Para Maria Ana Sarrión
Cuando Anunciación Hornillos
Chaparro quedó encinta, todo el pueblo se asombró. No por el embarazo, pues la mayoría
de las muchachas de Almadina llegaban preñadas al altar. Pero el caso de la Nuncia, como la llamaban todos, era diferente. Contaba dieciséis años, vivía
recogida, como huérfana, en casa de su hermana y su cuñado, y no se le conocían
ni novio ni pretendientes, ni siquiera rondadores. La segunda sorpresa llegó
cuando la joven fue puesta de patitas en la calle por los suyos. A la Nuncia
no le quedó otro remedio que tomar en alquiler una morada diminuta en el
Callejón del Suspiro, dentro de un patio de vecindad. Y el run rún corrió por
la fuente de la plaza, los veladores del bar, y hasta en la salida de Misa las
beatas susurraban que había gato encerrado. La Nuncia encontró trabajo en el
molino del pan y de limpieza por horas en casa de la boticaria, una mujer
pechugona que no iba a Misa y le importaban un pimiento los comentarios del
lavadero público del río, de la tienda de ultramarinos y de la sacristía. Decían de ella que
era atea y roja. Y que se había establecido en Almadina huyendo de represalias
políticas. Al cabo de unos meses, la Nuncia dio a luz, con ayuda de la
comadrona, un niño cuyas facciones las comadres pronto atribuyeron al cuñado de
la joven madre.
Poco más de un año después, la
Nuncia volvió a quedar embarazada aunque nadie le conocía ni amante diurno ni
visitas nocturnas. Otro varón. Nuevos rumores volaron como los papeles
callejeros con el cierzo. Ella trabajaba con denuedo en el molino del pan,
limpiando a domicilio en casas y escuelas, porque era digno de ver cómo llevaba
de limpias a sus dos criaturas. El tercer embarazo de la Nuncia ya no fue
noticia más que el hecho de que, esta vez, le nació una niña rubia y de
mofletes pecosos como ella misma. Y así, hasta siete embarazos, casi uno por
año. Que la Nuncia estuviera preñada dejó de llamar la atención. El deporte del
chismorreo pasó a ser de adivinanza por encontrar parecidos a sus hijos según iban creciendo. Todo
el mundo estaba de acuerdo con que Andrés, el mayor, era una réplica de su tío
Fortunato. Hasta se apoyaba en las esquinas con su misma postura. El segundo,
Federico, jugaba a las cartas repartiéndolas con los dos meñiques de sus manos
estirados, como don Crescencio, el médico, aparte de tener el pelo jaro del
galeno. La niña se libró de semejanzas porque era clavadita a su madre. Pero a
Julián, el cuarto, le encontraban las maneras de andar del boticario,
parsimonioso y cimbreante. Con el quinto, Gabino, no resultaba sencillo
parecido físico alguno. Pero cuando el muchacho dijo de irse al seminario, las
piadosas mujeres del templo se santiguaban pidiendo a Dios que dicha vocación
se debiera solamente a ser monaguillo.
Las vecinas de la Nuncia le
decían, a veces: “Pero Nuncia, mujer, repórtate un poco, que con treinta y pico
de años sigues soltera pero ya tienes siete.” Y ella respondía sacudiendo su
melena dorada: “La que es de tener hijos, con hombre y sin hombre”.
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