Cada vez que escucho o leo cómo los líderes de cierta
izquierda autodescriben sus políticas como “progresistas”, me acuerdo de mi
aprendizaje de la asignatura de Semántica en la Facultad, una rama de la
Lingüística que estudia la significación, el sentido e interpretación de los
signos lingüísticos (palabras y expresiones) en su correspondencia con el mundo
real, ya sea el físico o el abstracto. Es decir, los mecanismos mentales por
los cuales los individuos atribuyen significados a las expresiones
lingüísticas. Pero también existe la Semántica lógica, que desarrolla una serie
de problemas lógicos de significación, estudia la relación entre el signo
lingüístico y la realidad. Las condiciones necesarias para que un signo pueda
aplicarse a un objeto, y las reglas que aseguran una significación exacta. La
cuestión no es baladí porque un término puede convertirse en un talismán
gracias a su influencia en el campo semántico del discurso. Voy a poner un
ejemplo: cuando yo estudiaba esa materia en la Facultad hice un trabajo de
campo semántico en la poesía de Sagrario Torres, descubriendo que la palabra
“boca” se convertía en el eje de toda una semántica usada muy sutilmente por la
escritora en sus versos y que le confería un toque distintivo con respecto a la
obra de otros poetas. La palabra “boca” era la columna vertebral de todos sus
libros (“Catorce bocas me alimentan” fue el título de su primer libro de
sonetos) y la corporeidad de sus versos están en relación con ella.
La palabra “progresismo” ha servido como talismán para cierta
izquierda española. No me refiero al PSOE de los tiempos de Felipe González,
que, efectivamente, hizo lo posible por hacer “progresar” a España, recién
nacida a la democracia, en muchos asuntos ya solventados en otros países
europeos de nuestro entorno. Me refiero más bien al neocomunismo de nuestros
días, que ha sabido manejar muy hábilmente la semántica. Lo primero fue enviar
al desván la palabra “comunismo”. Una vez que cayó estrepitosamente la URSS, el
conjunto europeo de países bajo el yugo comunista, corría prisa en llamarse de otro
modo: Izquierda Unida, Podemos, y toda la larga lista de etiquetas locales de
grupos afines, muchas veces bajo nombres ecologistas. Saben muy bien (son
maestros de la semántica y la retórica), que “comunista” es un término viejuno,
casposo y fracasado. No hay un solo país en el mundo donde el comunismo
(llámese como se llame) haya llevado a sus ciudadanos al progreso, al
desarrollo, a la libertad.
Pero el término “progresista” sigue tercamente ahí en sus
discursos. Todo lo que ellos ofrecen es progreso, evidentemente para el pueblo.
Basta con adjetivar a un programa, a una escuela, a una sanidad, a un proyecto
de ley como “progresista” para convencernos de que, efectivamente, vamos a
progresar. ¿Y quién no se apunta a ese banderín? Si miramos al mapamundi,
podemos observar que los países que han progresado realmente no lo han sido,
precisamente, por la aplicación de las doctrinas comunistas, sino, en todo
caso, por las social-demócratas o las liberales. El progreso, para esos ámbitos
políticos “progresistas” consiste en alcanzar el poder. Y, después, en
convertir a los ciudadanos en dóciles votantes pues para saber cómo van a ser
mejores, obtener un sueldo, decidir, ya está el Partido, a ser posible único, el
Papá Estado, como ha sucedido en todos los países donde alcanzaron el gobierno…
para no volver a soltarlo, ciertamente.
La política, en general, es una prenda colgada al sol en un
alambre de la terraza, al aire libre. Y la sujetan dos pinzas llamadas libertad
y justicia. Si los regímenes de derecha se preocupan únicamente de la primera,
pueden generar sociedades capitalistas donde los ricos sean cada vez más ricos
y los pobres cada vez más necesitados. Si los regímenes de izquierda cargan las
tintas en lo que consideran justo para todos, pueden desembocar en regímenes
totalitarios donde no exista libertad y, en consecuencia, tampoco justicia.
(Ninguno de los dos está libre de un enemigo común: la corrupción). Por ello,
que el socialismo comunista se autoproclame como “progresista”, por sí mismo,
no deja de ser una falacia, un espejismo, un trampantojo. Pero de momento, ahí
siguen cultivando subliminalmente la propaganda que les da el reclamo del
término “progresista”, como si garantizaran un progreso que, fuera de ellos,
ningún otro gobierno puede conseguir.
En el equilibrio de una sociedad realmente libre con
correctores sociales justos, está la solución para que la camisa se seque y
oree al sol. Para que una sociedad verdaderamente sea progresista. Acabadas
estas líneas, os invito a echar un vistazo al mapamundi de los países y sacar
conclusiones.
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