LUIS HERNANDEZ: LIBER USUALIS,
“FINALE MODERATO”
Cuando el
papel en blanco nos evoca un lienzo mortuorio, el escritor no tiene ganas de
escribir. Y cuando el folio en blanco se prepara para envolver a un amigo, a
recordar a alguien querido y admirado, menos todavía. Harían falta muchos ríos
de tinta negra (que no van a dar en la mar sino en la imprenta) para dibujar
letras que contaran y notas musicales que cantaran al amigo que se fue. Y, como
dice la copla, “algo se muere en el alma/cuando un amigo se va”. En mi última
visita a Luis Hernández, que yo consideraba en mi corazón como despedida, le
dije que venía recordando en el coche tantas anécdotas suyas que yo había
presenciado. Y me respondió con una sonrisa: “Qué barbaridad; esto parece una
necrológica”. Me quedé mudo. Y hoy sigo mudo frente a este documento Word en
blanco, vacío de palabras, helado por la pena.
Conocí a Luis
Hernández como mi profesor de música en aquellos fríos inviernos de Salamanca.
Nos hacía ensayar gregoriano y polifonía con minuciosidad exasperante. Se
sulfuraba por un do sostenido convertido en re bemol en nuestras inexpertas
gargantas. Quedamos exhaustos pero vencedores de un concurso musical con aquel Stabat mater dificilísimo, interpretado
en el convento de la Purísima, ante una Inmaculada de Ribera, que a estas horas
(si es que en la eternidad se cuentan horas) habrá envuelto a Luis Hernández en
su manto azul.
En aquellos años formativos, yo era el delegado de teatro del seminario y tuve la
oportunidad de colaborar con Luis en un espectáculo que resultó bellísimo. Él
seleccionó varias canciones populares salmantinas y yo las engarcé en un texto dialogado a modo
de opereta, que interpretaron las mejores voces y actores de seminaristas
mayores y menores. Parece que veo aún en el escenario a Luis García, haciendo
de afilador, rodeado de un corro de niños saltarines y cantores, la delicada
canción de cuna que Gonzalito interpretó desde un palco (ese niño y esa voz
prodigiosa que poco después fueron arrebatados a la vida, sumiendo a Luis
Hernández casi en una depresión
psicológica), y la canción final La
campana grande de la catedral, con todo el elenco en el escenario, para la
que habíamos grabado (con un rudimentario magnetófono), aquellas campanadas
solemnes del templo salmantino.
Luis Hernández
era, como tantos agustinos de su generación, un hombre cabal y
cumplidor de sus obligaciones. Lo único que le distinguía de otros era su
obsesiva dedicación para cumplirlas con decoro, dedicación y esfuerzo, siempre
orientado a una estética elegante y austera. La elegancia no era otra cosa que
armonía aprendida en tantas partituras musicales y la austeridad, como quien
aprendió a mirar al mundo desde su Escorial de la infancia, ante ese Monasterio
imponente y severo, en unos años de la España más estricta. Hasta caminando
hacia las aulas, mientras apretaba sus carpetas de clase parecía sumido en esa
“música callada y soledad sonora” de quien lleva un rico mundo en su almario.
Al ser erigida
como Parroquia de Santa María de la Esperanza la capilla del Colegio Valdeluz,
fue nombrado su primer párroco, cumpliendo con espíritu de servicio un cargo
difícil, especialmente intramuros de su propia Comunidad. Sorteó
incomprensiones, soportó reticencias, navegó por las aguas turbulentas de los
primeros años para una parroquia que hoy es honra del conjunto Valdeluz y
ejemplo diocesano, al menos en la Vicaría. Todo ello, sin dejar de dar unas clases
magistrales de música, haciendo escuchar a los alumnos fragmentos de sinfonías,
adagios, coros, todo lo que un alma adolescente puede captar de humano y
formativo en el patrimonio musical. Seguro estoy que muchos antiguos alumnos
suyos, al saber que Luis ya participa en la coral del cielo, no sólo sentirán
nostalgia, sino pena por este desastre de educación secundaria y segundona en
que se ha convertido la pedagogía española.
Tras el
Capítulo Provincial del verano de 1982 es nombrado Director de la revista L.E.A.(La escuela agustiniana), que
asume con esa mirada de resignación con que los grandes hombres obedientes renuncian
a mucho de su tiempo libre. El primer número de su etapa lucía en la portada un
lienzo de la pintora Pepi Sánchez, a quien Juan López
Gajate, el propio Luis Hernández y yo mismo profesábamos admiración y amistad.
Esa portada y los primeros balbuceos de sus páginas, ya revelaban el vuelo de
alta calidad que Luis le iba a imprimir. Se empapó de técnicas impresoras (maquetación, nombres de tipografías, catálogos de
colores, etc.),
comenzó un ir y venir, entonces sin Internet, a la imprenta de la calle Argos, cuidando hasta los mínimos detalles de cada página para exasperación
de los impresores. Pero a la vez, escribía el editorial, el artículo,
la reseña de un libro, el poema espontáneo o de homenaje, la entrevista,
realizaba fotos… nada dejaba al azar, como si cada número de L.E.A fuera un soneto. Me sentí honrado
de participar en aquel su primer Consejo de Redacción, consejo que no tenía necesidad
de reunirse, pues estábamos en constante diálogo sobre la revista: un desayuno,
una sobremesa, un recreo entre clases, se convertía en un diálogo de folios,
fotos, ideas, maquetaciones. Luis era así. Se tomaba la revista como si fuera
el New York Times (broma que Zaragüeta
y yo solíamos gastarle).
