SAMARKANDA

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Bienvenido al karavansar. No por casualidad he llamado así a mi blog, puesto que en alguna lengua de Oriente se llama de este modo a la posada, la pensión, la fonda, donde descansar antes de seguir el camino. Decir que la vida es un tránsito no es descubrir América (que también se hizo en un tránsito, pero por mar), pues ya muchos autores lo expresaron. Pero sí quiero señalar la provisionalidad, el azar, la hospitalidad, el descanso, la cercanía que produce "pasar" por un sitio desconocido a algo más seguro, que es el fin del viaje. Desde Jorge Manrique hasta Antonio Machado se ha plasmado la imagen del hombre como viajero. Y este blog pretende que nos encontremos, "ligeros de equipaje", en esta parada y fonda virtual, que no virtuosa. Hasta pronto.

jueves, 10 de enero de 2019

EL CÓDICE ÁUREO DE RAMÓN LOUREIRO


Yo descubrí la obra de Ramón Loureiro gracias a Chema Paz Gago, amigo común, poeta y “arbiter elegantiarum” gallego. Que el Señor Santiago se lo agradezca por mí. Y desde entonces, me honro admirando al primero porque tenemos una pasión común: Álvaro Cunqueiro, autor que debería ser de lectura obligatoria en todas las escuelas, filologías e institutos Cervantes. No van a ser menos nuestros estudiantes que los propios Reyes Magos, lectores del inolvidable escritor, según nos hace saber este libro. Ya no me sorprende que las gaviotas del Reino de Galicia se detengan en los escaparates de las librerías cuando ven expuesta una nueva novela de Ramón Loureiro.

   Nada más comenzar la lectura de Al Rey de los Ángeles (2018), último libro suyo, me vinieron a la memoria los “beatos de Santo Toribio de Liébana”, esos códices medievales que alternan textos con prodigiosas miniaturas. No porque la obra del autor gallego contenga ilustraciones (que debería incorporarlas en una recomendable edición facsímil del manuscrito, realizadas por Antonio Seijas, dibujante de la portada) sino porque sus ciento cuarenta y cinco secuencias, en la primera edición, son viñetas literarias, que dejan la puerta abierta a la imaginación del lector.
Son instantáneas como las tomadas con su vieja Laica M6, inseparable compañera, convertidas luego en texto, tal vez en el Café Derby, con una estilográfica que los Reyes Magos le habrán dejado en sus zapatos hace muchos años. Y ya se sabe que no hay sueños falsos ni para escribir ni para vivir ni para leer, que es lo que busca nuestro autor en sus lectores. Son pensamientos inspirados cada vez que pasa por la cercana Piedra de los Reyes Magos, esos monarcas que fueron los primeros en viajar sobre alfombras persas a la luna antes que cualquier astronauta. Son meditaciones, quizá inspiradas desde cualquier altorrelieve catedralicio.


En esta obra, el autor retoma el mundo mágico que ha ido creando en obras anteriores desde Las galeras de Normandía (2006), considerada una obra maestra por la crítica, hasta componer todo un ciclo con títulos posteriores. El territorio vital de Loureiro, situado mayoritariamente entre Mondoñedo (“esa ciudad en la que no se puede alzar demasiado la voz ahora, no vaya a ser que se desvanezca”), Fene y Ferrol (“el Ferrol de las matemáticas y de los barcos y el Mondoñedo del latín y de la magia”), aparece unas veces de modo realista con localizaciones, personajes y episodios concretos, pasados y presentes, y otras, trenzado con el mito de la Tierra de Escandoi, situada al noroeste de la tercera Bretaña, “donde Europa comienza”. Un realismo mágico a la gallega, coincidente con el de Cunqueiro, el de Wenceslao Fernández Flórez en su “bosque animado”, sobrino de Torrente Ballester, quizá pariente (aunque lejano), de Rulfo y García Márquez, pero sí tataranieto literario de fray Antonio de Guevara.


   El narrador, de vuelta del umbral de lo que nosotros llamamos muerte, va dando cuenta de lo que recuerda, lo que ve, lo que ensueña, como un itinerante Pedro Páramo aún peregrino, tal vez escuchando con sus ojos a los muertos: “Nunca pensé que fuese a escribir otro libro más. Pero poco a poco me fui dando cuenta de que me faltaba- de que me hacía falta- esta novela; y no tanto para que me guardase dentro – sepulcro yo ya tenía, y tras un tiempo en él, como a nadie se le oculta, me he salido fuera- como para que el papel y la tinta me fuesen señalando el camino hacia la verdadera y profunda patria del corazón, donde están mi casa y mis muertos, lo que más recuerdo.”


