SAMARKANDA

SAMARKANDA
Bienvenido al karavansar. No por casualidad he llamado así a mi blog, puesto que en alguna lengua de Oriente se llama de este modo a la posada, la pensión, la fonda, donde descansar antes de seguir el camino. Decir que la vida es un tránsito no es descubrir América (que también se hizo en un tránsito, pero por mar), pues ya muchos autores lo expresaron. Pero sí quiero señalar la provisionalidad, el azar, la hospitalidad, el descanso, la cercanía que produce "pasar" por un sitio desconocido a algo más seguro, que es el fin del viaje. Desde Jorge Manrique hasta Antonio Machado se ha plasmado la imagen del hombre como viajero. Y este blog pretende que nos encontremos, "ligeros de equipaje", en esta parada y fonda virtual, que no virtuosa. Hasta pronto.

sábado, 11 de junio de 2016

MI TÍO PEDRO Y YO

Hace unos días, buscando información en la hemeroteca de ABC, encontré por azar la esquela fúnebre de Pedro Alvarez Fernández (Oviedo, 1914- Madrid, 1984). Por curiosidad, me puse a indagar sobre él en Google y apenas encontré nada, salvo datos someros y posiblemente inciertos (como que a los 16 años comenzó colaborando en revistas cinematográficas, actividad que continuó en publicaciones como El Español o La estafeta literaria)  y los títulos de sus obras.  También algunas novelas en venta por Internet. La coincidencia de su nombre y apellido primero con el del novelista zamorano Pedro Álvarez Gómez, no ha facilitado el encuentro de datos. Por tanto, he recurrido a mis propios recuerdos.

   Bernarda Rodado Alarcón, prima hermana de mi madre, se casó con él. Ella y mi madre convivieron de jovencitas en casa de un tío común de ambas. Por eso, Bernarda y Pedro siempre fueron llamados "tíos" por nosotros y, además, padrinos de bautismo de mi hermana Mari Carmen, un tratamiento que no dábamos a otros familiares del mismo parentesco. Pedro era hijo de doña Rafaela, propietaria de una casa de huéspedes, "Pensión Somió", en la madrileña calle Jardines, nº 27. Una mujer educada, generosa, muy amable, cariñosa, de origen asturiano, una de tantas mujeres que lucharon con todas sus fuerzas por abrirse camino en la vida, en aquella España machista y miserable. Y en ese mismo edificio, aunque en otro piso, comenzó a vivir el nuevo matrimonio Álvarez hasta su traslado a la calle Cáceres pero después, definitivamente, a Bernardino Obregón, nº 6, 4º A, en el barrio de Embajadores, piso donde yo los visité varias veces. No tuvieron hijos. Sus desvelos fueron, en algún tiempo, hacia una perrita pekinesa. Nunca me gustaron los perros pequeños.
   Desde niño fui un voraz lector de todo lo que caía en mis manos en forma de libro: Pearl S. Buck, Lajos Zilahy, Julio Verne, Maxence Van der Meersch, Agatha Christie, Erle Stanley Gardner, Julien y Graham Green... o en forma de folleto (aquellos títulos de la colección LA NOVELA TEATRAL), donde conocí la obra de tantos autores teatrales o en ediciones de tebeos con aquellos personajes fabulosos, aventureros o cómicos que muchos recordamos. Si las existencias de mi casa se agotaban, podía recurrir a la Biblioteca Municipal de mi pueblo, un océano de libros y revistas que para mí era el paraíso. Aún recuerdo el olor a libro del gran salón en el último piso del ayuntamiento. Como mis padres me hacían pasar (inexplicablemente para mí) largas estancias en Alhambra, en casa de mi abuela o al cargo de mi tía Dolores, buscaba libros pero encontraba pocos que no fuese aburridos tomos de vetarinaria o de medicina. Salvo la excepción de todas las novelas, dedicadas, del tío Pedro. Y me leí todas, convirtiéndome de forma involuntaria en el más lector suyo de toda mi familia. 

