“- No han vuestras mercedes leído –respondió don Quijote-
los anales e historias de Ingalaterra, donde se tratan las famosas hazañas del
rey Arturo, que continuamente en nuestro romance castellano llamamos el rey
Artús, de quien es tradición antigua y común en todo aquel reino de la Gran
Bretaña que este rey no murió, sino que por arte de encantamiento, se convirtió
en cuervo, y que andando los tiempos, ha de volver a reinar y a cobrar su reino
y cetro; a cuya causa no se probará que desde algún tiempo a éste haya muerto
ningún inglés cuervo alguno?”
Miguel de Cervantes, Don Quijote, I, 13
Los turistas que visitan la Torre de Londres son informados
de que mientras en ella existan cuervos, la supervivencia del Reino Unido está
garantizada. Por eso los británicos los cuidan tan celosamente, como el resto
de sus tradiciones. El cuervo simboliza a ese monarca del que todos, más o
menos conocemos algo: Arturo, el Rey que Fue y Será. Y si el rey ha de volver,
el reino tiene que estar dispuesto a recibirlo. Por eso, cuando nuestro Felipe
II se casó en Inglaterra (1554) con María Tudor, juró renunciar al trono si
Arturo regresaba para reclamarlo. El legendario rey no ha asomado aún por el palacio de Buckingham, aunque pocos soberanos han sobrevivido tanto como él en el arte, la literatura, la música y el cine.
EN EL UMBRAL DE LA HISTORIA
Pero, ¿existió de verdad el rey Arturo? Las investigaciones arqueológicas llegaron a esta pasmosa conclusión: "Nosotros no lo sabemos, pero pudo haber existido" (Jackson). La aparente perogrullada se sustenta en algunos datos ciertos. La Historia Brittonum, obra del monje galés Nennius (siglo IX), menciona a un Arturo, caudillo de los bretones tres siglos atrás, cuando dicho pueblo se oponía a la invasión anglosajona. Su figura se hizo popular en la fantasía celta a través de cuentos y canciones. Sería Godofredo de Monmouth quien hacia 1135, en su Historia de los reyes de Bretaña, daría pelos y señales sobre el héroe: cómo lo engendró el rey Uther Pendragón en la esposa de uno de sus nobles, haciéndose pasar por el marido con la ayuda del mago Merlín (lo cual recuerda el truco del dios Júpiter al acostarse con la esposa de Anfitrión, tomando la apariencia de éste, y el resultado de la concepción de Hércules); cómo Arturo llegó al trono gracias a la espada mágica Excalibur; su matrimonio con Ginebra, el inmenso prestigio de la corte de Camelot y la traición final de Mordred. El libro de Monmouth, editado en latín, se tradujo rápidamente al francés, inglés, y galés porque coincidió con el reinado de Enrique II, monarca de Inglaterra y de media Francia, esposo de la bella Leonor de Aquitania (la "reina de los trovadores") y padre del turbulento y valeroso Ricardo Corazón de León, famoso por sus versos, por las Cruzadas y por su bisexualidad. La corte de Enrique, en la cual la lengua refinada era el francés para versos y amores, otorgaba un marco ideal para la versión francesa de la leyenda, a cargo de R. Wace. Este añadió el ambiente de cortesía, amores, aventuras, prodigios... y algo muy importante: el rey Arturo creaba la asamblea más selecta del mundo medieval: la Orden de la Tabla Redonda. En torno a esa mesa se sentaban, codo con codo, el monarca y los caballeros más valerosos, apuestos, cultivados y nobles del amplio reino. El verdadero rey de Inglaterra, Enrique II, podía frotarse las manos con satisfacción: sus súbditos ya podían mirarle como otro Arturo, magnánimo y justo. Si la épica francesa exaltaba a Carlomagno, a sus pares y adalides (Roldán, Baldovinos, Oliveros...), los ingleses ya tenían lista su saga en torno a la Mesa Redonda. En torno a ella, anualmente, los caballeros expondrían, anualmente en la fiesta de Pentecostés, las últimas hazañas de cada cual.