   Por el libro desfilan personajes mezclados como lo están en un “nacimiento” las lavanderas con los ángeles, Herodes con los pastores, los humildes pueblerinos de Belén con los magos orientales. De este modo, nos resultan próximas figuras vivas, históricas, legendarias, míticas: Mariano Haro, el renombrado atleta palentino; don Enrique Cal Pardo, deán de la catedral mindoniense; Julio de Remedios, Pero también el licántropo Romasanta, del tiempo de Isabel II, la exuberante y eterna Sofía Loren, los Reyes Magos en su palacio de África conversando sobre los elefantes del pantano mientras llega el tiempo en que Don Gaspar se va de pesca sin sedal en el Nilo de Etiopía, el piloto Emerson Fitipaldi, la bruja anónima que le regala una bolsa de castañas y nueces, sombras de muertos, “espectros meramente andantes” que se cruzan en el camino del narrador pues “nunca está claro del todo, entre los caminantes, cuál es el porcentaje de vivos y cuál es el porcentaje de muertos.” Un mundo de canónigos y sochantres (descendientes de aquel deán compostelano que acudió a Toledo para aprender nigromancia con don Illán y nos contó Don Juan Manuel), “a los que, por lo que dicen, la visión de la carne joven aún les alegra bien los ojos y la lengua, ya que no otras partes del cuerpo”. Un paisaje donde existe realmente la Piedra de los Reyes Magos cubierta de musgo, animales que cruzan por las páginas: la libélula azul, un astuto raposo, el gallo plateado de Miguel Angel Buonarroti, la lechuza, el halcón, el águila, la paloma buchona o escuchamos el trote de caballos de “las San Lucas” de Mondoñedo, relinchando y haciendo sonar sus cascos contra las losas de la plaza en la capital del obispado.


   Descripciones minuciosas en largos párrafos, como la carroza que acompañará a los Reyes Magos, mandada hacer por el Emperador León Daniel María Bonaparte Resucitado, toda una secuencia 42 de inmejorable estilo. O la entrada de una virgen a caballo en la iglesia de Santa Marina de Sillobre. O el recuerdo de la Casa del Horno donde pasó su infancia y en la que los objetos llegan hasta los mismos ojos del lector con toda su pátina de tiempo. O el cambio de horario. O el lacerante estado en que llegan los refugiados a esta cruel Europa. O la probable existencia de gigantes en la fraga del río Belelle. Las secuencias se suceden intercaladas las que tienen forma de columna periodística (un atentado, un comentario sobre paraguas, un avión derribado) o el fragmento de un cuento fantástico. O la estremecedora reflexión donde se ve tan próxima la propia muerte y su consecuencia de eterno reposo y encuentro con los seres queridos. O la visión nocturna del mariscal Pardo de Cela, fallecido en 1483.


   A partir de la “viñeta” 128, el relato vuelve a centrarse en el viaje de los Reyes Magos y su cortejo a través de ciudades y países: atraviesan Egipto no sin escuchar los lamentos de Ramsés II, Nápoles, Roma, donde son recibidos en su despacho por el mismo Pontífice, Turín para venerar la Sábana Santa, el Reino de Francia sobre una cometa, Roncesvalles donde el Abad les ofrece “una copita de Anís del Mono, unos bizcochos borrachos de Chiclana y unas almendras garrapiñadas de Becerril de Campos”. Los magos viajeros se asombrarán en Altamira, ante el Santo Rostro de Oviedo y en la Basílica de Foz al contemplar su propio retrato pintado en el muro del templo. El estilo de Loureiro en estas últimas páginas se eleva y deslumbra de ingenio, ternura, sabiduría y trascendencia hasta el penúltimo renglón del libro, donde está la clave del itinerario que ha culminado.

    En la Real Biblioteca del Escorial, en la que pasé bastantes ratos de juventud, se conservan muchos tesoros bibliográficos como es sabido. Pero uno me llamó siempre la atención: el Códice Áureo, libro de los cuatro evangelios, del siglo XI. Se dice que sus letras fueron recortadas y pegadas sobre pergamino, una a una, hasta completar los cuatro evangelios. No me cabe duda de que Loureiro, con este libro tan personal, ha pulido y mimado cada palabra, componiendo su códice áureo. Si, como decía el maestro Cunqueiro, “uno muere cuando deja de soñar”, Ramón Loureiro sigue felizmente vivo.

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