Muy poco recordamos que España tuvo una Primera República. Al leer este artículo me ha parecido oportuno traerlo a mi blog.
CUANDO ESPAÑA FUE PLURINACIONAL
CUANDO ESPAÑA FUE PLURINACIONAL
No es cierto que la idea de nación plurinacional sea
una incógnita muy difícil de explicar en términos políticos. En España hemos
tenido una breve experiencia de nación plurinacional. Lo fuimos durante la
breve –y desastrosa- experiencia de la Primera República, en el año 1873,
cuando la República tuvo cuatro presidentes en ocho meses. Y ese año de 1873,
Cartagena no sólo fue una nación soberana durante seis meses, sino que se
declaró independiente del resto de España y enarboló una bandera roja que antes
había sido enseña del Imperio Otomano. La moneda propia que acuñó el soberano
cantón de Cartagena –“rodeado por los centralistas”, según rezaba la inscripción
en el reverso- se cotiza ahora muy bien entre coleccionistas y numismáticos. La
Cartagena independiente cayó en enero de 1874, tras ser ocupada –y destruida-
por las tropas republicanas “unitarias”.
Por raro que parezca, también fueron naciones soberanas
e independientes, aunque por mucho menos tiempo, Jaén y Granada y Algeciras y
Cádiz y Motril y Jumilla y Sevilla y Barcelona (y otras muchas ciudades de
Andalucía y Levante).. Aunque la experiencia duró muy poco, la nación soberana
e independiente de Granada estuvo a punto de declararle la guerra a la nación
soberana e independiente de Jaén por una disputa de límites fronterizos. Y la
soberana nación de Jumilla, por su parte, emitió una proclama en la que
declaraba su propósito de mantener la paz con todas las naciones extranjeras,
aunque también advertía a la vecina nación de Murcia de que “si ésta se atreve
a desconocer nuestra autonomía y a traspasar nuestras fronteras, Jumilla se
defenderá, como los héroes del 2 de Mayo, y no dejará en Murcia piedra sobre
piedra”.
Por desgracia, muy poca gente conoce la historia del
episodio cantonal –o plurinacional, si lo decimos en términos modernos-, ya que
parece haber desaparecido por arte de ensalmo de nuestros libros de historia.
En 1911, cuando Galdós se acercaba a los setenta años, dedicó uno de sus
últimos “Episodios nacionales” a la breve experiencia republicana y a la
insurrección cantonal. Lo tituló “La Primera República” y en cierta forma es un
fracaso narrativo impropio del inmenso talento de Galdós. Pero hay un motivo de
peso para que Galdós no se sintiera a gusto escribiendo la historia de la
Primera República y de la insurrección cantonal. Quienes protagonizaron
aquellos hechos absurdos y en algunos casos estrambóticos –Galdós lo definió
como “un juego pueril, que causaría risa si no nos moviese a grandísima pena”-
eran sus correligionarios republicanos y socialistas en quienes habían
depositado sus esperanzas políticas. No olvidemos que Galdós, en 1873, era un
joven de treina años que soñaba con un nuevo modelo de país para España. Pero
el experimento republicano le decepcionó por completo, a pesar de que Galdós
compartía muchos de sus ideales y muchas de sus propuestas sociales. En el
soberano cantón de Cartagena, por ejemplo, se instauró la jornada laboral de
ocho horas, se autorizó el divorcio, se incautaron los bienes eclesiásticos, se
abolió la pena de muerte y se suprimieron los monopolios. Galdós estaba de
acuerdo con todas estas medidas, pero la Primera República “centralista”
también las defendía y podría haberlas instaurado de no haber tenido que
enfrentarse a los delirios cantonales que al final acabaron destruyéndola en
poco menos de un año. En España solemos creer que todos los experimentos
progresistas han sido aplastados por la violenta reacción ultraderechista, pero
eso no es del todo cierto. La Primera República cayó por culpa de un ataque
conjunto de los ultracatólicos carlistas desde el norte y los “intransigentes
cantonales” desde Levante y el Sur. Y en cierta forma, lo mismo podría decirse
de la Segunda República, atrapada entre la pinza diabólica de la Revolución de
Asturias de 1934 y la sublevación militar de julio de 1936.