"ÉRASE UNA VEZ UN REY"
La fabulosa corte de Camelot ya fulgía bastante como para que alguien se pusiera a contar por extenso sus bodas principescas, sus fiestas deslumbrantes, sus ruidosas cacerías y torneos. Algún talento se necesitaba ya para describir la belleza de Ginebra y de sus seductoras damas (tan hermosas y coquetas como proclives al adulterio), la gallardía de aquellos jóvenes que tras una estricta formación en la camaradería viril, eran armados por el rey en litúrgica ceremonia como caballeros; el cuidado con que escuderos y pajes atendían a los azores, daban brillo a las armaduras,, alimentaban a corceles y palafrenes, bañaban a sus señores. Se precisaba un autor hábil para referir tantas hazañas, raptos, prodigios, hechizos, encantamientos, talismanes y profecías. Un escritor capaz de dar vida convincente a amantes y amigos, magos y gigantes, hadas y ermitaños, duendes y abades, reyes y lacayos, unos y otros como símbolos del Bien y del Mal en constante litigio. Esa pluma genial se llamaba Chrétien de Troyes (1165-1190). Él fue quien revitalizó el tema artúrico introduciendo nuevos personajes, cuentos, anécdotas. Era natural: Arturo, alcanzada la cima de su poder, era ya un rey inactivo que cazaba y que presidía su Redondo Senado. Pero nada más. En el futuro, serían sus errantes caballeros quienes irían tomando el protagonismo: Kay, Lanzarote, Gawain, Perceval, Galad... Chrétien de Troyes escribió varias novelas en verso -algunas hoy perdidas-, como Lanzarote (o El caballero de la carreta) y Perceval (o El cuento del Grial). Una y otra vez refieren cierta "búsqueda": en la primera, la de Lanzarote en pos de la reina Ginebra, quien ha sido raptada (es el enamorado y no el marido, según el canon del amor cortés, quien ha de buscarla) y añade el amor adúltero entre los dos, base de conflictos posteriores. En Perceval cuenta cómo el caballero busca el Santo Grial, una vasija mágica que en otras obras se identificará con el Caliz usado por Jesús en la Última Cena. Una versión tan célebre como singular es la ópera de Richard Wagner con el mismo título. Tal vez fue también Chrétien quien introdujo en el ciclo artúrico la historia de los trágicos amores entre Tristán e Isolda. Naturalmente, esos relatos de caballeros tan bien dotados hicieron furor entre el público femenino, dado por entonces a la fácil mitomanía, y los autores hubieron de crear heroínas con quienes las lectoras se identificaran a gusto: a Ginebra se sumaron Enide, Soredamor, Fenice, Claudine y otras.
EN EL UMBRAL DE LA HISTORIA
Pero, ¿existió de verdad el rey Arturo? Las investigaciones arqueológicas llegaron a esta pasmosa conclusión: "Nosotros no lo sabemos, pero pudo haber existido" (Jackson). La aparente perogrullada se sustenta en algunos datos ciertos. La Historia Brittonum, obra del monje galés Nennius (siglo IX), menciona a un Arturo, caudillo de los bretones tres siglos atrás, cuando dicho pueblo se oponía a la invasión anglosajona. Su figura se hizo popular en la fantasía celta a través de cuentos y canciones. Sería Godofredo de Monmouth quien hacia 1135, en su Historia de los reyes de Bretaña, daría pelos y señales sobre el héroe: cómo lo engendró el rey Uther Pendragón en la esposa de uno de sus nobles, haciéndose pasar por el marido con la ayuda del mago Merlín (lo cual recuerda el truco del dios Júpiter al acostarse con la esposa de Anfitrión, tomando la apariencia de éste, y el resultado de la concepción de Hércules); cómo Arturo llegó al trono gracias a la espada mágica Excalibur; su matrimonio con Ginebra, el inmenso prestigio de la corte de Camelot y la traición final de Mordred. El libro de Monmouth, editado en latín, se tradujo rápidamente al francés, inglés, y galés porque coincidió con el reinado de Enrique II, monarca de Inglaterra y de media Francia, esposo de la bella Leonor de Aquitania (la "reina de los trovadores") y padre del turbulento y valeroso Ricardo Corazón de León, famoso por sus versos, por las Cruzadas y por su bisexualidad. La corte de Enrique, en la cual la lengua refinada era el francés para versos y amores, otorgaba un marco ideal para la versión francesa de la leyenda, a cargo de R. Wace. Este añadió el ambiente de cortesía, amores, aventuras, prodigios... y algo muy importante: el rey Arturo creaba la asamblea más selecta del mundo medieval: la Orden de la Tabla Redonda. En torno a esa mesa se sentaban, codo con codo, el monarca y los caballeros más valerosos, apuestos, cultivados y nobles del amplio reino. El verdadero rey de Inglaterra, Enrique II, podía frotarse las manos con satisfacción: sus súbditos ya podían mirarle como otro Arturo, magnánimo y justo. Si la épica francesa exaltaba a Carlomagno, a sus pares y adalides (Roldán, Baldovinos, Oliveros...), los ingleses ya tenían lista su saga en torno a la Mesa Redonda. En torno a ella, anualmente, los caballeros expondrían, anualmente en la fiesta de Pentecostés, las últimas hazañas de cada cual.
