Cuando viajo en Metro, especialmente en trayectos largos sin muchos cambios de línea, me gusta leer un libro en el rincón más apartado posible. Tengo la suerte de que sólo dos estaciones me separan del principio de línea y resulta fácil encontrar asiento libre. La fortuna se quiebra normalmente en Plaza de Castilla. Hombres y mujeres con el móvil adosado a la oreja y hablando a voces. Adolescentes de los dos sexos con las feromonas a flor de piel. Ellas, de largas melenas balanceantes y anchos cinturones a modo de minifaldas. Ellos, relinchando como caballos en pradera. Músicos que invaden nuestros tímpanos con una bachata trepidante. Mendigos que solicitan una ayuda para su esposa tullida y sus siete hijos indigentes. Vendedores de "klínex" inacabables (ellos y los pañuelitos). No suele faltar el grupo de albañiles rumanos que nos obsequian sus sudores y su conversación incomprensible. Sólo me queda cerrar el libro y convertirme en buda por unos minutos.
Pero a lo que iba. Me gusta leer textos breves: libros de cuentos, de poemas, de reflexiones. Algo que pueda interrumpir cada poco tiempo.
Uno de estos libros ha sido Morir por mi demanda que su autor, Fernando de Villena, tuvo la amabilidad de enviarme con una cariñosa dedicatoria. Aún no tengo la satisfacción de conocerlo personalmente, sino a través de sus escritos (y ahora en contacto a través de Faceboock), en los cuales me inició el poeta y amigo común José Lupiáñez. Este me envió hace años el librito Belén de versos, una breve antología de poemas navideños de diferentes escritores granadinos. El último era un soneto maravilloso de Villena que utilicé con permiso de su autor como felicitación navideña en mis tiempos de Director del Colegio Mayor Elías Ahuja. Este último poemario que me llega, de título tan clásico, reúne veinticuatro poemas, como las horas de un día, de contenido religioso. A fin de cuentas, los seres humanos somos relojes en las manos de Dios. Ninguna lectura más adecuada para esta Semana Santa. Los sonetos del "Introito" dibujan al hombre angustiado que mira hacia atrás, hacia adelante, "siempre buscando a Dios entre la niebla", pero con la certeza de la existencia divina. Hombre sin brújula que sube (o baja) los escalones de la vida, nuevo Moisés esperando la zarza iluminadora "en las fronteras de la noche oscura". Y la mano de Dios se adivina en la propia naturaleza, que viene a ser un libro cantoral donde leer lo que dibuja Su mano poderosa. Es Dios "quien teje con amor nuestros destinos" en el portentoso tapiz del universo. El encuentro máximo se produce en la Comunión eucarística "por la gracia candeal de tu llegada".
El plato fuerte del libro es el cuerpo central, "Celebración". Y por seguir con la imagen del tapiz que acabo de mencionar, ahora el paño puede verse desde dos lados: por el derecho con la hermosura de la naturaleza y por el envés con los hilos retorcidos y tremendos del egoísmo humano que se aprovecha de la indigencia física, moral y económica de los más débiles. El poeta fustiga con su palabra como un nuevo profeta Habacuc. A un mundo sin fronteras y alambradas van subiendo las almas ya libres de sus castigados cuerpos, recogidos amorosamente por los jinetes de Dios.
"Se los ve presurosos y gentiles
mientras toca la luna
el piano de las olas."
"Se los ve presurosos y gentiles
mientras toca la luna
el piano de las olas."
La última parte es un largo poema, titulado precisamente "Poema de un día", compuesto en la habitación de un hospital mientras su esposa lucha con una enfermedad que pone en riesgo su vida. El poeta evoca Cerro Gordo, en el litoral mediterráneo, donde suele pasar días el matrimonio, y va esbozando una acuarela lírica bellísima, luminosa, apacible, deliciosa. Un "locus amoenus" en toda regla.
Cuando cierro el libro he llegado ya a a la estación metropolitana de Sol. Salimos todos en tropel, en un revuelto de razas, sexos y colores. Como si saliéramos del Purgatorio... ¿camino de dónde? En una galería, un hombre de edad interpreta al violín el tema de la película "Titanic" que todos hemos escuchado en la voz de Céline Dion. El buque insignia del bienestar se hundió en la inconsciencia de aquel mundo orgulloso de sí mismo, de tanto mirarse en su propio espejo. Como Narciso. Como nuestra Europa.
Hola José María.
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Muchas gracias y un saludo!
Manuel