El problema de la Primera República fue que apenas
contó con apoyo popular y estuvo dividida en un sinfín de facciones que hacían
imposible toda acción de gobierno. El primer presidente, Estanislao Figueras,
harto de desavenencias parlamentarias, pronunció su famosa frase: “Señores,
estoy hasta los cojones de todos nosotros” y sin decir nada a nadie cogió un
tren con rumbo a París. El segundo presidente, Pi y Margall, también catalán
como Figueras, intentó aprobar una Constitución Federalista que contemplaba la
división de España en 17 Estados soberanos con autonomía completa para dotarse
de Constitución y de sus propios órganos de Gobierno. Pero la rebelión carlista
se extendió por el norte, al grito de “Dios, Patria y Rey” y Pi y Margall tuvo
que pedir “poderes extraordinarios” a las Cortes para hacerle frente. El grupo
de los federalistas “intransigentes” lo consideró un intento de imponer una
tiranía republicana y se opuso por completo a los plenos poderes. Los
federalistas radicales imponían el modelo cantonal inspirado en los cantones
suizos. En vez de los 17 Estados soberanos, los “intransigentes” defendían el
modelo del cantón –bien fuera municipal o provincial, ya que también en esto
estaban divididos- como unidad política soberana que debía adherirse por propia
iniciativa a la República Federal. Todo debía hacerse de “abajo arriba” en vez
de “arriba abajo”, como pretendían los federalistas “centralistas” de Pi y
Margall.
En el verano de 1873, cuando la República estaba siendo
atacada por los rebeldes carlistas y apenas tenía fuerzas para defenderse –ya
que además sufría una terrible crisis económica-, los republicanos
intransigentes lanzaron la insurrección cantonal. No fue la primera vez que
esto ocurría durante el breve período de la Primera República. Cuatro meses
antes, en marzo de 1873, el Ayuntamiento de Barcelona había proclamado el Estat
Català dentro de la República Federal (los hechos se repetirían en 1931 con
Fracesc Cescà y en 1934 con Lluis Companys), aunque la proclamación apenas duró
por culpa de las disensiones internas. En cambio, la rebelión cantonal
instigada por los diputados federales “intransigentes” tuvo éxito en Andalucía
y Levante, lo que provocó las tristes reflexiones posteriores de Galdós, que la
calificó de “sarampión agudísimo”. En pocas semanas docenas de ayuntamientos se
declararon gobernados por un “Comité de Salvación Pública”, armaron batallones
de milicias y se proclamaron “cantones soberanos”.
Ya conocemos algunos de esos cantones soberanos:
Cartagena, Sevilla, Motril, Málaga, Jumilla, Algeciras, Alcoy… Tras la
proclamación del soberano cantón de Algeciras, la vecina población de Los
Barrios se unió al cantón de Cádiz de Fermín Salvochea. Los insurgentes de
Algeciras, indignados por aquella traición, intentaron destruir el puente sobre
el río Palmones que comunicaba Algeciras con Los Barrios. Por suerte para
todos, no lograron hacerlo. El cantón de Tarifa, por su parte, lanzó una misión
militar para ocupar el islote de las Palomas que había sido abandonado por el
ejército. Y el cantón de Cartagena, sitiado por las tropas “unitarias” de la
república, pidió ayuda a los Estados Unidos (el presidente Ulysses Simpson
Grant, nunca llegó a enterarse de si aquella petición iba en serio o en broma).
Galdós, que admiraba la honestidad y los ideales de muchos de quienes
emprendieron estas acciones disparatadas, no vio en ellas nada más que una
prueba de “nuestra incorregible tontería”. Y quizá sea ésta, pasados casi 150
años, la mejor definición que se haya hecho jamás de nuestro experimento
plurinacional. Una incorregible tontería.
Eduardo Jordá (ABC, 16/06/2017)
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