"ÉRASE UNA VEZ UN REY"
La fabulosa corte de Camelot ya fulgía bastante como para que alguien se pusiera a contar por extenso sus bodas principescas, sus fiestas deslumbrantes, sus ruidosas cacerías y torneos. Algún talento se necesitaba ya para describir la belleza de Ginebra y de sus seductoras damas (tan hermosas y coquetas como proclives al adulterio), la gallardía de aquellos jóvenes que tras una estricta formación en la camaradería viril, eran armados por el rey en litúrgica ceremonia como caballeros; el cuidado con que escuderos y pajes atendían a los azores, daban brillo a las armaduras,, alimentaban a corceles y palafrenes, bañaban a sus señores. Se precisaba un autor hábil para referir tantas hazañas, raptos, prodigios, hechizos, encantamientos, talismanes y profecías. Un escritor capaz de dar vida convincente a amantes y amigos, magos y gigantes, hadas y ermitaños, duendes y abades, reyes y lacayos, unos y otros como símbolos del Bien y del Mal en constante litigio. Esa pluma genial se llamaba Chrétien de Troyes (1165-1190). Él fue quien revitalizó el tema artúrico introduciendo nuevos personajes, cuentos, anécdotas. Era natural: Arturo, alcanzada la cima de su poder, era ya un rey inactivo que cazaba y que presidía su Redondo Senado. Pero nada más. En el futuro, serían sus errantes caballeros quienes irían tomando el protagonismo: Kay, Lanzarote, Gawain, Perceval, Galad... Chrétien de Troyes escribió varias novelas en verso -algunas hoy perdidas-, como Lanzarote (o El caballero de la carreta) y Perceval (o El cuento del Grial). Una y otra vez refieren cierta "búsqueda": en la primera, la de Lanzarote en pos de la reina Ginebra, quien ha sido raptada (es el enamorado y no el marido, según el canon del amor cortés, quien ha de buscarla) y añade el amor adúltero entre los dos, base de conflictos posteriores. En Perceval cuenta cómo el caballero busca el Santo Grial, una vasija mágica que en otras obras se identificará con el Caliz usado por Jesús en la Última Cena. Una versión tan célebre como singular es la ópera de Richard Wagner con el mismo título. Tal vez fue también Chrétien quien introdujo en el ciclo artúrico la historia de los trágicos amores entre Tristán e Isolda. Naturalmente, esos relatos de caballeros tan bien dotados hicieron furor entre el público femenino, dado por entonces a la fácil mitomanía, y los autores hubieron de crear heroínas con quienes las lectoras se identificaran a gusto: a Ginebra se sumaron Enide, Soredamor, Fenice, Claudine y otras.
CON LA IGLESIA HEMOS TOPADO
A principios del siglo XIII, el Grial ya estaba identificado con el Cáliz del Señor, que habría llegado a Inglaterra a través de José de Arimatea y de Pilatos, nada menos. La jerarquía eclesiástica no miraba con buenos ojos esa historia apócrifa que contaba el ir y venir de tan importante vaso por manos seglares -en vez de llegarle a los Papas o a los clérigos-, y a veces pecaminosas manos, aunque fuera en obras de ficción. Claro que para la Iglesia, el "misticismo" en torno al Grial, si bien sospechoso de heterodoxia, siempre era preferible a las acostumbradas orgías de las cortes feudales. Mejor leer esto que a Ovidio. El Conciclio IV de Letrán (1215) acababa de definir el dogma de la presencia real de Cristo en la Eucaristía y la liturgia de la Misa iba extendiendo el uso de mostrar al pueblo la Hostia consagrada sobre el Cáliz. Todo muy a tiempo.
