No recuerdo ninguna religión en la que su líder, su fundador, haya tenido un final biográfico más catastrófico que Jesús Nazareno. Es la perfecta imagen del antihéroe de religiones, mitos y leyendas. Perseguido por el poder político que lo tenía por un peligroso revolucionario. Detestado por el poder religioso como un riesgo para “las buenas costumbres” de su tiempo, abandonado de todos sus compañeros, sus amigos, vendido al mejor postor por treinta monedas de plata, acusado por los tribunales, condenado a morir en muerte afrentosa como los ladrones de su tiempo, maltratado a extremos que hoy mismo resultan de una brutal crueldad, parece imposible que llegara vivo hasta la cruz y allí ser traspasado por clavos, espinas, lanza y alzado para vergüenza de todos, salvo para su llorosa madre y unos contados incondicionales.
Pero allí, colgado del madero, entre inmensos sufrimientos físicos y morales, estaba abriendo las puertas a quienes, durante los siglos venideros sintieran sobre sus cabezas el abuso, la miseria, la prisión injusta, la enfermedad incurable, el atropello, el robo y el asesinato. En adelante, ningún sufriente quedará solo jamás con su dolor. Ese hombre cautivo, atado de manos y coronado de espinas, llegará hasta el último confín del mundo y de la Historia, moviendo a otros a ser cirineos del prójimo, acompañando a muchos con su cruz. No sabían Caifás, Anás, Poncio Pilato la que se les venía encima con aquel hombre lleno de sangre propia y saliva ajena. Sus pobres nombres han pasado tristemente a la memoria colectiva gracias al Nazareno. Realmente era un hombre muy peligroso, un revolucionario implacable cuyo nombre, después de más de veinte siglos no sólo no ha sido olvidado sino aclamado, bendecido hasta el último rincón del planeta. Pero también, cada ser humano - víctima injusta de un semejante de su propia naturaleza-, se ha convertido en otro “Nazareno”. Y así, los “cristos” no sólo han llenado en madera, en piedra, en pinturas, todo el globo terráqueo, sino de cadáveres los cementerios. Y nos vuelve de nuevo la pregunta: “¿Dónde está, muerte, tu victoria?”.Todo esto se me ocurre mientras veo procesionar al Divino Cautivo, la imagen de Benlliure que desfila por las calles de Madrid la tarde del Viernes Santo. Un cortejo sencillo, elegante, silencioso, de nazarenos y capirotes blancos y rojos sangre, un grupo de damas con mantilla, unos músicos que interpretan marchas. Y allá en lo alto del trono, como una celda de penal ambulante, alto torreón de flores y faroles, Jesús erguido y solo, con las manos atadas, serenamente, resignadamente, mayestáticamente, dispuesto a aceptar su destino.
Pero allí, colgado del madero, entre inmensos sufrimientos físicos y morales, estaba abriendo las puertas a quienes, durante los siglos venideros sintieran sobre sus cabezas el abuso, la miseria, la prisión injusta, la enfermedad incurable, el atropello, el robo y el asesinato. En adelante, ningún sufriente quedará solo jamás con su dolor. Ese hombre cautivo, atado de manos y coronado de espinas, llegará hasta el último confín del mundo y de la Historia, moviendo a otros a ser cirineos del prójimo, acompañando a muchos con su cruz. No sabían Caifás, Anás, Poncio Pilato la que se les venía encima con aquel hombre lleno de sangre propia y saliva ajena. Sus pobres nombres han pasado tristemente a la memoria colectiva gracias al Nazareno. Realmente era un hombre muy peligroso, un revolucionario implacable cuyo nombre, después de más de veinte siglos no sólo no ha sido olvidado sino aclamado, bendecido hasta el último rincón del planeta. Pero también, cada ser humano - víctima injusta de un semejante de su propia naturaleza-, se ha convertido en otro “Nazareno”. Y así, los “cristos” no sólo han llenado en madera, en piedra, en pinturas, todo el globo terráqueo, sino de cadáveres los cementerios. Y nos vuelve de nuevo la pregunta: “¿Dónde está, muerte, tu victoria?”.Todo esto se me ocurre mientras veo procesionar al Divino Cautivo, la imagen de Benlliure que desfila por las calles de Madrid la tarde del Viernes Santo. Un cortejo sencillo, elegante, silencioso, de nazarenos y capirotes blancos y rojos sangre, un grupo de damas con mantilla, unos músicos que interpretan marchas. Y allá en lo alto del trono, como una celda de penal ambulante, alto torreón de flores y faroles, Jesús erguido y solo, con las manos atadas, serenamente, resignadamente, mayestáticamente, dispuesto a aceptar su destino.
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