Museo de Historia de Madrid. También los oficios religiosos: misas, novenas, procesiones, funerales… contaban con numeroso público, a veces encabezado por los propios Reyes y aristócratas, dada la fama de sus predicadores. La comunidad llegó a contar con poco más de cien religiosos, muchos de ellos muy bien preparados, aparte de otros transeúntes que se alojaban al venir a la Corte para gestionar asuntos desde toda España y de las provincias de ultramar. Por estar edificado en pleno centro de la capital, carecía de huerta y ello fue causa de adquirir algunas fincas rurales no lejos de Madrid para la provisión de aceite, trigo, vino, etc., donde trabajaban algunos religiosos allí desplazados con operarios contratados. “Esta es una de las mejores pruebas –afirma Mediavilla-, de cómo en los conventos no existía lo que tan cacareadamente se ha llamado las manos muertas de las órdenes religiosas y que fue también una de las disculpas para la desamortización de las mismas” (p. 238). Dichas posesiones fueron vendiéndose para paliar los muchos gastos del convento.
Madrid había pasado de contar unos 20.000 habitantes en la
primera mitad del XVI, mayoritariamente agricultores y artesanos, a unos
100.000 a finales de la misma centuria, con motivo de elegirla Felipe II como
capital del reino (1561) y el aumento de la población burocrática y cortesana.
Nuevos edificios, entre ellos, algunos conventos que se añadieron a los nueve
existentes. Los agustinos contaban entre sus miembros a algunos religiosos
que venían siendo confesores y predicadores de los reyes y de la familia real.
Ya tenían el convento de Chinchón y el de Alcalá de Henares pero pareció
interesante tener otro en una capital que aumentaba en población y en
importancia incluso a nivel europeo. En las gestiones para un nuevo convento
participó Santo Tomás de Villanueva, lo cual aprovechó el ayuntamiento para
conceder la licencia si este fraile iba a residir permanente o transitoriamente
en él. La elección de Fray Tomás como arzobispo de Valencia anuló dicha
condición, aunque le sucedió en las gestiones San Alonso de Orozco, quien ya
gozaba de tanta fama como el otro en sus virtudes y oratoria. El arzobispo de
Toledo, en cambio, negó y resistió para dar el permiso. Tuvieron que intervenir
el propio príncipe Felipe y toda la familia real para que, al fin lo diese. Los
agustinos, en agradecimiento dieron el nombre de San Felipe al convento y al
que luego se le añadió el adjetivo Real por el apoyo y donaciones que dio a la
institución.
La construcción de todo el edificio, sencillo y sobrio de
cuatro plantas y buhardillas, en una línea semejante al escurialense, se
prolongó más de medio siglo por escasez de recursos económicos. En la iglesia
no se escatimaron calidades y artistas, entre ellas la rareza de nueve estatuas
en madera de Pompeyo Leoni, lienzos, objetos e imágenes (de las cuales hoy sólo
sobrevive la escultura de Nuestra Señora de Consolación, de Pascual de Mena, en
la parroquia de Valdeluz).
El complejo de San Felipe abarcaba celdas,
claustros, refectorio, cocina, sala capitular, botica, tahona, almacenes, pajares,
caballerizas, locales comerciales en el exterior, etc. La biblioteca personal
del P. Flórez ocupó varios locales llenos de libros, documentos, monedas, etc. Precisamente
el claustro, de granito cárdeno, con veintiocho arcos en el piso bajo (donde se
pintaron veinticuatro frescos sobre la vida de San Agustín y que hoy se guardan
en depósitos del museo del Prado), era uno de los mejores de Madrid. En el
patio principal se instaló una bellísima fuente que, después, fue trasladada a
la plaza de Santa Ana y cuyo paradero se desconoce. El espléndido zócalo
de azulejos con escenas historiadas, alrededor de todo el claustro, fue
desvalijado.
En 1718 se propagó un incendio que destruyó la iglesia. Y
volvió a reconstruirse en el plazo de siete años gracias a las donaciones de
personas, cofradías (allí tenían su sede veintiocho de ellas), conventos
agustinianos y los propios frailes de su peculio. Entre las cofradías cabe
mencionar la de Ntra. Sra. De la Asunción, transformada más tarde en Ilustre
Colegio de Abogados de Madrid. O la de Santo Tomás de Villanueva, creada por
manchegos. En el interior del templo fueron sepultados algunos religiosos y
nobles: Magallanes, Aragón, Osuna, Mendoza, Altamira… y una dama de honor de la
reina María Estuardo.