Poco después se reúne una colección nueva y anónima de novelas artúricas, bajo el nombre genérico de Vulgata. La obra parece estar redactada por varias personas, tal vez por monjes o clérigos cercanos a las nuevas doctrinas del Císter. En esta Vulgata, como Perceval ha pecado liándose con Blancaflor, es sustituido por el puro y perfecto Galad en la búsqueda del Santo Grial. Es una exaltación de la castidad y en el código caballeresco de dicha Vulgata, las virtudes son, por orden decreciente: la pureza o virginidad, la humildad, la paciencia, la justicia y, finalmente, la caridad. El caballero ya es "soldado de Cristo", se confiesa con sacerdotes, rechaza los valores humanos y sólo ama a Dios. Algo así como Bernardo de Claraval metido a caballero andante. Por otra parte, como las Cruzadas suscitaban extensas críticas entre el pueblo por la rapacidad y costumbres disolutas de los cruzados en Tierra Santa, la Vulgata -seguramente escrita por monjes anónimos-, mostraba el prototipo de guerrero angélico de conducta intachable. Esa colección, pues, reflejaba una ideología aristocrática, reaccionaria y moralizante que estuvo a punto de hundir la tradición literaria con el injerto de ese "catecismo". No pocos autores de toda Europa trataron de emular su éxito pero sin conseguirlo. Hasta que uno logró, incluso, superar a la Vulgata.
Poco después se reúne una colección nueva y anónima de novelas artúricas, bajo el nombre genérico de Vulgata. La obra parece estar redactada por varias personas, tal vez por monjes o clérigos cercanos a las nuevas doctrinas del Císter. En esta Vulgata, como Perceval ha pecado liándose con Blancaflor, es sustituido por el puro y perfecto Galad en la búsqueda del Santo Grial. Es una exaltación de la castidad y en el código caballeresco de dicha Vulgata, las virtudes son, por orden decreciente: la pureza o virginidad, la humildad, la paciencia, la justicia y, finalmente, la caridad. El caballero ya es "soldado de Cristo", se confiesa con sacerdotes, rechaza los valores humanos y sólo ama a Dios. Algo así como Bernardo de Claraval metido a caballero andante. Por otra parte, como las Cruzadas suscitaban extensas críticas entre el pueblo por la rapacidad y costumbres disolutas de los cruzados en Tierra Santa, la Vulgata -seguramente escrita por monjes anónimos-, mostraba el prototipo de guerrero angélico de conducta intachable. Esa colección, pues, reflejaba una ideología aristocrática, reaccionaria y moralizante que estuvo a punto de hundir la tradición literaria con el injerto de ese "catecismo". No pocos autores de toda Europa trataron de emular su éxito pero sin conseguirlo. Hasta que uno logró, incluso, superar a la Vulgata.
EL ESCRITOR DELINCUENTE
Se llamaba Thomas Malory y, si creemos las investigaciones sobre su vida, tuvo una existencia digna de ser novelada. Nacido a principios del siglo XV en el seno de una familia con rango y propiedades, ostentó el título de sir y fue miembro del Parlamento, lo que no le impidió ser encarcelado varias veces por asesinato, violaciones, robos, raptos y el saqueo de alguna abadía cisterciense. En la cárcel de Newgate, como otro Cervantes cavilando entre rejas su Quijote, acabó ese libro maravilloso titulado La muerte de Arturo (1485). Gracias a Malory el ciclo artúrico ha sobrevivido. Novela auténticamente moderna, en ella se han inspirado escritores, guinonistas de cine y compositores musicales.
Sin embargo, en los siglos XVII y XVIII hubo un eclipse del tema caballeresco. Sería en el siglo XIX, a causa del Romanticismo, cuando surgió una verdadera fiebre por lo medieval, y concretamente hacia la leyenda de Arturo. Un voluminoso grano de arena eran las varias obras de Walter Scott, especialmente Ivanhoe (1820), novela que tantos leímos en nuestra infancia y luego vimos en cine encarnados sus personajes por Mel Ferrer, Ava Gardner, Joan Fontaine, Robert Taylor... En el XIX se pusieron de moda los torneos, cacerías y fiestas, la heráldica y la arquitectura artúrica. La Reina Victoria de Inglaterra se retrató con el príncipe Alberto, su esposo, vestidos a la usanza de Camelot. El rey Luis II de Baviera se embriagó de la leyenda artúrica y a ella lelvó a su protegido el compositor Richard Wagner. Baden Powell fundó el movimiento scout impregnado de altruismo caballeresco. T. E. Lawrence, el liberador de Arabia, era un lector asiduo de la obra de Malory. Pero igual que Cervantes parodió los Amadises de su tiempo, Mark Twain publicó esa ingeniosa caricatura titulada Un yanqui de Conneticut en la corte del rey Arturo (1889), poniendo en solfa a las tradiciones (Iglesia, Monasquía, Caballerosidad) de los ingleses, a quienes no les hizo gracia alguna. Porque el tipo de gentleman está calcado sobre el concepto de caballero.
