Las críticas a la Iglesia católica en nuestro país están
presentes en todas las artes y abarca siglos y géneros. Unas veces en el propio
tema central y otras, accidentalmente en situaciones o personajes episódicos.
La lupa, incluso el microscopio, ha observado comportamientos censurables según
cada época: el poder político o económico del clero, la avaricia, la soberbia,
la hipocresía, la lujuria… En España contamos con nombres señeros en la
narrativa desde el XIX (Galdós, Clarín, Pérez de Ayala…), en el ensayo (Azaña),
en el cine de Almodóvar (cuyo título Entre
tinieblas fue llevado a la escena por Fermín Cabal) y en el teatro de forma
más o menos directa con títulos como Electra
del propio Galdós, el desgarrador Monólogo
del Papa, de Max Aub con un Pontífice que no cree en Dios, Pelo de tormenta, de Francisco Nieva, Columbi lapsus, de Els Joglars, Yo, Satán, esperpento teológico de
Antonio Álamo, y otros nombres que han
de quedar fuera en estas pinceladas sin afán de catálogo.
La elaboración de una obra teatral con el instrumento
de la sátira requiere, a mi entender, tres ingredientes: uno, conocimiento del
medio para reflejar con cierta verosimilitud ambiente y personajes, incluso su
vocabulario; otro, la importancia o la actualidad del tema tratado y, por
último, una intención ética, ejemplarizante, aunque el propio autor ni lo
exprese ni sea consciente de ello. Digo “ética” y no moral pues el autor puede
ser perfectamente ateo, agnóstico o creyente, siempre y cuando sí sea sensible
a lo que denuncia. De lo contrario, su obra quedaría en mero panfleto. Por
poner un ejemplo, La Regenta es una
novela profundamente cristiana, aunque anticlerical, precisamente porque el
clero que refleja ha abandonado la nave del evangelio. Independientemente de
que Clarín fuera o no un católico convencido.
Yo no llegé a ver Cerda en escena, la obra de Juan Mairena, que obtuvo reconocimiento de
público y de crítica desde su estreno en La Casa de la Portera, de Madrid, el 4
de julio de 2013, bajo dirección del propio autor. La he conocido a través de
su texto editado por Antígona dos años más tarde.
A través de medios de comunicación, por denuncias e
investigaciones, hemos conocido cómo fueron sustraídos bebés recién nacidos a
sus madres a quienes hacían creer que su hijo había nacido muerto. La operación
tenía como fin dar esos bebés (gratuita o mediante pagos) a familias. Y tal
mercadeo clandestino era llevado a cabo por médicos y enfermeras (seglares y
religiosas) de modo anónimo e impune en varios países, especialmente en los
años posteriores a la guerra civil hasta bien entrados los años ochenta por lo
que a España se refiere. El escándalo ha sido mayor al demostrarse como
participantes en él a monjas, alguna ya fallecida. El fenómeno es tan insólito
y condenable que se prestaría a escribir un guión en forma de drama. Algo
similar a lo realizado por John Pielmeyer en su obra Agnus Dei.
Juan Mairena, en cambio, realiza un difícil ejercicio
de parodia llevado al límite. Cerda
se desarrolla en el convento italiano del Santo Membrillo donde una comunidad
de excéntricas religiosas (sólo llegamos a conocer a cuatro de ellas) conviven
entre sus insólitos ritos, sus extravagantes personalidades, sus vicios
inconfesables y sus desvariados caprichos, bajo la férrea autoridad de Sor
Leona, la priora. Todo un muestrario de neurosis dignas del más acreditado
psiquiatra. Si alguna vez fueron niñas inocentes, esa vida de reclusión y
paranoia las convirtió en lo que son: “Tal vez una vez lo fuimos. A veces… durante
la noche… me despertaba un llanto. ¡No! Un aullido. Era el grito de los
inocentes. Santos inocentes. Arrancados de los brazos de sus madres y
abandonados a su suerte.” Son mujeres secuestradas en el “castillo de irás y no
volverás” cuya única evasión, si así puede llamarse, son sus mitos musicales (Madonna,
Renato Carsone, Mina…) o del cine (Bette Davis, Al Pacino). Ni el suicidio (Sor
Bette) ni ser un hombre atrapado en cuerpo de mujer (Sor Cosetta) puede liberar
a esos seres errantes del conflicto cernudiano entre realidad y deseo, al que
apunta Sabrina hacia el final de la obra.
En mi opinión, Cerda está llevada por su autor al terreno del absurdo en las situaciones y el lenguaje, a propósito para evitar el tratamiento naturalista del fenómeno, que habría generado un drama. En cambio, opta por deconstruir la realidad y darle un tratamiento carnavalesco, en el sentido que estudió Mijail Bajtín. Al elevarla a la zona del surrealismo con un humor aún más disparatado que el del propio Mihura, consigue el efecto doble: la condena de los secuestros reales de niños sin servir de indignación a nadie que tenga un sentimiento religioso sincero y serio. Esas monjas sólo representan, distorsionadas, a quienes cometieron delitos contra mujeres indefensas. Un dificilísimo equilibrio que sólo se logra cuando se manejan el teatro, la cultura y el lenguaje con una muy habilidosa maestría. Obra brillante cuyo comentario más completo, que suscribo, es el prólogo de Miguel Pérez Valiente al libro. Yo no alcanzo a ir más allá.
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