   Pedro Álvarez se inició con Indecisión (1944), ensayo de novela que no recuerdo en absoluto. Yo comencé por Mi hermano Emilio y yo (1945), inspirada en su hermano Alfonso, un moreno guapo, educado, cariñoso y afable, que causaba estragos entre las jovencitas, pero muerto antes que el novelista. El título me ha sugerido el de esta entrada en mi blog. Seguí con La paradójica vida de Zarraustre (1946), obra de humor amargo dentro de la tradición picaresca, seguramente influenciada por el eco de La familia de Pascual Duarte, editada cuatro años antes. Mi tío gustaba de asistir los sábados a las tertulias del Café Gijón, donde se relacionaba con muchos autores, entre ellos Cela, pero especialmente con Juan Antonio de Zunzunegui. Este y su esposa (Teresa Marugán) fraguaron gran amistad con mis tíos. De hecho, mi tía Bernarda acudió con ella a visitar a mi hermana Mari Carmen en un hospital tras una operación. Siendo yo muy niño, alguna vez estuve con mi padre en el elegante Bar Flor, de la Puerta del Sol, con amigos suyos o mi tío Pedro, pero en horas de tarde, cuando actuaba un cuarteto de señoritas, en su escenario, que parecían escapadas de la obra de Anouilh. Por las noches cantaba allí sus cuplés Olga Ramos en sus comienzos. Sobre este café tuvo su primera sede la célebre revista de humor La Codorniz.No podía imaginar, entonces, que con el tiempo conocería a Miguel Mihura, José López Rubio, Mercedes Ballesteros, etc.

Me impresionó Los Pimentel (1949), ambientada en una familia asturiana, región que mis tíos conocían bien pues pasaban parte de sus vacaciones en Gijón. En ella narra la crisis moral, en su educación y en su ambiente, de una familia. El autor pensaba continuar la saga con "Los desheredados", pero no la llegó a escribir, quizá desalentado por el poco entusiasmo con que fue recibida esta obra por parte de la crítica. En aquellos años de mi adolescencia, sin embargo, yo era aún un lector ávido y fácil de contentar y a mí sí me gustó.

   Posiblemente su novela más reconocida fue La espera, que obtuvo el accésit al Premio Nacional de Literatura de 1953 y cinco mil pesetas, ya que el premio quedó declarado desierto, cuyo protagonista es un empleado de banca. El autor lo era en el entonces llamado Banco Hispano-Americano. A ella siguieron Alguien pasa de puntillas (1956), Quince noches en vela (1959), cuyo protagonista, Vadillo,  es  la víctima de una sociedad en la que fue formado en plena lucha de clases, lo cual no le convierte en inocente sujeto de delitos violentos. Oro rojo (1964), ambientada en Madrid. Nada recuerdo de ella, salvo la portada con un muro de ladrillo en ese color, tal vez porque trataría la construcción en aquellos años que fueron la primera burbuja inmobiliaria. De El doctor Gudiña (1968) recuerdo vagamente haberla leído durante unas vacaciones de verano.

   Esta obra última lleva en la portada la fotografía del autor, algo infrecuente. Como si en ella dejara su personalidad: una mirada mefistofélica, escrutadora y brillante bajo unas cejas pobladas, angulosas. Parece que aún escucho su palabra conversando conmigo sobre literatura, cuando yo ya estudiaba sucesivamente Filosofía, Teología, Filología Hispánica, todas ellas complementadas por lecturas constantes. Me llega el eco de su voz grave, su conversación ingeniosa, irónica sin ofender, en aquel comedor de la casa de Alhambra, mientras él se miraba discretamente, autocomplacido, en el gran espejo sobre la chimenea.

  

1 comentario:

  1. Magnífica entrada y cuantos recuerdos en ella.

    Mi padre Alfonso y yo. Lector voluntario de las obras de Pedro Álvarez Fernández.

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