SAMARKANDA

SAMARKANDA
Bienvenido al karavansar. No por casualidad he llamado así a mi blog, puesto que en alguna lengua de Oriente se llama de este modo a la posada, la pensión, la fonda, donde descansar antes de seguir el camino. Decir que la vida es un tránsito no es descubrir América (que también se hizo en un tránsito, pero por mar), pues ya muchos autores lo expresaron. Pero sí quiero señalar la provisionalidad, el azar, la hospitalidad, el descanso, la cercanía que produce "pasar" por un sitio desconocido a algo más seguro, que es el fin del viaje. Desde Jorge Manrique hasta Antonio Machado se ha plasmado la imagen del hombre como viajero. Y este blog pretende que nos encontremos, "ligeros de equipaje", en esta parada y fonda virtual, que no virtuosa. Hasta pronto.

viernes, 10 de abril de 2009

MI GENTE (III): VÍCTOR

Si Víctor decide un día que debes ser amigo suyo, ya puedes echarte a temblar, a correr o a aceptar con resignación su amistad. Porque todo lo que Víctor decide lo hace decididamente. Te llenará de atenciones, te llevará a su casa, te traerá por ciudades, te enseñará rincones de playa o de montaña, te bajarás de un coche para subir en una moto y al rato estarás sentado junto a él en un todo terreno enorme, tan enorme como él mismo. Te hará comer y beber de todo. Y más vale que no digas que algo de su casa te gusta, porque te lo regalará inmediatamente. Víctor es así. O lo matas o lo aceptas. También puedes poner tierra por medio, pero ahora con los móviles, igual te llama desde Tenerife que desde Finisterre. Y también puede presentarse, de pronto, en la puerta de tu casa con Victoria, con esos perrazos negros que dan miedo o con un amigo vietnamita. ¿Quién puede adivinar por dónde va a salir? Es dentista, pero ni se te ocurra comentar nada de un diente tuyo, porque es capaz de hacerte ir a San Sebastián para instalarte una colección de implantes. Y todo eso, en un pis pas. En una ocasión yo pasaba dos días con él en San Sebastián y comenzó a lloviznar, y como no llevaba gabardina en mi equipaje, me agarró del brazo, me introdujo en una tienda y a los cinco minutos yo salía vestido con una de ellas, que me acababa de comprar. Si le dices que aceptas sus insistentes invitaciones a pasar un puente de descanso en su casa, piénsatelo dos veces, porque nada más llegar allí te meterá en el coche para comer sardinas en Santurce, judiones en el valle de Arán y bacalao en Fuenterrabía, sin olvidar las consabidas tapas y cervezas, algún croissant en Donosti, bombones en Irún, y así sucesivamente. Y si le explicas algún asunto mientras te mira con cara de atención, tampoco te fíes: está proyectando llevarte a ver la costa de Biarritz, una iglesia de Loyola, parando un momento para comprar algo en Eroski y una clínica en San Sebastián. Y da gracias, porque si en vez de un “puente” de tres días dispusieras de una semana, acabarías viajando desde Burdeos hasta Oviedo, volviendo a su casa, en Hendaya, justo para hacer la maleta de regreso a Madrid. La que fue su primera pareja, acertadamente, definía vivir con Víctor como un constante “troteo”.
Claro que Víctor tiene a quién parecerse: a sus propios padres. Los dos andaluces, los dos muy trabajadores, los dos maravillosos y enamorados entre sí, los dos muy viajeros. Tanto, que la casa de Madrid, cuando yo los conocí, era el prototipo de la “estética de la acumulación”, o sea, una abigarrada colección de objetos comprados en diferentes países y dejados en las habitaciones: una Santa Cena entre un enorme tibor oriental y una máquina de fotos japonesa, mientras sobre la pared colgaba un cuadro de pájaros venezolanos junto a una cerámica portuguesa. Los padres casi nunca estaban allí: o iban o venían. Por eso, una mañana en que compartí tranquilamente un desayuno con Mercedes, la madre, en la cocina del piso de Marbella, se me hacía raro. Como el matrimonio tenía diez hijos (uno de ellos, Víctor) la sucesión de visitas o huéspedes, de tíos, primos, sobrinos, amigos, que comían o pernoctaban era incalculable. Durante aquel desayuno, Mercedes me comentó que no sabía cuántas personas habían dormido en la casa: unas dieciocho o veinte. Naturalmente, las bodas, en esa familia, constituían una explosión de invitados, hasta el punto de tomar un hotel completo para algunas de ellas. Y lo llenaban. Porque en la familia de Víctor existía (y supongo que existe aún) una idea de parentesco o amistad casi "a la italiana". Un almuerzo dominical puede congregar a veinticinco personas fácilmente.
Dicho todo esto, se comprende mejor que Víctor sea un resultado normal de las leyes de la herencia.
Víctor es un amigo inolvidable, entre otras razones porque él no permite que lo olvides. Cuando menos te esperas, es capaz de llamarte al móvil para decirte cosas como: “estoy en el Parador de Toledo, ¿por qué no te vienes a comer?, son sólo cuarenta minutos de coche”, o “estoy en Barcelona y me acuerdo mucho de ti, en el AVE son poco más de dos horas”, o “me he encontrado entre mis papeles un recordatorio de tu Primera Comunión y he pensado en llamarte” o, simplemente, “hola, ¿qué fue de tu amiga Natalia? Hace tiempo que no me hablas de ella”, pero es un truco: en realidad lo que quiere decirte es que vayas a pasar unos días a su magnífica casa en Hendaya. Y no se te ocurra responderle que te dan miedo esos perrazos negros que tiene porque lo resuelve de inmediato: “por eso no te preocupes, porque los llevo a un caserío y no los vas a ver”. O que el “puente” son pocos días y no merece la pena conducir tanto, porque “te puedes comprar por Internet un billete de avión, el aeropuerto de Fuenterrabía está a quince minutos de casa e iré a esperarte hasta el mismísimo pie del avión”. No es problema. Con él, nada es un problema.
En este mundo tan insolidario y egoísta son necesarias personas como Víctor, que abren el gigantesco paraguas del corazón para acogerte sin preguntas. Aunque sea para llevarte a todo trapo de un sitio para otro.

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