Yo descubrí
la obra de Ramón Loureiro gracias a Chema Paz Gago, amigo común, poeta y
“arbiter elegantiarum” gallego. Que el Señor Santiago se lo agradezca por mí. Y
desde entonces, me honro admirando al primero porque tenemos una pasión común:
Álvaro Cunqueiro, autor que debería ser de lectura obligatoria en todas las
escuelas, filologías e institutos Cervantes. No van a ser menos nuestros
estudiantes que los propios Reyes Magos, lectores del inolvidable escritor,
según nos hace saber este libro. Ya no me sorprende que las gaviotas del Reino
de Galicia se detengan en los escaparates de las librerías cuando ven expuesta
una nueva novela de Ramón Loureiro.
Nada más
comenzar la lectura de Al Rey de los
Ángeles (2018), último libro suyo, me vinieron a la memoria los “beatos de Santo
Toribio de Liébana”, esos códices medievales que alternan textos con
prodigiosas miniaturas. No porque la obra del autor gallego contenga
ilustraciones (que debería incorporarlas en una recomendable edición facsímil
del manuscrito, realizadas por Antonio Seijas, dibujante de la portada) sino
porque sus ciento cuarenta y cinco secuencias, en la primera edición, son
viñetas literarias, que dejan la puerta abierta a la imaginación del lector.
Son
instantáneas como las tomadas con su vieja Laica M6, inseparable compañera,
convertidas luego en texto, tal vez en el Café Derby, con una estilográfica que
los Reyes Magos le habrán dejado en sus zapatos hace muchos años. Y ya se sabe
que no hay sueños falsos ni para escribir ni para vivir ni para leer, que es lo
que busca nuestro autor en sus lectores. Son pensamientos inspirados cada vez
que pasa por la cercana Piedra de los Reyes Magos, esos monarcas que fueron los
primeros en viajar sobre alfombras persas a la luna antes que cualquier
astronauta. Son meditaciones, quizá inspiradas desde cualquier altorrelieve
catedralicio.
En esta
obra, el autor retoma el mundo mágico que ha ido creando en obras anteriores
desde Las galeras de Normandía
(2006), considerada una obra maestra por la crítica, hasta componer todo un
ciclo con títulos posteriores. El territorio vital de Loureiro, situado mayoritariamente
entre Mondoñedo (“esa ciudad en la que no se puede alzar demasiado la voz
ahora, no vaya a ser que se desvanezca”), Fene y Ferrol (“el Ferrol de las
matemáticas y de los barcos y el Mondoñedo del latín y de la magia”), aparece
unas veces de modo realista con localizaciones, personajes y episodios
concretos, pasados y presentes, y otras, trenzado con el mito de la Tierra de Escandoi, situada
al noroeste de la tercera Bretaña, “donde Europa comienza”. Un realismo mágico a la gallega, coincidente con el de Cunqueiro, el de Wenceslao Fernández
Flórez en su “bosque animado”, sobrino de Torrente Ballester, quizá pariente (aunque
lejano), de Rulfo y García Márquez, pero sí tataranieto literario de fray
Antonio de Guevara.
El narrador,
de vuelta del umbral de lo que nosotros llamamos muerte, va dando cuenta de lo
que recuerda, lo que ve, lo que ensueña, como un itinerante Pedro Páramo aún
peregrino, tal vez escuchando con sus ojos a los muertos: “Nunca pensé que
fuese a escribir otro libro más. Pero poco a poco me fui dando cuenta de que me
faltaba- de que me hacía falta- esta novela; y no tanto para que me guardase
dentro – sepulcro yo ya tenía, y tras un tiempo en él, como a nadie se le
oculta, me he salido fuera- como para que el papel y la tinta me fuesen
señalando el camino hacia la verdadera y profunda patria del corazón, donde
están mi casa y mis muertos, lo que más recuerdo.”