En 1980 publicó en L. E. A. su primer poema, el espléndido soneto “Tiempo primero”, inspirado en un Concierto de Brandemburgo de J. S. Bach y que a mí me dejó de un aire por su belleza, musicalidad y perfección. Tanto le insistí que siguió escribiendo y publicando en la revista, uno tras otro, mientras compraba libros de poetas contemporáneos hasta reunir una importante colección. Los poemas se hicieron más constantes, como si el trato con la palabra escrita robara un tiempo a la partitura musical. Iban editándose versos hermosos, espléndidos, redondos, delicados, llenos de una sensibilidad poco frecuente, cerrados con el tino de un maestro, mirando al mundo como los poetas saben verlo: en su belleza inaprehensible. Y los reunió en su libro Nudos del viento. El poema es sólo un boceto de lo que el poeta siente. Coplas, décimas, romances, sonetos, versos libres, guirnaldas donde el lector descubre la mano de Dios en la naturaleza, en la bondad profunda del ser humano. Por eso, los dedicados a su hermano Felipe, a sus hermanos agustinos vivos o difuntos (Edelmiro Merino, Vicente Peral, Alfonso García Gómez, a mí mismo) tienen ese aroma de cercanía, esa certera descripción humana y humanística. Por haberlo animado desde el primer endecasílabo, me honró en haber sido testigo y presentador de su libro Nudos del viento (Valdeluz, Madrid, 1990), espléndido poemario por el que desfilan figuras familiares, paisajes, momentos, amistades, hermanos de hábito, viajes, obras de arte… en una raro equilibrio de ternura, fuerza plástica, emoción contenida, sensibilidad pero sin sensiblería.
En 1980 publicó en L. E. A. su primer poema, el espléndido soneto “Tiempo primero”, inspirado en un Concierto de Brandemburgo de J. S. Bach y que a mí me dejó de un aire por su belleza, musicalidad y perfección. Tanto le insistí que siguió escribiendo y publicando en la revista, uno tras otro, mientras compraba libros de poetas contemporáneos hasta reunir una importante colección. Los poemas se hicieron más constantes, como si el trato con la palabra escrita robara un tiempo a la partitura musical. Iban editándose versos hermosos, espléndidos, redondos, delicados, llenos de una sensibilidad poco frecuente, cerrados con el tino de un maestro, mirando al mundo como los poetas saben verlo: en su belleza inaprehensible. Y los reunió en su libro Nudos del viento. El poema es sólo un boceto de lo que el poeta siente. Coplas, décimas, romances, sonetos, versos libres, guirnaldas donde el lector descubre la mano de Dios en la naturaleza, en la bondad profunda del ser humano. Por eso, los dedicados a su hermano Felipe, a sus hermanos agustinos vivos o difuntos (Edelmiro Merino, Vicente Peral, Alfonso García Gómez, a mí mismo) tienen ese aroma de cercanía, esa certera descripción humana y humanística. Por haberlo animado desde el primer endecasílabo, me honró en haber sido testigo y presentador de su libro Nudos del viento (Valdeluz, Madrid, 1990), espléndido poemario por el que desfilan figuras familiares, paisajes, momentos, amistades, hermanos de hábito, viajes, obras de arte… en una raro equilibrio de ternura, fuerza plástica, emoción contenida, sensibilidad pero sin sensiblería.
La colosal
obra de Modesto González Velasco, Autores
agustinos de El Escorial (1996), recientemente ampliada en un segundo
volumen (2006), recoge un centenar de entradas de obras en prosa, casi treinta
de obra poética y varias fotografías. Al repasar los contenidos de tantos
escritos, tan variados y siempre certeros, no resulta inadecuado calificar a
Luis Hernández como uno de los grandes polígrafos que la Provincia Matritense
cuenta en su haber desde la guerra civil hasta nuestros días.
Sería muy
difícil resumir la obra de Luis Hernández, y no es el momento de realizarlo en
esta breve crónica, pero cabría destacar, en primer término, sus estudios sobre
la liturgia y la música en tiempos de los monjes jerónimos de El Escorial, así
como del culto divino restaurado con los religiosos agustinos. En este sentido,
sus semblanzas varias sobre la figura del P. Samuel Rubio, son pequeñas joyas
de su bibliografía. No obstante, numerosas veces se acercó Luis Hernández a la
vida y a la historia de la propia Provincia
Matritense y de sus religiosos, en lo cual cabe destacar el
volumen coordinado por él Los agustinos
en el Monasterio del Escorial, 1885-1985, que si bien resulta de desigual
interés en los artículos que lo componen, su elaboración fotográfica y
maquetación constituyeron, una vez más, un ejemplo de obra primorosamente
preparada.
Por ello, al
repasar estas notas mal hilvanadas por mi teclado tartamudo de tristeza, siento
una enorme vergüenza. Si Luis está leyendo esto desde el cielo (y lo creo
capaz), me reprochará el elogio, que siempre consideraba desmedido, y fruncirá
el ceño tras las gafas por la escasa calidad de mi retrato, para quien supo
sintetizar en una imagen los profundos sentimientos de un corazón
hipersensible.
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