Otro admirador de Malory fue T. H. White, nacido en la India y fallecido en Grecia. Escritor bohemio, solitario feroz, coleccionista de animales como ese Merlín futurista que nos diseña, recreó el tema artúrico en cuatro libros bajo el título genérico The Once and Future King, que la editorial Debate publicó como La leyenda del rey Arturo, en cuatro volúmenes: La espada y la piedra, La reina del aire y las tinieblas, El caballero malhecho y Una vela al viento. Es decir, desde la infancia del anónimo muchacho "Verruga" (mote de Arturo), su educación por el sabio mago Merlín en contacto con la naturaleza a través de varias metamorfosis, su ascenso al trono y pacificación del reino, el matrimonio con la bella Ginebra, la creación de la Tabla Redonda, la historia de Lanzarote y sus desdichados amores con la reina, el nacimiento de Mordred (hijo de Arturo con su hermanastra la hechicera Morgause), con episodios laterales como Robín de los Bosques o el rey Pelinor. Los nobles ideales del monarca -la Razón sobre la Fuerza-, se estrellan contra la realidad y la obra acaba cuando el anciano rey se dispone a enfrentarse en batalla a Mordred.
Leer estos cuatro breves volúmenes de White constituye un placer exquisito. Un sorprendente conocimiento del mundo medieval, unos diálogos fluidos, la garra de la leyenda en sí dan al lector múltiples ocasiones de sonreir con el fresco humor y la sutil ironía del autor. En ese brillante tapiz de White late una reflexión sobre el mundo, la guerra, la educación, el amor, la lealtad, la ciencia... La editorial Debate se esmeró con numerosas láminas y recuadros sobre heráldica, las Cruzadas, la liturgia, la arquitectura, las lenguas, las tribus, el mobiliario, el protocolo, la legislación... para que el lector se deleite aprendiendo. No es de extrañar que esta obra, adaptada a comedia musical (1961), con Richard Burton como Arturo, y al cine (1967), protaginizada por Richard Harris fuese un éxito mundial con el nombre de Camelot. Cuando el presidente Kennedy vio la obra, se mandó hacer una mesa redonda.
EL MITO DEL CONTINUO RETORNO
Alguna magia desprendía la leyenda cuando atrajo la atención de Walt Disney y de los Monty Python o que en 1975 el aparatoso rockero Rick Wakeman hiciera su versión y seis años después los cines españoles se llenaban de jóvenes para ver Excalibur, la película de John Boorman. Miles de lectores se han deleitado con El señor de los anillos, de Tolkien (entusiasta lector de Malory) y cuyo mago Gandalf es una réplica de Merlín. Otros lectores se encontraron episodios artúricos en la novela El unicornio, de Manuel Mujica Laínez. Y es que, como opinaba Umberto Eco, estamos en otra Edad Media: un mundo en crisis de valores, con ideologías escleróticas, que llevan a los jóvenes a otros derroteros, a universos donde el Bien siempre triunfa sobre el Mal, un mundo en conflicto de países, de civilizaciones y, también por la ficción, en guerras de galaxias, que copia en sus armas, en sus monstruos, en sus atavíos y en sus ideales, todo lo caballeresco. Nada más cerca de los intrépidos héroes de la caballería andante, identificables bajo sus armaduras únicamente por los símbolos de sus escudos, que esos muchachos sobre abultadas, atronadoras, potentes motos, con nuevos yelmos en forma de cascos adormados en sus trajes protectores con letreros, pegatinas y ostentosas marcas.
José Mª Torrijos
(Artículo publicado en L. E. A., nº 16, octubre-diciembre, 1983)
José Mª Torrijos
(Artículo publicado en L. E. A., nº 16, octubre-diciembre, 1983)
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