Según los técnicos de la Escuela de Ingenieros Agrónomos, que han realizado un estudio, el jardín que tenemos a la puerta es el que más variedad botánica posee en el barrio. Contamos hasta con un pino canario. Es una suerte contemplar tan diversa vegetación desde mi ventana. Sin embargo, el altísimo abeto del centro, que ya contaba cuarenta años, tuvieron que cortarlo los bomberos por la mitad porque amenazaba desplomarse durante los huracanes del invierno pasado. Y el pobre quedó tan feo que mandamos arrancarlo. Lo hemos sustituido por un olivo de doscientos años, regalo de unos amigos, que por otra parte va más acorde con la arquitectura medio andaluza del edificio. Yo le tengo un cariño especial a un acebo verde y amarillo, que pasa desapercibido entre los demás árboles y arbustos. Vino de las sierras de Cuenca y el pobre ahí sobrevive como un valiente. Pero el que me anuncia cada año el regreso de la primavera, de la resurrección, es el almendro que hay plantado un poco más abajo. El almendro es un árbol vanguardista. Mientras todos están todavía tiritando por el invierno o sobrecogidos por las lluvias, en cuanto sale el sol unos cuantos días, echa sus blancuras a relucir, como si quisiera llamar la atención de todos, distinguirse de la masa verde. Si el ciprés nos resulta familiar como custodio de la muerte, el almendro es, para mí, el heraldo de la vida.
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