Por el libro
desfilan personajes mezclados como lo están en un “nacimiento” las lavanderas
con los ángeles, Herodes con los pastores, los humildes pueblerinos de Belén
con los magos orientales. De este modo, nos resultan próximas figuras vivas,
históricas, legendarias, míticas: Mariano Haro, el renombrado atleta palentino;
don Enrique Cal Pardo, deán de la catedral mindoniense; Julio de Remedios, Pero
también el licántropo Romasanta, del tiempo de Isabel II, la exuberante y
eterna Sofía Loren, los Reyes Magos en su palacio de África conversando sobre
los elefantes del pantano mientras llega el tiempo en que Don Gaspar se va de
pesca sin sedal en el Nilo de Etiopía, el piloto Emerson Fitipaldi, la bruja anónima que le
regala una bolsa de castañas y nueces, sombras de muertos, “espectros meramente
andantes” que se cruzan en el camino del narrador pues “nunca está claro del
todo, entre los caminantes, cuál es el porcentaje de vivos y cuál es el
porcentaje de muertos.” Un mundo de canónigos y sochantres (descendientes de aquel
deán compostelano que acudió a Toledo para aprender nigromancia con don Illán y
nos contó Don Juan Manuel), “a los que, por lo que dicen, la visión de la carne
joven aún les alegra bien los ojos y la lengua, ya que no otras partes del
cuerpo”. Un paisaje donde existe realmente la Piedra de los Reyes Magos cubierta de musgo, animales
que cruzan por las páginas: la libélula azul, un astuto raposo, el gallo
plateado de Miguel Angel Buonarroti, la lechuza, el halcón, el águila, la
paloma buchona o escuchamos el trote de caballos de “las San Lucas” de
Mondoñedo, relinchando y haciendo sonar sus cascos contra las losas de la plaza
en la capital del obispado.
Descripciones
minuciosas en largos párrafos, como la carroza que acompañará a los Reyes
Magos, mandada hacer por el Emperador León Daniel María Bonaparte Resucitado, toda
una secuencia 42 de inmejorable estilo. O la entrada de una virgen a caballo en
la iglesia de Santa Marina de Sillobre. O el recuerdo de la Casa del Horno
donde pasó su infancia y en la que los objetos llegan hasta los mismos ojos del
lector con toda su pátina de tiempo. O el cambio de horario. O el lacerante
estado en que llegan los refugiados a esta cruel Europa. O la probable
existencia de gigantes en la fraga del río Belelle. Las secuencias se suceden
intercaladas las que tienen forma de columna periodística (un atentado, un comentario
sobre paraguas, un avión derribado) o el fragmento de un cuento fantástico. O
la estremecedora reflexión donde se ve tan próxima la propia muerte y su consecuencia
de eterno reposo y encuentro con los seres queridos. O la visión nocturna del
mariscal Pardo de Cela, fallecido en 1483.
A partir de
la “viñeta” 128, el relato vuelve a centrarse en el viaje de los Reyes Magos y su cortejo a
través de ciudades y países: atraviesan Egipto no sin escuchar
los lamentos de Ramsés II, Nápoles, Roma, donde son recibidos en su despacho
por el mismo Pontífice, Turín para venerar la Sábana Santa, el Reino de Francia
sobre una cometa, Roncesvalles donde el Abad les ofrece “una copita de Anís del
Mono, unos bizcochos borrachos de Chiclana y unas almendras garrapiñadas de
Becerril de Campos”. Los magos viajeros se asombrarán en Altamira, ante el
Santo Rostro de Oviedo y en la Basílica de Foz al contemplar su propio retrato
pintado en el muro del templo. El estilo de Loureiro en estas últimas páginas se eleva y
deslumbra de ingenio, ternura, sabiduría y trascendencia hasta el penúltimo
renglón del libro, donde está la clave del itinerario que ha culminado.
En la Real Biblioteca del Escorial, en la que pasé bastantes ratos de juventud, se conservan muchos tesoros bibliográficos como es sabido. Pero uno me llamó siempre la atención: el Códice Áureo, libro de los cuatro evangelios, del siglo XI. Se dice que sus letras fueron recortadas y pegadas sobre pergamino, una a una, hasta completar los cuatro evangelios. No me cabe duda de que Loureiro, con este libro tan personal, ha pulido y mimado cada palabra, componiendo su códice áureo. Si, como decía el maestro Cunqueiro, “uno muere cuando deja de soñar”, Ramón Loureiro sigue felizmente vivo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario