Yo llevaba pocos días al frente del Colegio Mayor y ya conocía a casi todos los colegiales porque, del mismo modo que me interesaba saber pronto quién era quién, la curiosidad de ellos también era saber quién era yo. Y esa investigación la llevábamos a cabo, discreta y recíprocamente, como un pulso diplomático, en el vestíbulo, las salas o la barra de la cafetería. Aún hacía calor y sólo residía un grupo de veteranos pendientes de los exámenes de septiembre. Desde el primer día me llamó la atención un chico alto y fuerte, que salía y entraba puntualmente con sus libros y apuntes, cruzando el vestíbulo, con una puntualidad casi británica. Si se cruzaba conmigo, sólo articulaba un saludo lacónico, respetuoso, sin detenerse. Alguien del equipo directivo me comentó: “Parece un poco huraño”. Yo respondí: “No, es simplemente tímido. O sea, un buen vasco”. Como no lo veía nunca, ni siquiera en la pista deportiva, me explicaron que bajaba puntualmente al gimnasio y que era un chico muy serio y responsable. Que era serio lo había comprobado sobradamente. Que era responsable, lo advertí al mirar su expediente en Secretaría. Se esforzaba en los estudios como si los libros fueran un gimnasio mental, con disciplina y rigor. No había forma de entablar conversación con él. Miré en su expediente si había faltas al reglamento por llegar tarde: ni una. Entonces investigué si era un tipo raro e insolidario, ausente de la vida colegial. “Todo lo contrario”, se me respondió. “Cualquiera que necesite una explicación de una materia puede contar con su ayuda”. Era desesperante. No había forma de “pillarlo”. Así que decidí visitarlo yo a él. “Si Mahoma no va a la montaña, la montaña irá a Mahoma”, creo que dice el dicho popular. Subí hasta su piso y llamé a la puerta. “Adelante”, respondió su voz desde dentro. Estaba sentado frente a la mesa de estudio, en pantalón corto. Y se quedó de piedra, claro. Me invitó a sentarme y lo hice en la cama. La conversación fue breve. Efectivamente, en su mirada limpia me reafirmé en que era un chico noble, educado, responsable, de pocas palabras y de gestos sutiles y correctísimos. Me pareció una de las pocas personas interesantes que vivían en el centro.
Nunca salía de noche. Un día le dije, para probarlo: “Tú y yo vamos a salir una noche y vamos a volver tarde y borrachos como cubas”. Me respondió muy serio: “Qué va, qué va, qué va”. Así mismo: tres veces la misma negación. Otra vez lo encontré también serio, de pie y cruzado de brazos, como una estatua, en el vestíbulo del teatro durante una representación de nuestro grupo. Me extrañó tanto su presencia allí que le pregunté por qué no entraba y me dijo que el Subdirector le había pedido que estuviera al tanto por si unos cuantos gamberretes del día anterior volvían para armar jaleo de nuevo durante la función. Yo me imaginé que, caso de que esos mastuerzos volvieran, se encontrarían ese pequeño coloso de Rodas listo para soltarles unos mamporros.
Fue un principio de curso desgraciado, con la muerte inesperada de un colegial. Durante los pocos años en que Mikel y yo coincidimos en el Colegio Mayor, cruzamos pocas palabras. Pero yo sabía que él estaba ahí y él sabía que yo estaba aquí (poco más o menos en el sitio desde el cual escribo). Dejó el Colegio Mayor. Sentí su ausencia y me alegré por él de su marcha, sabiendo que allá donde fuera quienes trabaran relación con él apreciarían su forma de ser. Comenzó a trabajar. Murió su padre. Se sucedieron muchas Navidades nuestras y muchos cumpleaños míos. Y me llegaban puntualmente sus tarjetas navideñas (la última con una foto con su madre y su hermano) sus felicitaciones de mi aniversario, envíos que ya no me sorprendían. Mikel es así, y así hay que aceptarlo y quererlo. Es de esas gentes vascas que no necesitan alharacas ni arrumacos para expresar lo que sienten. Este año me llega de nuevo su felicitación de cumpleaños, con un mensaje la víspera en mi móvil, aludiendo a la comparación que yo establecía para el secreto de mi edad: “Es como la fórmula de la Coca-Cola”. Mikel no ha olvidado la metáfora. Yo tampoco olvido el corazón de Mikel, tan ancho como su musculatura. Y si leyera estas líneas, seguro que desde su humildad volvería a decir: “Qué va, qué va, qué va”.
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