La comunidad agustiniana tuvo como fin primordial el
estudio, por eso San Felipe fue un centro de investigación y sabiduría como no
existía otro en la capital y, en algunos aspectos, en toda España por la
cantidad y calidad de muchos religiosos. Si en el siglo XVII abundaron historiadores,
predicadores, confesores reales, en el XVIII, varios formaban parte de las
Sociedades Económicas del País, que contaban con los mayores ilustrados de su
tiempo. Fray Diego Tadeo González, creador de la llamada Escuela Salmantina de
poetas donde también destacó fray Juan Fernández de Rojas, autor de la
CROTALOGÍA O CIENCIA DE LAS CASTAÑUELAS y al que retrató Goya… Pero si hubiera
de destacar un nombre sobre todos, sería el del P. Enrique Flórez, historiador,
traductor, geógrafo,
numismático, paleógrafo, arqueólogo, etc., quien inició la magna obra ESPAÑA SAGRADA. Viajero por todo el país en busca de documentos que recogió en veintisiete volúmenes de los cincuenta y seis que llegaría a alcanzar hasta el siglo XX. La Orden agustina se encargó de preparar a jóvenes que siguieran sus pasos para dar continuidad a esa obra: Manuel Risco, Antolín Merino, José de la Canal, quien llegó a ser Director de la Real Academia de la Historia y testigo de la rapiña de las tropas napoleónicas. El P. Flórez es una figura de la historiografía española, así reconocido por el P. Feijóo, Menéndez Pelayo, Menéndez Pidal y muchos más. Bastaría echar un vistazo a cualquier enciclopedia virtual para conocer la importancia de esta colosal figura.
En este sentido, si el fuego había devastado la iglesia, la
invasión napoleónica significó la destrucción del gabinete de historia natural,
de muchísimos manuscritos, lápidas, monedas, relieves, cuadros, destrozos por
todas partes mientras el templo servía de cuadra para los caballos. El ejército
francés, por orden de José I, expulsó a los novicios, invitó a los religiosos a
abandonar la vida religiosa e impuso la reducción de conventos. Concretamente,
en Madrid se suprimieron veinticinco de los treinta y siete existentes. Al
decretar la supresión de las órdenes religiosas se dio carta blanca al saqueo y
muchos cuadros acabaron subastados o en museos de Francia y de España. En
total, más de 1500 cuadros de dieciocho conventos, ochenta de ellos de San
Felipe. Los religiosos fueron ahuyentados o asesinados y se dio al traste con
aquel florecimiento científico y literario. Al regreso de Fernando VII se
intentó volver y reparar lo destruido, incluso se juró la Constitución de 1812.
Pero un nuevo mazazo aguardaba. El trienio liberal dictó diez leyes que
asfixiaron los conventos (enajenación de fincas, expulsión de los jesuitas,
supresión de conventos, apropiación de edificios por parte del Estado, etc.)
Exclaustración es la salida voluntaria o forzosa de
religiosos que viven en un convento. Desamortización es la usurpación de bienes
propios de un convento u Orden religiosa. “Ahora bien –declara Mediavilla-, si
el Estado persigue apoderarse de los bienes materiales, principalmente de
fincas rústicas o urbanas con el fin de recaudar fondos para ajustar sus
cuentas, no era necesaria la exclaustración. Luego de donde se deduce que,
además de la usurpación de estos bienes materiales, se escondía también otra
intencionalidad menos manifiesta, es decir, el anticlericalismo” (p. 318).
Juan
Álvarez Mendizábal, de origen comerciante y posiblemente judío, entendía la
política como negocio (no para sí mismo pues murió en la pobreza) y vendió muy
bien la imagen de la desamortización. El procedimiento fue de subasta de
propiedades en grandes bloques con lo que fueron a parar a manos de la
aristocracia y de especuladores. Los pobres no saldrían de su pobreza.
Saltándose el derecho a la propiedad privada, lo que era “de manos muertas”
pasó, como suele suceder, a “manos ricas”. Expulsados los religiosos,
incautados sus bienes, robados sus bienes artísticos, se procedió a subastar
unos edificios y al derribo de otros, entre ellos San Felipe, a pesar de la
opinión en contra de la Academia de San Fernando, de varias instituciones y de
intelectuales.
El libro de Mediavilla es mucho más que una historia. Es una
reconstrucción virtual en toda regla, gracias a la colaboración del arquitecto
José Mª Moreno García al confeccionar planos y documentos gráficos que han dado
realismo al texto. También es un recordatorio. Cien años después de aquella
puntilla que se dio a los conventos más ilustres de la capital, restaurados
algunos, levantados otros nuevos, volvería la furia hispana a partir de 1931 en
forma de república y de guerra civil. Pero esto ya sería motivo de otro libro.
Muchas gracias por el artículo me ha gustado mucho, lo de vender edificios a un precio por debajo de su valor es una costumbre que no se ha perdido en la actualidad. Lo que siguo sin entender es porque el franquismo quitó la estatua de Mendizabal de la plaza de Progreso.
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