Me inicié en el amor a Italia con el cine: aquellas
películas primeras en blanco y negro con Sofía Loren, Marcello Mastroiani, Alberto
Sordi, Claudia Cardinale, Vittorio Gassman, Giulietta Masina, Mónica Vitti, Silvana
Mangano y tantos otros que me fascinaban compartiendo sus pasiones, sus celos, sus
conflictos familiares, su sentido social, su valor guerrero, su hedonismo, sus
películas de romanos y hasta encarnando mitos greco latinos. En mis oídos aún
resuenan las tarantelas, las bandas
sonoras y aquella escena de Sofía Loren en
La chica del río bailando un mambo que hacía hervir las hormonas de los
jóvenes espectadores. Luego comencé a
distinguir a los directores: De Sica, Rossellini, Antonioni, Visconti,
Pasolini, Fellini, Scola, Risi, Zeffirelli, Bertolucci, Benigni… pero también
se grabaron en mi memoria películas de firmas no italianas que se desarrollaban
en este país: Vacaciones en Roma, La
primavera romana de la señora Stone, Una habitación con vistas… por
mencionar solo tres.
La literatura italiana también ha llenado mis horas de
lectura: desde Dante, Boccaccio y Guido Cavalcanti hasta Alessandro Baricco,
muchos autores de teatro aplaudidos: Pirandello, Ugo Betti, Diego Fabri, De
Filippo, Dario Fo, etc.
Pero varias cosas me llamaban la atención en el cine: sus
“mammas” siempre respetadas y obedecidas, sus niños pícaros, sus adolescentes y
jóvenes inquietos, vivaces, enamoradizos y apasionados, amantes de la vida y
sus placeres que aprendieron más en los billares, gimnasios, tugurios y cafetines
que en las escuelas, muchos de ellos emigrantes desde un pueblo siciliano o
calabrés.
Esos muchachos de belleza tosca, asequibles a cualquier propuesta que
Pasolini y Visconti tanto conocieron. El mío fue un amor constante al séptimo
arte cuando Paulino, el maquinista de mi pueblo, me regalaba trozos de
celuloide, casi como vimos en Cinema
Paradiso. Y, finalmente las motos Vespa. ¿Quién no recuerda a la “princesa”
Audrey Hepburn, abrazada a la cintura de Gregory Peck, recorriendo de incógnito
las calles de Roma sobre una de ellas?
La Vespa parece perseguirme. Cuando en el invierno
pasado visité la exposición de fotos de María José Valle, con una serie
espléndida sobre la Toscana, me hechizó una calle con una Vespa roja aparcada. Y
no me resisto a incluirla con el permiso de su autora. Este año, durante la
Feria del Libro, una amiga versada en “lo último” me aconsejó Vidas erráticas, de Gianni Celati, autor
muy conocido y premiado en Italia pero desconocido para mí. Su nacionalidad y
la portada donde unas bellas muchachas aparecen cada una en su moto Vespa, me
animó y lo compré.
La obra se compone de tres narraciones breves cuyos
protagonistas están entrelazados, a la manera que Visconti trató a Rocco y sus hermanos en inolvidable
película. Si aquí son hermanos de sangre, en el libro de Celati pertenecen a la
misma pandilla juvenil, incluido el narrador, quien, en primera persona,
realiza un ejercicio de memoria, a veces difusa, para evocar a personajes y
sucesos: “Ahora que está viniendo a la memoria”, “Luego vienen sus amigos,
entre ellos el que suscribe”, “Conozco la historia de Zoffi de cabo a rabo”,
“Pero me viene a las mientes”, “Me parece que también era un poco cojo, pero no
puedo asegurarlo”… Dicho narrador se convierte en notario y guía del recorrido
literario tal que en Amarcord (“Yo me
acuerdo”), la bellísima película oscarizada de Fellini. Celati nos lleva de la
mano por barrios, arrabales, casas, familias... No una, como vimos en la obra
de Ettore Scola, titulada precisamente La
familia (1987), sino varias más o menos relacionadas con los protagonistas.
