Cuando al cabo de los años, uno se reencuentra
con un antiguo alumno que, además ha publicado dos novelas, se siente alegría y
satisfacción. No todos mis antiguos estudiantes son ingenieros o abogados. A
Ángel Marqués Valverde no lo había vuelto a ver desde que él terminaba sus
estudios en la RESAD, una tarde en que me presentó a otro joven aspirante a
actor: Carmelo Gómez. Si el segundo ha seguido su carrera escénica, Ángel ha desempeñado
trabajos que le han permitido vivir en varios países, acumular experiencias y,
al fin, poder dedicarse a su última y más gratificante vocación: la escritura.
Me ha regalado con sendas dedicatorias cariñosas sus dos primeras novelas:
NUNCA ES TARDE (2014) y EL BALNEARIO DE TOZEUR (2018).
Al día siguiente comencé la primera de
ellas con bastantes precauciones. Más aún cuando su autor la había calificado
de “modernista”, sin más aclaración. Y di por sentado que me encontraría ante
una novela “primeriza”, tal vez con ecos del Modernismo, tal vez con aires de
experimentación narrativa. Pero al cabo de diez o doce páginas ya me había olvidado
de sus consideraciones y me hallaba atrapado en la trama. Las peripecias de Jon
Sinkar, su protagonista, hijo natural y huérfano de la actriz Raquel Sinkar, desde
sus doce años de picardía infantil hasta su madurez anarquista coinciden en el
tiempo con el reinado de Alfonso XIII en una España que estaba hirviendo y que
saltaría por los aires, después, en República, guerra civil y franquismo. Esa
España que vamos conociendo a través de personajes inconformistas, misteriosos,
revolucionarios, conspiradores… todos ellos cercanos de un protagonista que va
recorriendo ambientes cosmopolitas o rurales en búsqueda de un ideal aunque vaya,
paralelamente, arrastrando la mochila de un pasado desconocido que tardará en
descifrar: desde Mateo Morral, el anarquista que arrojó la bomba al paso de la
comitiva nupcial del rey, convertido en tutor-protector del huérfano Jon. Una
protección que heredará Paulina, la maestra libertaria que lo cuidará en
adelante, personaje importante de la novela pues ella lo introduce en el amor
por la literatura y el teatro, también depositaria, testigo y partícipe en el pasado
biográfico del muchacho. El admirado y misterioso Francisco, Honorio, el
compañero de juegos infantiles camarada que reaparece en las páginas finales.
Blanche, la muchacha que pudo significar un futuro sentimental interrumpido.
Karim Al Brahim, un personaje siniestro que para mal o para peor interfiere en
su vida y decide en el útimo instante. Angustias, la vieja del carromato como
una “madre coraje” de todos los desfavorecidos, la mujer “que se alejó de la
vida para poder permanecer en ella”. Todos los personajes son los “auxiliares
del héroe” (en el sentido de Vladimir Propp) en una típica “novela de
aprendizaje” de Jon. Sus dotes teatrales aprendidas junto a Paulina le
permitirán sobrevivir gracias al transformismo desde el cabaret del Arab Bazar,
debutando como la “china Manolita” hasta sus camuflajes como perfecto soldado, pasando
por su sincera interpretación en el proyecto de una revolución bolchevique
comarcal, pues la capacidad camaleónica de Jon es inagotable: sabe
desenvolverse por igual en un palacio que en una alquería de Jaén. Un héroe que
va teniendo cierta suerte en la vida (“nunca es tarde” será su lema) hasta que llegue
su treinta y dos de diciembre. Jon y los demás personajes se encuadran en la “intrahistoria”,
aquella cuyos nombres no han pasado a los manuales ni las enciclopedias. Mimbres
de una España en ebullición: la guerra de África, la Gran Guerra Europea, la
Dictadura de Primo de Rivera, cuyo atentado fallido viene a cerrar una obra
abierta con otro magnicidio (también frustrado) contra Alfonso XIII.
¿Novela modernista? La definición que el autor me hizo al dármela, yo la puedo atribuir a los rasgos de familia que tiene su escritura con los autores de principios de siglo, quienes sin abandonar un estilo brillante y cosmopolita, reflejaron también un compromiso social, a veces en sus entrelíneas: Eduardo Zamacois, el primer Felipe Trigo o el decadente y sagaz Álvaro Retana. En la búsqueda de la plástica descriptiva, el autor se permite músicas literarias: “el cigüeño campanario aledaño”, “almohadillada barandilla”, en la concreción periodística como una ametralladora de palabras (las movilizaciones en las calles de Barcelona por la guerra de África), en inopinadas greguerías: “En la barra las almas solo cabían de lado. Más de una copa derramó su alegría en alguna pechera”, “se pegó a la pared como un cartel”. En la composición narrativa, el autor no deja ningún hilo suelto como tampoco deja que se le escape el nuevo amigo en que se convierte el lector, con toda seguridad, desde la primera página hasta el epílogo, una reflexión de nuestros días.
Maravillosa valoración de mi novela. La recibo como un regalo deseado, como una vuelta a casa por sorpresa, como una calificación agradecida del profesor de lengua y literatura que fue tan exigente (fui alumno de José María en COU) al tiempo que autor curtido y sensible. Un fuerte abrazo de Ángel Marqués Valverde.
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