Durante la lectura nos vamos familiarizando con el
esmirriado y distraído Pucci, sin aplicarse en los estudios como le aconseja su
madre (viuda arrogante, rubia altanera de faldas ceñidas y generoso escote) fracasado en sus intentos de
conquistar a la hija del ingeniero Veratti. Su amigo el gordo y tosco
Bordignoni, aprendiz de mecánico y obsesionado en lograr una mujer de carnes
prietas aunque nunca tuvo suerte con las mujeres. Adelmo Zoffi, el muchacho
serio, hipersensible y pesimista, filósofo de vocación, al frente del estanco
que cae sobre sus hombros tras la muerte del padre y a quien su prima, la
fresca Urania, casada, no logra seducir en el último momento, a pesar de que él
la ama con locura. Descubrimos al experto tahúr Scagliarini asistente a la
escuela tras una noche de timbas. Conocemos
a Malaguti, el bello joven que rentabiliza su atractivo en tratos con un viejo
adinerado pero que también es capaz de defender en público ideas renovadoras de
la novela. Otros personajes terminan siéndonos familiares: el campesino
Musetto, el profesor Amos, bebedor itinerante de los bares, ex boxeadores,
camaradas del partido. Tritone, el novelista reputadísimo, prolífico autor de
novelas históricas, de figura física imponente, quien, no obstante, se sentía
tímido y acobardado frente a su madre. Siempre las mammas. Tritone vive un
enredo con la joven Rosana, quien, a su vez, bebe los vientos por el profesor
Luciani. Ella servirá de modelo desnuda a Frangipane, pintor falsario que
estafa vendiendo cuadros suyos como obras de un pintor que había vivido en
París.
Nos llegan a ser familiares los espacios: la escuela, los
domicilios, las avenidas de la ronda donde algunas mujeres hacen la calle, todo
el deteriorado barrio Carroze, muy diferente al próspero barrio Comboni, con
abundantes villas en una de las cuales vive el abogado Annoiati, el cine (¡cómo
no!) en cuyo gallinero los chavales disfrutan películas junto con hombres adultos
en busca de chicos a los que seducir en los lavabos; los reservados del Café Nacional, con sus estucos y dorados, donde
la pandilla discute a veces sobre temas más o menos profundos con el profesor
Amos, el estanco de Zoffi donde acuden a charlotear de fútbol y política “los
viejos del barrio y cuyos ojos no dudaban lo más mínimo en posarse sobre el
trasero de la señora Juno, que ella, al pasar, meneaba vigorosamente, como
haciéndoles una caridad a los jubilados”; el Círculo de Cultura, la Academia
del Billar, sitio ideal para tipos patibularios y tantos otros que, en las
magras 129 páginas nos acercan a esa ciudad provinciana, quizá trasunto de
Ferrara.
Vidas erráticas
consiste en una serie de ejercicios narrativos (así lo confiesa su autor al
final), un tríptico que obtuvo en 2006 uno de los premios más importantes de Italia: el
Viareggio. Y no sorprende. Es un hermoso ejemplo de taller de la memoria acerca
de personajes que acuden al reclamo del narrador como fantasmas del ayer: “Me
gustaría saber dónde han ido a parar todos ellos, y si hemos existido de
verdad, si es ésta realmente la vida. O bien es todo un error, sólo destellos,
escalofríos, no se sabe”.
Como pez en el agua con la cultura italiana contemporánea... No conocía yo esta faceta tuya, paisano. Un abrazo desde Riad.
ResponderEliminarJ. Javier
Tú no conoces muchas facetas mías ja ja ja
EliminarDeliciosa crónica, magíster... gracias porcel guiño
ResponderEliminarDeliciosa crónica, magíster. Gracias por el guiño!!
ResponderEliminarGracias, volador
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